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EL MUNDO DE SOFIA.


Enviado por   •  10 de Marzo de 2013  •  Síntesis  •  15.461 Palabras (62 Páginas)  •  436 Visitas

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EL MUNDO DE SOFIA

El jardín del Edén

.... al fin y al cabo, algo tuvo que surgir en algún momento de

donde no había nada de nada...

Sofía Amundsen volvía a casa después del instituto. La primera

parte del camino la había hecho en compañía de Jorunn. Habían

hablado de robots. Jorunn opinaba que el cerebro humano era

como un sofisticado ordenador. Sofía no estaba muy segura de

estar de acuerdo. Un ser humano tenía que ser algo más que una

máquina.

Se habían despedido junto al hipermercado Sofía vivía al final de

una gran urbanización de chalets, y su camino al instituto, era casi

el doble que el de Jorunn. Era como si su casa se encontrara en el

fin del mundo, pues más allá de jardín no había ninguna casa más.

Allí comenzaba el espeso bosque.

Giró para meterse por el Camino del Trébol. Al final hacía una

brusca curva que solían llamar Curva del Capitán. Aquí sólo había

gente los sábados y los domingos.

Era uno de los primeros días de mayo. En algunos jardines se veían

tupidas coronas de narcisos bajo los árboles frutales. Los abedules

tenían ya una fina capa de encaje verde.

¡Era curioso ver cómo todo empezaba a crecer y brotar en esta

época del año! ¿Cuál era la causa de que kilos y kilos de esa

materia vegetal verde saliera a chorros de la tierra inanimada en

cuanto las temperaturas subían y desaparecían los últimos restos de

nieve?

Sofía miró el buzón al abrir la verja de su jardín. Solía haber un

montón de cartas de propaganda, además de unos sobres grandes

para su madre. Tenía la costumbre de dejarlo todo en un montón sobre la mesa de la cocina, antes de subir a su habitación para

hacer los deberes.

A su padre le llegaba únicamente alguna que otra carta del banco,

pero no era un padre normal y corriente. El padre de Sofía era

capitán de un gran petrolero y estaba ausente gran parte del año.

Cuando pasaba en casa unas semanas seguidas, se paseaba por ella

haciendo la casa mas acogedora para Sofía y su madre. Por otra

parte, cuando estaba navegando resultaba a menudo muy distante.

Ese día sólo había una pequeña carta en el buzón, y era para Sofía.

«Sofía Amundsen», ponía en el pequeño sobre. «Camino del

Trébol 3. Eso era todo, no ponía quién la enviaba. Ni siquiera tenía

sello.

En cuanto hubo cerrado la puerta de la verja, Sofía abrió el sobre.

Lo único que encontró fue una notita, tan pequeña como el sobre

que la contenía. En la notita ponía: ¿Quién eres?

No ponía nada más. No traía ni saludos ni remitente, sólo esas dos

palabras escritas a mano con grandes interrogaciones.

Volvió a mirar el sobre. Pues sí, la carta era para ella. ¿Pero quién

la había dejado en el buzón?

Sofía se apresuró a sacar la llave y abrir la puerta de la casa pintada

de rojo. Como de costumbre, al gato Sherekan le dio tiempo a salir

de entre los arbustos, dar un salto hasta la escalera y meterse por la

puerta antes de que Sofía tuviera tiempo de cerrarla.

–¡Misi, misi, misi!

Cuando la madre de Sofía estaba de mal humor por alguna razón,

decía a veces que su hogar era como una casa de fieras, en otras

palabras, una colección de animales de distintas clases. Y por

cierto, Sofía estaba muy contenta con la suya. Primero le habían

regalado una pecera con los peces dorados Flequillo de Oro,

Caperucita Roja y Pedro el Negro. Luego tuvo los periquitos Cada

y Pizca, la tortuga Govinda y finalmente el gato atigrado Sherekan.

