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TRIBUNAL DE LA SANTA INQUISICION

solijua19 de Abril de 2014

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INTRODUCCION

EN UN lado de la tétrica sala se halla el elevado e imponente asiento de los jueces. La silla del presidente, situada en el centro, está cubierta con un dosel de tela de color oscuro, coronado por una gran cruz de madera que domina toda la sala. Al frente está el banquillo de los acusados.

IMAGÍNESE que se halla ante un tribunal religioso que pretende obligarlo a aceptar los dogmas de su fe. Usted desconoce a sus acusadores y el contenido de la acusación. En vez de revelársele los fundamentos de la denuncia, le corresponde a usted exponer los cargos por los que cree que se le ha arrestado y descubrir a sus denunciantes.

¡Cuidado con lo que dice!, pues podría confesar un delito que no se le ha imputado y empeorar su situación. Asimismo, podría complicar a otras personas que no tienen nada que ver con las acusaciones que pesan en su contra.

Si no confiesa, quizás lo torturen introduciéndole grandes cantidades de agua por la boca; o tal vez lo coloquen sobre una mesa con las extremidades atadas y tensen las ataduras poco a poco hasta que el dolor sea intolerable. El tribunal ya ha confiscado sus bienes, y seguramente nunca los recobrará. Todo se lleva a cabo en secreto. De ser declarado culpable, puede que lo destierren o lo quemen vivo.

Así solían describirse los tribunales de la siniestra Inquisición católica. La aterradora acusación contra los desventurados reos era la de “herejía”, palabra que evoca imágenes de tortura y muerte en la hoguera. La Inquisición (del verbo latino inquiro, “inquirir”) era un tribunal eclesiástico especial creado para erradicar la herejía, es decir, las ideas o doctrinas que se apartaban de la ortodoxia católica romana.

Aunque en este siglo XX resulta difícil concebir una actuación religiosa tan horrenda, hace varios siglos se cometieron atrocidades semejantes.

DESARROLLO

La aterradora Inquisición

CORRÍA el siglo XIII y se decía que todo el sur de Francia estaba infestado de herejes. El obispo de la región había fracasado en sus intentos por arrancar de raíz la mala hierba que crecía en su diócesis, que se suponía que fuera un campo exclusivamente católico. Se consideró necesario tomar medidas más drásticas. Representantes especiales del papa intervinieron “en el asunto de la herejía”. Y así la Inquisición floreció en dicha región.

La Inquisición tiene sus cimientos en los siglos XI y XII, tiempo en que varios grupos de disidentes comenzaron a surgir en la Europa católica. Pero en realidad, la Inquisición fue instituida por el papa Lucio III en el sínodo de Verona, Italia, en 1184. En colaboración con Federico I Barba roja, emperador del Santo Imperio Romano, el papa decretó que cualquier persona que hablara o hasta pensara en contra de la doctrina católica sería excomulgada por la iglesia y debidamente castigada por las autoridades seglares. A los obispos se les instruyó que buscaran (en latín, inquirere) a los herejes. Este fue el comienzo de lo que se llamó la Inquisición episcopal, es decir, a cargo de los obispos católicos.

Medidas más severas

Sin embargo, resultó que a los ojos de Roma no todos los obispos tenían suficiente celo como para investigar y buscar con empeño y persistencia a los disidentes. Por eso, varios papas en sucesión enviaron legados papales que, con la ayuda de los monjes cistercienses, tenían la autorización de llevar a cabo sus propias “investigaciones” tocante a la herejía. De modo que por algún tiempo la Inquisición tomó dos vertientes: la llamada episcopal o de los obispos y la de los legados, llegando esta última a ser la más severa.

Ni aun esta Inquisición más severa fue suficiente para el papa Inocencio III. En 1209 lanzó una cruzada militar en contra de los herejes del sur de Francia. Estos eran en su mayoría cátaros, un grupo religioso que fusionaba el maniqueísmo con el gnosticismo cristiano apóstata. Dado que Albi era una de las ciudades donde más abundaban los cátaros, se les llegó a conocer como albigenses.

La “guerra santa” contra los albigenses terminó en 1229, pero aún no se había erradicado totalmente a los disidentes. De modo que ese mismo año el papa Gregorio IX, en el sínodo de Tolosa, ciudad en el meridiano de Francia, dio un nuevo incentivo a la Inquisición. Hizo preparativos para que en cada parroquia hubiera inquisidores permanentes, entre quienes también se incluía a un sacerdote. En 1231 este mismo papa emitió una ley por medio de la cual a los herejes impenitentes se les condenaría a morir quemados y a los arrepentidos a cadena perpetua.

