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Darren Shan - The Demonata


Enviado por   •  22 de Septiembre de 2011  •  10.556 Palabras (43 Páginas)  •  613 Visitas

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PROLOGO

El Señor de la Destrucción, quien siembra las penas del mundo

El Señor de la Destrucción, quien propaga el suave dolor de los arboles

En el centro de la telaraña, humildemente el Señor de la Destrucción inclina su cabeza

Sus manos desfiguradas, sus ojos desnudos

Colmilludas serpientes anidadas su alma

Acurrucadas en su interior con la textura del pecado

Y sangrientas, cuajadas hojas como piel

En el centro de la telaraña, El Señor de la Destrucción tormenta a los muertos

Sobre filamentos rojos, El Señor de la Destrucción se arrastra

Dispensando dolor, despreciándolos a todos

Amigos evade, influencia a las personas promedio

La devastación desea, razas aniquila

Bebe lunas, devora soles

Juega con sus pulgares hasta que aparece La Muerte

En el centro de la telaraña, El Señor de la Destrucción es el único que aguanta

1. TRIPAS DE RATA

→Doble clase de Historia un miércoles por la tarde: ¡una pesadilla total! Hace unos minutos, habría dicho que no podía imaginar nada peor en la vida. Pero cuando suena un golpe en la puerta, y se abre, y descubro a mamá fuera, me convenzo de una cosa: en esta vida siempre hay algo peor.

Cuando un padre se presenta inesperadamente en el colegio, significa una de dos: o que alguien próximo a ti ha resultado gravemente herido o muerto, o que estás metido en un lío.

Mi reacción inmediata es: “¡Por favor, que no haya muerto nadie!”. Pienso en papá, en Gret, en mis tíos, tías y primos. Podía ser cualquiera de ellos. Vivito y coleando esta mañana. Ahora, rígido y frío, con la lengua fuera, un pedazo de carne muerta a la espera de ser incinerado o enterrado. Recuerdo el funeral de la yaya. El ataúd abierto. Su piel brillante, tener que darle un beso en la frente, el dolor, las lágrimas. “¡Por favor, que no haya muerto nadie! ¡Por favor! ¡Por favor! ¡Por favor! ¡Por…!”

Entonces veo la cara de mamá, pálida de furia, y sé que está aquí para castigarme, no para consolarme.

Suelto un gemido, pongo los ojos en blanco y murmuro en voz baja:

—¡Que me traigan los cadáveres!

→El despacho del director. Mamá, Mr. Donnellan y yo. Mamá está dando gritos y despotricando acerca de los cigarrillos. Me han visto fumando detrás del cobertizo de las bicis (¡el tópico más viejo del mundo!). Quiere saber si el director es consciente de lo que hacen los alumnos de su colegio.

Siento un poco de lástima por Mr. Donnellan. Tener que sentarse ahí, como si él mismo fuera un colegial, arrastrando los pies y diciendo que no sabía que esto estaba pasando, y que abrirá una investigación, y que pondrá fin rápidamente a esto. ¡Mentira! Por supuesto que lo sabía. Cada colegio tiene una zona de fumadores. Así es la vida. Los profesores no lo aprueban, pero hacen la vista gorda la mayor parte del tiempo. Ciertos chavales fuman: es un hecho. Es más seguro tenerlos fumando en el colegio que saliendo a hurtadillas del recinto durante los recreos y el almuerzo.

Mamá también lo sabe. ¡O debería! Ella fue joven una vez, como me está recordando siempre. Los chavales no eran distintos en su época. Si se parase a pensarlo un minuto, vería qué vergüenza tan grande me está haciendo pasar. No me habría importado que me echara la bronca en casa, pero uno no entra al colegio como Pedro por su casa y empieza a dar órdenes en el despacho del director. Se ha puesto muy borde; mucho.

Pero no puedo decírselo, ¿verdad? No puedo gritarle “¡Eh! ¡Mamá! ¡Nos estás avergonzando a los dos, así que cierra la puta boca!”.

La idea me hace sonreír de satisfacción, y, naturalmente, es entonces cuando mamá hace una brevísima pausa y me pilla.

—¿De qué te ríes? —ruge, y luego, vuelta a empezar: que si me estoy cavando una tumba prematura a base de humo, que si el colegio es responsable, que qué clase de espectáculo freak dirige Mr. Donnellan, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla.

¡BLARRRing!

→Su rimbombante discurso en el colegio no es nada comparado con la bronca que me llevo al llegar a casa. Gritos a pleno pulmón, sin parar.

Va a enviarme fuera, a un internado…, ¡no, a una academia militar! A ver si me gusta tener que levantarme al amanecer todas las mañanas y hacer cien flexiones antes de desayunar. ¿Qué tal suena eso?

—¿Dan desayunos decentes o esa mierda de cereales con yogur? —es mi respuesta, y nada más salir de mi estúpida boca sé que es la equivocada. No es momento para que el famoso Grubbs Grady haga gala de su ingenioso sentido del humor.

Es la señal para que mi enfurecida mamá lance los cohetes. ¿Quién me creo que soy? ¿Sé cuánto se gastan en mí? ¿Y si me expulsan del colegio? Y a continuación el argumento definitivo, al que mamá no recurre muy a menudo, y que, cuando lo hace, sé que significa que me va a caer una buena:

—¡Espera a que tu padre llegue a casa!

→Papá no está tan flipado como mamá, pero no está nada contento. Me dice lo decepcionado que está. Me han advertido muchas veces sobre los peligros que entraña fumar, de cómo destruye los pulmones de la gente y les produce cáncer.

—Fumar es estúpido —dice. Estamos en la cocina (no he salido de allí desde que mamá me trajo temprano del colegio, excepto para ir al baño) —. Es repugnante, antisocial y mortal. ¿Por qué lo haces, Grubbs? Pensaba que tenías más sentido común.

Me encojo de hombros sin decir nada. ¿Qué hay que decir? No están siendo justos. Por supuesto que fumar es estúpido. Por supuesto que produce cáncer. Por supuesto que no debería hacerlo. Pero mis amigos fuman. Es guay. Puedes juntarte con la gente guay en el almuerzo, y hablar de cosas guays. Pero sólo si fumas. No puedes estar en la onda si estás fuera de ella. Y ellos lo saben. Aun así, aquí están, actuando como la Gestapo, pidiéndome explicaciones por mis actos.

—¿Desde cuándo fuma? ¡Eso es lo que quiero saber!

...

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