Cuidate Claudia
GTG141216 de Mayo de 2015
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a manera de explicación
A mí la juventud me pasó de largo, como el bus ése, que arranca justo cuando llegamos a la esquina porque el chofer no tiene la menor intención de esperarnos. Al comienzo uno acelera el paso, saca fuerzas del sueño que aún se apodera de los músculos y corre, corre como un loco agitando el brazo porque cree que el conductor se va a apiadar de nuestra tardanza, de nuestra lentitud, de nuestro cansancio precoz y madrugador que nos aconseja quedarnos en la cama, abrigados y protegidos por nuestros sueños, cuando todos los demás se van a esas clases aburridas e interminables en las que se aprenden nombres, fechas, fórmulas y cuentos que con el tiempo suelen convertirse en pesadillas. Uno corre desesperado y no sirve para nada, el bus no se detiene. Luego de varios intentos, queda claro que correr es inútil, que el vehículo nunca parará y que uno o se levanta temprano o está condenado a llegar tarde toda la vida.
Que nadie diga que esto es un lamento, porque ¿quién escribe un libro para lamentarse, para quejarse como si otro tuviera la culpa de nuestro frío, de nuestra flojera o de nuestras tardanzas?, ¿quién le dice a sus amables lectores -voluntarios o compelidos-, en las primeras líneas, así, sin consideración alguna, que su vida fue un paradero vacío con el bus que nunca tomamos perdiéndose a la distancia o, ya sin metáforas, una rutina tediosa y repetitiva que no condujo a ninguna parte? Porque eso de pasar por el mundo sin novedades, sin extremos, sin pasiones, hundido en el gris opaco de lo intrascendente, eso sí que es tedioso, no para uno que lo vive (o que lo sobrevive o que lo sufre), sino para los demás que se han tomado la molestia de comprarse la novela para fisgonear deliciosamente en nuestra existencia (fisgonear, linda palabra, tan exquisita como compelido, búscalas de una vez en el diccionario que puedo apostarte que el profesor de literatura las va a incluir en el examen de "definiciones" que te tomará cuando termines de leerme).
Es sabido que nadie se inmiscuye en las vidas ajenas para que el protagonista le cuente qué desayuna, cómo se viste o cuál es su pasatiempo favorito, todo eso es común y silvestre, vulgar y pedestre (otra fija), es decir, nadie se toma la molestia de leer las páginas de un libro sólo para enterarse de lo que ya sabe A la gente le gusta lo diferente, lo extraño, lo extraordinario, lo que se escapa -por la puerta o por la ventana- de la cárcel formal de lo cotidiano; gusto que se explica porque la rutina aburre, porque es eso que hacemos todos los días, eso que se repite en nuestras vidas y, ¡vaya uno a saber por qué!, nuestras vidas no suelen parecernos interesantes, mientras que lo ajeno nos fascina, nos parece novedoso, nos aleja de la cotidianeidad y de su hartazgo, nos remite al fabuloso mundo de la fantasía, de la imaginación y de los relatos heroicos de nuestra infancia. Si el personaje principal de la novela que estamos leyendo desayuna clavos o se viste con ropas ridículas, con periódicos, con trapos o sencillamente no se viste, si sus pasatiempos son tan variados y gratificantes como atormentar al vecino con gritos obscenos o coleccionar serpientes o arañas o cucarachas, entonces el asunto se pone más interesante y se consigue el sueño de cualquier escritor: la completa atención del lector.
Por eso insisto en que lo del paradero no es un lamento ni es tampoco un lugar común, aunque lo parezca. Allí reside la grandeza de la literatura (o su pretensión): conseguir que algo simple, sencillo y repetitivo, como tomar el bus (o tratar de hacerlo y fallar diariamente en el intento), se convierta en un asunto interesante para quienes se internen en la historia del estudiante que jamás llega a tiempo a clases y que, a partir de esa experiencia, sentirá, percibirá o sabrá, que siempre, siempre, estará moroso en esta vida. Además (y perdóname la franqueza), considero que todo tipo que llega a la conclusión de que su vida fue un paradero al que se llega irremediablemente tarde y no se arroja a los rieles del ferrocarril (si es que el ferrocarril aún pasa por su pueblo), merece ser escuchado o leído. Algo tendrá que decirnos; al menos, eso creo, aunque últimamente mis creencias y la verdad anden ligeramente divorciadas.
Negarse a contarle una historia medianamente llamativa al que tiene claras expectativas de leer un texto que le diga algo interesante de alguien, sería una estafa. Pero, más aún, sería una falta de respeto; sería considerar que quien tiene este libro en sus manos es torpe y no se va a dar cuenta de nada o que arrastra algún complejo (de esos que nacen en la adolescencia) y se va a quedar allí en el asiento, quieto y sin reclamar, cuando la editorial se ha tomado la molestia de colocar en la contra carátula eso de "este es un libro indispensable para los jóvenes". Asumir que, porque los lectores son adolescentes, se les puede avasallar o timar como si fueran ilusos irredentos (¡otra!) o tímidos sin capacidad de protesta es, por decir lo menos, ingenuo (y, por decir lo más, insultante).
