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Capitulo II DQ


Enviado por   •  27 de Mayo de 2014  •  2.334 Palabras (10 Páginas)  •  213 Visitas

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Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo D. Quijote en armarse caballero.

Y así, fatigado de este pensamiento, abrevió su venteril y limitada cena, la cual acabada llamó al ventero, y encerrándose con él en la caballeriza, se hincó de rodillas ante él, diciéndole, no me levantaré jamás de donde estoy, valeroso caballero, fasta que la vuestra cortesía, me otorgue un don que pedirle quiero, el cual redundará en alabanza vuestra y en pro del género humano. El ventero que vió a su huésped a sus pies, y oyó semejantes razones, estaba confuso mirándole, sin saber qué hacerse ni decirle, y porfiaba con él que se levantase; y jamás quiso, hasta que le hubo de decir que él le otorgaba el don que le pedía. No esperaba yo menos de la gran magnificencia vuestra, señor mío, respondió D. Quijote; y así os digo que el don que os he pedido, y de vuestra liberalidad me ha sido otorgado, es que mañana, en aquel día, me habéis de armar caballero, y esta noche en la capilla de este vuestro castillo velaré las armas; y mañana, como tengo dicho, se cumplirá lo que tanto deseo, para poder, como se debe, ir por todas las cuatro partes del mundo buscando las aventuras en pro de los menesterosos, como está a cargo de la caballería y de los caballeros andantes, como yo soy, cuyo deseo a semejantes fazañas es inclinado. El ventero, que como está dicho, era un poco socarrón, y ya tenía algunos barruntos de la falta de juicio de su huésped, acabó de creerlo cuando acabó de oír semejantes razones, y por tener que reír aquella noche, determinó seguirle el humor; así le dijo que andaba muy acertado en lo qeu deseaba y pedía, y que tal prosupuesto era propio y natural de los caballeros tan principales como él parecía, y como su gallarda presencia mostraba, y que él ansimesmo, en los años de su mocedad se había dado a aquel honroso ejercicio, andando por diversas partes del mundo buscando sus aventuras, sin que hubiese dejado los percheles de Málaga, islas de Riarán, compás de Sevilla, azoguejo de Segovia, la olivera de Valencia, rondilla de Granada, playa de Sanlúcar, potro de Córdoba, y las ventillas de Toledo, y otras diversas partes donde había ejercitado la ligereza de sus pies y sutileza de sus manos, haciendo muchos tuertos, recuestando muchas viudas, deshaciendo algunas doncellas, y engañando a muchos pupilos, y finalmente, dándose a conocer por cuantas audiencias y tribunales hay casi en toda España; y que a lo último se había venido a recoger a aquel su castillo, donde vivía con toda su hacienda y con las ajenas, recogiendo en él a todos los caballeros andantes de cualquiera calidad y condición que fuesen, sólo por la mucha afición que les tenía, y porque partiesen con él de su shaberes en pago de su buen deseo. Díjole también que en aquel su castillo no había capilla alguna donde poder velar las armas, porque estaba derribada para hacerla de nuevo; pero en caso de necesidad él sabía que se podían velar donde quiera, y que aquella noche las podría velar en un patio del castillo; que a la mañana, siendo Dios servido, se harían las debidas ceremonias de manera que él quedase armado caballero, y tan caballero que no pudiese ser más en el mundo. Preguntóle si traía dineros: respondió Don Quijote que no traía blanca, porque él nunca había leído en las historias de los caballeros andantes que ninguno los hubiese traído. A esto dijo el ventero que se engañaba: que puesto caso que en las historias no se escribía, por haberles parecido a los autores de ellas que no era menester escribir una cosa tan clara y tan necesaria de traerse, como eran dineros y camisas limpias, no por eso se había de creer que no los trajeron; y así tuviese por cierto y averiguado que todos los caballeros andantes (de que tantos libros están llenos y atestados) llevaban bien erradas las bolsas por lo que pudiese sucederles, y que asimismo llevaban camisas y una arqueta pequeña llena de ungüentos para curar las heridas que recibían, porque no todas veces en los campos y desiertos, donde se combatían y salían heridos, había quien los curase, si ya no era que tenían algún sabio encantador por amigo que luego los socorría, trayendo por el aire, en alguna nube, alguna doncella o enano con alguna redoma de agua de tal virtud, que en gustando alguna gota de ella, luego al punto quedaban sanos de sus llagas y heridas, como si mal alguno no hubiesen tenido; mas que en tanto que esto no hubiese, tuvieron los pasados caballeros por cosa acertada que sus escuderos fuesen proveídos de dineros y de otras cosas necesarias, como eran hilas y ungüentos para curarse; y cuando sucedía que los tales caballeros no tenían escuderos (que eran pocas y raras veces), ellos mismos lo llevaban todo en unas alforjas muy sutiles, que casi no se parecían a las ancas del caballo, como que era otra cosa de más importancia; porque no siendo por ocasión semejante, esto de llevar alforjas no fue muy admitido entre los caballeros andantes; y por esto le daba por consejo (pues aún se lo podía mandar como a su ahijado, que tan presto lo había de ser), que no caminase de allí adelante sn dineros y sin las prevenciones referidas, y que vería cuán bien se hallaba con ellas cuando menos se pensase. Prometióle don Quijote de hacer lo que se le aconsejaba con toda puntualidad; y así se dió luego orden como velase las armas en un corral grande, que a un lado de la venta estaba, y recogiéndolas Don Quijote todas, las puso sobre una pila que junto a un pozo estaba, y embrazando su adarga, asió de su lanza, y con gentil continente se comenzó a pasear delante de la pila; y cuando comenzó el paseo, comenzaba a cerrar la noche.

Contó el ventero a todos cuantos estaban en la venta la locura de su huésped, la vela de las armas y la armazón de caballería que esperaba. Admirándose de tan extraño género de locura, fuéronselo a mirar desde lejos, y vieron que, con sosegado ademán, unas veces se paseaba, otras arrimado a su lanza ponía los ojos en las armas sin quitarlos por un buen espacio de ellas. Acabó de cerrar la noche; pero con tanta claridad de la luna, que podía competir con el que se le prestaba, de manera que cuanto el novel caballero hacía era bien visto de todos.

Antojósele en esto a uno de los arrieros que estaban en la venta ir a dar agua a su recua, y fue menester quitar las armas de Don Quijote, que estaban sobre la pila, el cual, viéndole llegar, en voz alta le dijo: ¡Oh tú, quienquiera que seas, atrevido caballero,

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