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Piedra De Mar


Enviado por   •  30 de Mayo de 2013  •  1.574 Palabras (7 Páginas)  •  422 Visitas

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Cuadrado de espaldas, liso y apelmazado el cabello, que se partía en una raya recta, casi sobre la sien izquierda, teniendo en el color un vago reflejo ambarino del indio ancestral, Marcucho, el modelo de la Escuela de Pintura, a primera vista confundíase con un mandadero cualquiera, con un individuo sin relieve ni importancia, acostumbrado a cargar carretilla, o a encorvarse bajo la mole de los fardos.

Su estura baja, sus blusas de dril descoloridas entre los estrujones de la batea y la caliente opresión de la plancha, sus manos entretejidas de gruesas venas y siempre colgantes, congestionadas al peso de la sangre, no revelaban la menor particularidad que pudiera destacarlo junto a los demás hombres de su clase.

Pero, Marcucho era un elemento primordial de belleza para el grupo de aquella incipiente Academia. Cuando, despojado de la ropa, subíase a la tarima del modelo, asumía a los ojos de los estudiantes proporciones inconmensurables. Desnudo crecía. Adquiría una alteza espectacular de ilímites proporciones parapara los alumnos, que lo miraban, con los párpados entrejuntos, lamiendo con la vista los variables secretos de su armoniosa contextura. Al saltar a la tarima, en ágil pirueta que hacía sonar la tabla al golpe de los talones, y al erguirse en una pose preparatoria impensada, dijérase que con un impulso muscular se estiraba como si recóndito sentido de la plástica lo magnificara, lo elevase de su condición vulgar de hombre de pueblo a una simbólica serenidad de sacerdocio y de mando.

El cajón destartalado prtestábale trono. Dominando su cabeza por sobre todos los que le rodeaban, cualquiera que entrase al salón en horas de estudio lo primero que vería al abrir la puerta era a Marcucho, imponente e inmóvil como un dios o pensativo y ceñudo como un personaje de tragedia griega o a veces en una contorsión resignada de mártir cristiano.

Los demás, en torno suyo, doblegados sobre los caballetes o sobre las tablas de dibujo, parecían venerarle sumidos en devoto silencio.

Al chischibeo del carboncillo o los pinceles sobre el grano del papel y de la tela, buscaban fijar el contorno estatuario, apresar en líneas firmes la amplitud del torax, abombado al ritmo de la respiración potente; el torso lleno y duro como una montaña; la red de sus músculos pujantes sin alardes, eslabonados en suaves declives, la cadera saliente y brava, las piernas sólidas...

O en afán ferviente perseguían —ya logrado el trazo— en la reciedumbre de la masa los secretos del claroscuro que torturan y enfebrecen al artista y que en el cuerpo moldeado de Marcucho ascendían hasta los tonos cálidos del cobre, envolviéndose en grises mortecinos, en dulces ocres, con reflejos azulusscos y verdores inasibles, valores que mezclaban, se desvanecían, se profundizaban en la gama e iban a ahogarse en las frescas oquedades del rojo de Venecia y del sepia. La cabeza retostada, asoleada, se cortaba la base del cuello en una línea precisa como plumaje tornasol en el cuello de las palomas montañeras; luego los hombros, el pecho, el vientre, lividecían en tenues luminosidades que resbalaban a flor de piel, iban a dividirse en las piernas, como la orquesta de un río de aguas opalescentes bifurcadas por un islote fértil y sombrío, desvanescencias relamidas que se arremilinaban en el nudo rosáceo de las rodillas.

Abajo, más abajo, los calcañares donde engañosos bermellones fundidos entre sombras, con las vetas protuberantes de arterias y nervios, le daban la fortaleza y el apoyo de un zócalo rotundo. Y los pies, pesados como cimientos.

Para los presuntos artistas, el cuerpo de Marcucho era un universo de cotidianos hallazgos.

¿En qué pensaba Marcucho, mientras encaramado en la tarima aguantaba inconmovible las horas de pose de la Escuela? En ese largo ocio mental, donde las ideas se adormecen como bajo la influencia de un exceso de cigarrillos, ¿qué visiones, qué recuerdos, qué propositos pasarían en lenta tornavolta por la mente del modelo?

En los descansos, sentado al extremo del cajón, con las manos entrecruzadas sobre las rodillas, ¿era cansancio, resignación o menosprecio de toda voluntad lo que doblegaba su espalda y hundía su barba entre los pulgares, dilatando sus pupilas en abstracto espionaje del vacío?

Silencioso, aliviando su forzada inmovilidad en otra inmovilidad nueva, Marcucho parecía reflexionar o idiotizarse en la monotonía de su trabajo al igual que un burro de noria.

Pero no: Marcucho había nacido para aquello. Amaba instintivamente su oficio, se sentía partícipe de la obra de arte como el tipógrafo incluye algo de su ser en las ideas que compone. Amaba su tarima como aquel se apega al chivalete, como el marino al barco; y, como el marino, al erguirse en su cajón, pensárase de pie en una proa escrutando escrutando, fijo, lejanías de horizontes de donde hubieran de surgir fantasmagóricas corporizaciones de antiguas leyendas.

Había nacido predestinado. La mano modeladora de la greda humana le hizo una caricia antes de echarlo al mundo y ennobleció su barro tosco. Ya consustanciado con la belleza esencial, al hacer un movimiento elástico,

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