Había recibido todos estos animales como una especie de

compensación por parte de su madre, que volvía tarde del trabajo, y de su padre, que tanto navegaba por el mundo.

Sofía se quitó la mochila y puso un plato con comida para

Sherekan. Luego se dejó caer sobre una banqueta de la cocina con

la misteriosa carta en la mano.

¿Quién eres?

En realidad no lo sabía. Era Sofía Amundsen, naturalmente, pero

¿quién era eso? Aún no lo había averiguado del todo.

¿Y si se hubiera llamado algo completamente distinto? Anne

Knutsen, por ejemplo. ¿En ese caso, habría sido otra?

De pronto se acordó de que su padre había querido que se llamara

Synnove. Sofía intentaba imaginarse que extendía la mano

presentándose como Synnove Amundsen, pero no, no servía. Todo

el tiempo era otra chica la que se presentaba.

Se puso de pie de un salto y entró en el cuarto de baño con la

extraña carta en la mano. Se coloco delante del espejo, y se miró

fijamente a sí misma.

–Soy Sofía Amundsen –dijo.

La chica del espejo no contestó ni con el más leve gesto. Hiciera lo

que hiciera Sofía, la otra hacia exactamente lo mismo. Sofía

intentaba anticiparse al espejo con un rapidísimo movimiento, pero

la otra era igual de rápida.

–¿Quién eres? –preguntó.

No obtuvo respuesta tampoco ahora, pero durante un breve instante

llegó a dudar de si era ella o la del espejo la que había hecho la

pregunta.

Sofía apretó el dedo índice contra la nariz del espejo y dijo:

–Tú eres yo:

Al no recibir ninguna respuesta, dio la vuelta a la pregunta y dijo:

–Yo soy tu.

Sofía Amundsen no había estado nunca muy contenta con su

aspecto. Le decían a menudo que tenía bonitos ojos almendrados,

pero seguramente se lo dirían porque su nariz era demasiado

pequeña y la boca un poco grande. Además, tenía las orejas

demasiado cerca de los ojos. Lo peor de todo era ese pelo liso que resultaba imposible de arreglar. A veces su padre le acariciaba el

pelo llamándola la muchacha de los cabellos de lino», como la

pieza de música de Claude Debussy. Era fácil para él, que no

estaba condenado a tener ese pelo negro colgando durante toda su

vida. En el pelo de Sofía no servían ni el gel ni el spray.

A veces pensaba que le había tocado un aspecto tan extraño que se

preguntaba si no estaría mal hecha. Por lo menos había oído hablar

a su madre de un parto difícil. ¿Era realmente el parto lo que

decidía el aspecto que uno iba a tener?

¿No resultaba extraño el no saber quien era? ¿No era también

injusto no haber podido decidir su propio aspecto? Simplemente

había surgido así como así. A lo mejor podría elegir a sus amigos,

pero no se había elegido a sí misma. Ni siquiera había elegido ser

un ser humano.

¿Qué era un ser humano?

Sofía volvió a mirar a la chica del espejo.

–Creo que me subo para hacer los deberes de naturales –dijo, como

si quisiera disculparse. Un instante después, se encontraba en la

entrada.

No, prefiero salir al jardín, pensó.

–¡Misi, misi, misi, misi!

Sofía cogió al gato, lo sacó fuera y cerró la puerta tras ella.

Cuando se encontró en el caminito de gravilla con la misteriosa

carta en la mano, tuvo de repente una extraña sensación. Era como

si fuese una muñeca que por arte de magia hubiera cobrado vida.

¿No era extraño estar en el mundo en este momento, poder caminar

como por un maravilloso cuento?

Sherekan saltó ágilmente por la gravilla y se metió entre unos

tupidos arbustos de grosellas. Un gato vivo, desde los bigotes

blancos hasta el rabo juguetón en el extremo de su cuerpo liso.

También él estaba en el jardín, pero seguramente no era consciente

de ello de la misma manera que Sofía.

