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Clasicos De Oro

LeoMan15 de Septiembre de 2014

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LA ISLA DEL TESORO

Indice

Parte Primera: EL VIEJO PIRATA

Cap. 1. Y el viejo marino llegó a la posada del «Almirante Benbow»

Cap. 2. La aparición de «Perronegro»

Cap. 3. La Marca Negra

Cap. 4. El cofre

Cap. 5. La muerte del ciego

Cap- 6. Los papeles del capitán

Parte Segunda: EL COCINERO DE A BORDO

Cap. 7. Mi viaje a Bristol

Cap. 8. A la taberna «El Catalejo»

Cap. 9. Las municiones

Cap. 10. La travesía

Cap. 11. Lo que escuché desde el barril de manzanas

Cap. 12. Consejo de guerra

Parte Tercera: MI AVENTURA EN LA ISLA

Cap. 13. Así empezó mi aventura en la isla

Cap.14. El primer revés

Cap. 15. El hombre de la isla

Parte Cuarta: LA EMPALIZADA

Cap. 16.Cómo abandonamos el barco

Cap. 17. El último viaje del chinchorro

Cap. 18. Cómo terminó nuestro primer dú de lucha

Cap. 19. La guarnición de la empalizada .

Cap. 20. La embajada de Silver

Cap. 21. Al ataque

Parte Quinta: M I AVENTURA EN LA MAR

Cap. 22. Así empezó mi aventura en la mar

Cap. 23. A la deriva

Cap. 24. La travesía en el coraclo

Cap. 25. Cómo arrié la bandera negra

Cap. 26. Israel Hands

Cap. 27. ¡Doblones!.

Parte Sexta: EL CAPITAN SILVER

Cap. 28. En el campamento enemigo

Cap. 29. La Marca Negra, de nuevo

Cap 30 Bajo palabra

Cap. 31. La busca del tesoro: la señal de Flint

Cap. 32. La busca del tesoro: la voz entre los drboles

Cap. 33. La caída de un jefe

Cap. 34. El fin de todo

Para S.L. 0.,

un caballero americano,

de acuerdo con cuyo clásico gusto

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ha sido imaginada la narración que sigue,

y al que ahora, agradeciéndole tantas horas deliciosas,

y con los mejores deseos,

dedica estas páginas su afectuoso amigo,

EL AUTOR

Para el comprador indeciso

Si los cuentos que narran los marinos,

Hablando de temporales y aventuras, de sus amores y sus odios,

De barcos, islas, perdidos Robinsones

Y bucaneros y enterrados tesoros,

Y todas las viejas historias, contadas una vez más

De la misma forma que siempre se contaron,

Encantan todavía, como hicieron conmigo,

A los sensatos jóvenes de hoy:

-¿Qué más pedir? Pero si ya no fuera así,

Si tan graves jóvenes hubieran perdido

La maravilla del viejo gusto

Por ir con Kingston o con el valiente Ballantyne,

O con Cooper y atravesar bosques y mares:

Bien. ¡Así sea! Pero que yo pueda

Dormir el sueño eterno con todos mis piratas

Junto a la tumba donde se pudran ellos y sus sueños.

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PARTE PRIMERA

EL VIEJO PIRATA

Capítulo 1

Y el viejo marino

llegó a la posada del «Almirante Benbow»

El squire Trelawney, el doctor Livesey y algunos otros caballeros me han indicado que ponga por escrito

todo lo referente a la Isla del Tesoro, sin omitir detalle, aunque sin mencionar la posi ción de la isla, ya que

todavía en ella quedan riquezas enterradas; y por ello tomo mi pluma en este año de gracia de 17... y mi

memoria se remonta al tiempo en que mi padre era dueño de la hostería «Almirante Benbow», y el viejo

curtido navegante, con su rostro cruzado por un sablazo, buscó cobijo para nuestro techo.

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Lo recuerdo como si fuera ayer, meciéndose como un navío llegó a la puerta de la posada, y tras él arrastraba,

en una especie de angarillas, su cofre marino; era un viejo recio, macizo, alto, con el color de bronce

viejo que los océanos dejan en la piel; su coleta embreada le caía sobre los hombros de una casaca que había

sido azul; tenía las manos agrietadas y llenas de cicatrices, con uñas negras y rotas; y el sablazo que

cruzaba su mejilla era como un costurón de siniestra blancura. Lo veo otra vez, mirando la ensenada y

masticando un silbido; de pronto empezó a cantar aquella antigua canción marinera que después tan a menudo

le escucharía:

«Quince hombres en el cofre del muerto...

¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Y una botella de ron!»

con aquella voz cascada, que parecía afinada en las barras del cabrestante. Golpeó en la puerta con un

palo, una especie de astil de bichero en que se apoyaba, y, cuando acudió mi padre, en un tono sin contemplaciones

le pidió que le sirviera un vaso de ron. Cuando se lo trajeron, lo bebió despacio, como hacen los

catadores, chascando la lengua, y sin dejar de mirar a su alrededor, hacia los acantilados, y fijándose en la

muestra que se balanceaba sobre la puerta de nuestra posada.

-Es una buena rada -dijo entonces-, y una taberna muy bien situada. ¿Viene mucha gente por aquí, eh,

compañero? Mi padre le respondió que no; pocos clientes, por desgracia. -Bueno; pues entonces aquí me

acomodaré. ¡Eh, tú, compadre! -le gritó al hombre que arrastraba las angarillas-. Atraca aquí y echa una

mano para subir el cofre. Voy a hospedarme unos días -continuó-. Soy hombre llano; ron; tocino y huevos

es todo lo que quiero, y aquella roca de allá arriba, para ver pasar los barcos. ¿Que cuál es mi nombre?

Llamadme capitán. Y, ¡ah!, se me olvidaba, perdona, camarada... -y arrojó tres o cuatro monedas de oro

sobre el umbral-. Ya me avisaréis cuando me haya. comido ese dinero -dijo con la misma voz con que podía

mandar un barco.

Y en verdad, a pesar de su ropa deslucida y sus expresiones indignas, no tenía el aire de un simple marinero,

sino la de un piloto o un patrón, acostumbrado a ser obedecido o a castigar. El hombre que había

portado las angarillas nos dijo que aquella mañana lo vieron apearse de la diligencia delante del «Royal

George» y que allí se había informado de las hosterías abiertas a lo largo de la costa, y supongo que le dieron

buenas referencias de la nuestra, sobre todo lo solitario de su emplazamiento, y por eso la había preferido

para instalarse. Fue lo que supimos de él.

Era un hombre reservado, taciturno. Durante el día vagabundeaba en torno a la ensenada o por los acantilados,

con un catalejo de latón bajo el brazo; y la velada solía pasarla sentado en un rincón junto al fuego,

bebiendo el ron más fuerte con un poco de agua. Casi nunca respondía cuando se le hablaba; sólo erguía la

cabeza y resoplaba por la nariz como un cuerno de niebla; por lo que tanto nosotros como los clientes habituales

pronto aprendimos a no meternos con él. Cada día, al volver de su caminata, preguntaba si había

pasado por el camino algún hombre con aspecto de marino. Al principio pensamos que echaba de menos la

compañía de gente de su condición, pero después caímos en la cuenta de que precisamente lo que trataba

era de esquivarla. Cuando algún marinero entraba en la «Almirante Benbow» (como de tiempo en tiempo

solían hacer los que se encaminaban a Bristol por la carretera de la costa), él espiaba, antes de pasar a la

cocina, por entre las cortinas de la puerta; y siempre permaneció callado como un muerto en presencia de

los forasteros. Yo era el único para quien su comportamiento era explicable, pues, en cierto modo, participaba

de sus alarmas. Un día me había llevado aparte y me prometió cuatro peniques de plata cada primero

de mes, si «tenía el ojo avizor para informarle de la llegada de un marino con una sola pierna». Muchas

veces, al llegar el día convenido y exigirle yo lo pactado, me soltaba un tremendo bufido, mirándome con

tal cólera, que llegabaa inspirarme temor; pero, antes de acabar la semana parecía pensarlo mejor y me daba

mis cuatro peniques y me repetía la orden de estar alerta ante la llegada «del marino con una sola pierna».

No es necesario que diga cómo mis sueños se poblaron con las más terribles imágenes del mutilado. En

noches de borrasca, cuando el viento sacudía hasta las raíces de la casa y la marejada rugía en la cala rompiendo

contra los acantilados, se me aparecía con mil formas distintas y las más diabólicas expresiones.

Unas veces con su pierna cercenada por la rodilla; otras, por la cadera; en ocasiones era un ser monstruoso

de una única pierna que le nacía del centro del tronco. Yo le veía, en la peor de mis pesadillas, correr y perseguirme

saltando estacadas y zanjas. Bien echadas las cuentas, qué caro pagué mis cuatro peniques con tan

espantosas visiones.

Pero, aun aterrado por la imagen de aquel marino con una sola pierna, yo era, de cuantos trataban al capitán,

quizá el que menos miedo le tuviera. En las noches en que bebía mas ron de lo que su cabeza podía

aguantar, cantaba sus viejas canciones marineras, impías y salvajes, ajeno a cuantos lo rodeábamos; en ocaEste

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siones pedía una ronda para todos los presentes y obligaba a la atemorizada clientela a escuchar, llenos de

pánico, sus historias y a corear sus cantos. Cuántas noches sentí estremecerse la casa con su «Ja, ja, ja! ¡Y

...

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