(Entre paréntesis -y ésta es una manía que heredé de mi padre que abría paréntesis en sus discursos y paréntesis de paréntesis y sólo conseguía continuar el hilo de sus ideas porque mi madre ejercía el oficio de amorosa apuntadora aunque, claro, ahora sin ella, abuso de las ventajas de la tecnología que me permite escribir mi relato en esta pantalla en la cual voy construyendo la historia que te cuento si extraviarme porque puedo volver sobre mis palabras, mirar líneas arriba y corregir cada vez que me pierdo en medio de mis disquisiciones-; decía que, entre paréntesis, me siento obligado a confesarte, ahora que me has leído algunas páginas y ya que estamos en confianza, que lo que se dice en la contra carátula es parte de un texto que yo mismo le escribí al editor cuando él me llamó por teléfono y me confesó medio desesperado que no sabía qué presentación hacer de este libro que le gustaba pero le confundía y que debía entrar a imprenta "de inmediato". Con esa voz impasible de viejo negociador me dijo, me ordenó, casi gentilmente: "Escríbete un texto vendedor". No vayas a creer que te cuento esto para que te decepciones ni para que te molestes, todo lo contrario, la vida está llena de desengaños y éste no deja de ser uno simplón, sencillo e intrascendente, que te presto como para que te sientas más cómodo. Además, una vez que sabes (y lo sabes porque ese curso ya lo pasaste hace tiempo) que la literatura es "ficción" y que la ficción es la "acción o efecto de fingir" y que fingir es "dar a entender lo que no es cierto" y que eso no es sino un circunloquio delicioso para decir que la literatura es mentira, entonces te vuelves tolerante con los inventos que hacemos nosotros, los escritores, para que tú, mi circunstancial lector, no te aburras. Ahora bien, ese "texto vendedor" que escribí para la contratapa, seguramente fue -acá viene lo más triste, no tanto para ti como para mí que me pasé meses pensando en cada palabra- lo único que leyó tu mamá en la librería antes de comprarte "esta joya que ayudará a su hijo a comprender su propia adolescencia". Claro, la frase tampoco es de ella sino que es, más o menos, lo que le dijo, con entonación profunda de psicólogo de escuela, el encargado de la librería mientras la miraba paternalmente, como quien da su mejor consejo -y acá siguen las decepciones- no porque estuviera convencido de la virtud de la novela -dudo que haya leído este libro con el centenar de títulos nuevos que recibe cada semana- sino porque la curvilínea, coqueta y simpatiquísima promotora de la editorial se lo reveló entusiasta antes de dejarle medio ciento de ejemplares con la esperanza de que tu madre y las madres de todos tus amigos los compraran pronto. De esa manera la librería tiene una buena venta, el vendedor y la promotora hacen bien su trabajo, la editorial se mantiene feliz y yo puedo realizar el milagro de vivir de lo que escribo sin tener que pasarme la existencia corrigiendo los errores y horrores de otros o dictando interminables clases de cualquier materia que no me apasiona. En fin, a toda esta cadena de razones -o excusas o motivos- para que tus padres compren mi libro le llaman marketing y, sí, es un anglicismo, o sea es una de esas palabras extranjeras que no le gustan a tu profesor de literatura que se queja amargamente porque "cada vez hablas peor el idioma del pobre Cervantes"-).
"Este es un libro indispensable para los jóvenes", algo así debieron decirte para que te sientes a leer mi novela y no vayas a hacer cualquier otra cosa más interesante como comerte un pollo a la brasa, escuchar música frenética o salir a dar vueltas por cualquier parte con tus amigos (claro, siempre es posible que te dijeran "lee el libro o no sales", un método poco pedagógico pero altamente motivador, según se ha comprobado). No es imposible tampoco que alguien saliera con esa famosa frase que anuncia que "los libros son tus mejores amigos"; no te sientas mal si la oración no te dice nada, es sólo una frase efectista, un juego de palabras, un malabar, un fuego artificial que intenta llamar tu atención; es una sentencia muy buena, no lo niego, pero no creo que sea verdadera o, al menos, no creo que sea toda la verdad.
Sí, sí, es cierto que la literatura me ha acompañado durante toda la vida y es cierto que es gracias a esa literatura que tú y yo estamos acá tratando de entendernos. También es verdad que un libro jamás te dirá "no tengo tiempo" o "no tengo ganas" o "estoy ocupado" o "no
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