Dos años más tarde, en 1233, Gregorio IX exoneró a los obispos de la responsabilidad de buscar a los herejes. Entonces instituyó la Inquisición monástica, llamada así porque nombró a monjes como inquisidores oficiales. A estos se les escogió, principalmente, de entre los miembros de la recién fundada Orden de los dominicos y también de los franciscanos.

El procedimiento inquisitorial

Los inquisidores, frailes dominicos y franciscanos, reunían en las iglesias a los habitantes de la localidad. Los citaban para que el que fuera culpable de herejía lo confesara, o si sabía de algún hereje, lo denunciara. Aun si solo había sospecha de alguien, había que denunciarlo.

Cualquier persona —hombre, mujer, niño o esclavo— podía acusar a otra de hereje, sin temer a tener que enfrentarse al acusado ni que el acusado se enterara de quién lo denunció. El acusado rara vez tenía quién lo defendiera, ya que a cualquier abogado o testigo a su favor se le acusaría de ayudar a un hereje y de ser su cómplice. Así que por lo general el acusado se enfrentaba solo ante los inquisidores, quienes desempeñaban el cargo de fiscal y a la vez de juez.

Los acusados tenían, a lo sumo, un mes para confesar. Entonces, prescindiendo de si confesaban o no, comenzaba la “inquisición” (en latín inquisitio). A los acusados se les mantenía en custodia, muchos de ellos incomunicados y con poca alimentación. Cuando la prisión del obispo estaba llena, se usaba la prisión civil. Y cuando esta se repletaba, se usaban edificios antiguos que habían sido acondicionados para servir de prisiones.

Dado que a los acusados ya se les consideraba culpables aun antes de que comenzara el proceso judicial, los inquisidores empleaban cuatro métodos diferentes para inducirlos a confesar su herejía. Primero, amenazas con muerte en un madero. Segundo, encadenamiento en una pequeña celda oscura y húmeda. Tercero, presión sicológica por parte de los que los visitaban en la cárcel. Y por último, torturas, que incluían el tormento del caballete, la estrapada y tormento del fuego. Monjes se situaban cerca para hacer registro de cualquier confesión. La absolución era prácticamente imposible.

Castigos

Las sentencias se pronunciaban los domingos, en la iglesia o en la plaza pública, ante la presencia del clero. Una sentencia ligera podía implicar cierta penitencia, como el llevar obligatoriamente una cruz amarilla cosida a la ropa, lo que hacía casi imposible encontrar empleo. Por otra parte, la condena podía ser flagelación en público, encarcelamiento, o ser entregado a las autoridades seglares para morir en la hoguera.

A los que recibían las condenas más fuertes les confiscaban sus bienes, los cuales se repartían entre la Iglesia y el Estado. Así que los familiares del hereje sufrían grandemente. Las casas de los herejes y de aquellos que les habían dado albergue eran demolidas.

A los muertos acusados de haber sido herejes se les encausaba después de la muerte. Si se les juzgaba culpable, su cuerpo era exhumado y quemado, y sus bienes eran confiscados. Esto también traía indecible sufrimiento a los familiares inocentes del fallecido.

Ese era el procedimiento general de la Inquisición medieval, con ciertas variaciones según la época y el lugar.

Torturas aprobadas por el papa

En 1252 el papa Inocencio IV emitió la bula Adexstirpanda, con la que oficialmente autorizaba el uso de torturas por los tribunales eclesiásticos de la Inquisición. Los papas Alejandro IV, Urbano IV y Clemente IV promulgaron otras reglas tocantes a la manera de torturar.

Al principio, a los inquisidores eclesiásticos no se les permitía estar presentes cuando se administraba la tortura, pero los papas Alejandro IV y Urbano IV quitaron esta restricción. Esto permitió que el “interrogatorio” se continuara en la cámara de torturas. Tal como se autorizó en un principio, a la persona se le podía torturar solo una vez, pero los inquisidores buscaron la manera de evadir esta restricción y alegaban que las reanudadas sesiones de tortura eran solo “una continuación” de la primera.

No pasó mucho tiempo antes de que se torturara aun a los testigos con el fin de asegurarse de que estos habían denunciado a todos los herejes que conocían. A veces se torturaba al acusado aun después de haber confesado. Según explica The Catholic Encyclopedia, esto era “para obligarlo a testificar en contra de sus amigos y otros reos junto con él”.

Seis siglos de terror

De ese modo entró en vigor el régimen inquisitorial en la primera mitad del siglo XIII E.C. y se usó por varios siglos para aplastar a cualquiera que hablara o tan siquiera pensara de manera diferente a la Iglesia Católica. Diseminó terror por toda la Europa católica. Cuando a finales del siglo XV la Inquisición comenzó a aplacarse en Francia y en otros países del centro y occidente de Europa, comenzó a cobrar auge en España.

La Inquisición española, autorizada en 1478 por el papa Sixto IV, se dirigió primeramente contra los marranos,

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