Conforme Sofía iba pensando en que existía, también le daba por pensar en el hecho de que no se quedaría aquí eternamente.

Estoy en el mundo ahora, pensó. Pero un día habré desaparecido

del todo.

¿Habría alguna vida mas allá de la muerte? El gato ignoraría

también esa cuestión por completo?

La abuela de Sofía había muerto hacía poco. Casi a diario durante

medio año había pensado cuánto la echaba de menos. ¿No era

injusto que la vida tuviera que acabarse alguna vez?

En el camino de gravilla Sofía se quedó pensando. Intentó pensar

intensamente en que existía para de esa forma olvidarse de que no

se quedaría aquí para siempre. Pero resultó imposible. En cuanto se

concentraba en el hecho de que existía, inmediatamente surgía la

idea del fin de la vida. Lo mismo pasaba a la inversa: cuando había

conseguido tener una fuerte sensación de que un día desaparecería

del todo, entendía realmente lo enormemente valiosa que es la

vida. Era como la cara y la cruz de una moneda, una moneda a la

que daba vueltas constantemente. Cuanto más grande y nítida se

veía una de las caras, mayor y más nítida se veía también la otra.

La vida y la muerte eran como dos caras del mismo asunto.

No se puede tener la sensación de existir sin tener también la

sensación de tener que morir, pensó. De la misma manera, resulta

igualmente imposible pensar que uno va a morir, sin pensar al

mismo tiempo en lo fantástico que es vivir.

Sofía se acordó de que su abuela había dicho algo parecido el día

en que el médico le había dicho que estaba enferma. Hasta ahora

no he entendido lo valiosa que es la vida», había dicho.

¿No era triste que la mayoría de la gente tuviera que ponerse

enferma para darse cuenta de lo agradable que es vivir?

¿Necesitarían acaso una carta misteriosa en el buzón?

Quizás debiera mirar si había algo más en el buzón. Sofía corrió

hacia la verja y levantó la tapa verde. Se sobresaltó al descubrir un

sobre idéntico al primero. ¿Se había asegurado de mirar si el buzón

se había quedado vacío del todo la primera vez?

También en este sobre ponía su nombre. Abrió el sobre y sacó una nota igual que la primera.

¿De dónde viene el mundo?, ponía.

No tengo la más remota idea, pensó Sofía. Nadie sabe esas cosas,

supongo. Y sin embargo, Sofía pensó que era una pregunta

justificada. Por primera vez en su vida pensó que casi no tenía

justificación vivir en un mundo sin preguntarse siquiera de dónde

venía ese mundo.

Las cartas misteriosas la habían dejado tan aturdida que decidió ir a

sentarse al Callejón.

El Callejón era el escondite secreto de Sofía. Solo iba allí cuando

estaba muy enfadada, muy triste o muy contenta. Ese día sólo

estaba confundida.

La casa roja estaba dentro de un gran jardín. Y en el jardín había

muchas partes, arbustos de bayas, diferentes frutales, un gran

césped con mecedora e incluso un pequeño cenador que el abuelo

le había construido a la abuela cuando perdió a su primer hijo, a las

pocas semanas de nacer. La pobre pequeña se llamaba Marie. En la

lápida ponía: «La pequeña Marie llegó, nos saludó y se dio la

vuelta.

En un rincón del jardín, detrás de todos los frambuesos, había una

maleza tupida donde no crecían ni flores ni frutales. En realidad,

era un viejo seto que servía de frontera con el gran bosque, pero

nadie lo había cuidado en los últimos veinte años, y se había

convertido en una maleza impenetrable. La abuela había contado

que el seto había dificultado el paso a las zorras que durante la

guerra venían a la caza de las gallinas que andaban sueltas por el

jardín.

Para todos menos para Sofía, el viejo seto resultaba tan inútil como

las jaulas de conejos dentro del jardín. Pero eso era porque no

conocían el secreto de Sofía.

Desde que Sofía podía recordar, había conocido la existencia del

seto. Al atravesarlo encogida, llegaba a un espacio grande y abierto

entre los arbustos. Era como una pequeña cabaña. Podía estar segura de que nadie la encontraría allí.

Sofía se fue corriendo por el jardín con las dos cartas en la mano.

Se tumbó para meterse por el seto. El Callejón era tan grande que

casi podía estar de pie, pero ahora se sentó sobre unas gruesas

raíces. Desde allí podía mirar hacia fuera a través de un par de

minúsculos agujeros entre las ramas y las hojas. Aunque ninguno

de los agujeros era mayor que una moneda de cinco coronas, tenía

una especie de vista panorámica de todo el jardín. De pequeña, le

gustaba observar a sus padres cuando andaban buscándola entre los

árboles.

A Sofía el jardín siempre le había parecido un mundo en sí. Cada

vez que oía hablar del jardín del Edén en el Génesis, se imaginaba

sentada en su Callejón contemplando su propio paraíso.

«¿De dónde viene el mundo?»

Pues no lo sabía. Sofía sabía que la Tierra no era sino un pequeño

planeta en el inmenso universo. ¿Pero de dónde venía el universo?

Podría ser, naturalmente, que el universo hubiera existido siempre;

en ese caso, no sería preciso buscar una respuesta sobre su

procedencia. ¿Pero podía existir algo desde siempre? Había algo

dentro de ella que protestaba contra eso. Todo lo que es, tiene que

haber tenido un principio, ¿no? De modo que el universo tuvo que

haber nacido en algún momento de algo distinto.

Pero si el universo hubiera nacido de repente de otra cosa, entonces

esa otra cosa tendría a su vez que haber nacido de otra cosa. Sofía

entendió que simplemente había aplazado el problema. Al fin y al

cabo, algo tuvo que surgir en algún momento de donde no había

nada de nada. ¿Pero era eso posible? ¿No resultaba eso tan

imposible como pensar que el mundo había existido siempre?

En el colegio aprendían que Dios había creado el mundo, y ahora

Sofía intentó aceptar esa solución al problema como la mejor. Pero

volvió a pensar en lo mismo. Podía aceptar que Dios había creado

el universo, pero y el propio Dios, ¿qué? ¿Se creó él a sí mismo

partiendo de la nada? De nuevo había algo dentro de ella que se

rebelaba. Aunque Dios seguramente pudo haber creado esto y aquello, no habría sabido crearse a si mismo sin tener antes un sí

mismo» con lo que crear. En ese caso, sólo quedaba una

posibilidad: Dios había existido siempre. ¡Pero si ella ya había

rechazado esa posibilidad! Todo lo que existe tiene que haber

tenido un principio.

–¡Caray!

Vuelve a abrir los dos sobres.

¿Quién eres?

¿De dónde viene el mundo?»

¡Qué preguntas tan maliciosas! ¿Y de dónde venían las dos cartas?

Eso era casi igual de misterioso

¿Quién había arrancado a Sofía de lo cotidiano para de repente

ponerla ante los grandes enigmas del universo?

Por tercera vez Sofía se fue al buzón.

El cartero acababa de dejar el correo del día. Sofía recogió un

grueso montón de publicidad, periódicos y un par de cartas para su

madre. También había una postal con la foto de una playa del sur.

Dio la vuelta a la postal. Tenía sellos noruegos y un sello en el que

ponía Batallón de las Naciones Unidas». ¿Sería de su padre? ¿Pero

no estaba en otro sitio? Además, no era su letra.

Sofía notó que se le aceleraba el pulso al leer el nombre del

destinatario: Hilde Moller Knag c/o Sofía Amundsen, Camino del

Trébol 3...”. La dirección era la correcta. La postal decía:

Querida Hilde: Te felicito de todo corazón por tu decimoquinto

cumpleaños. Cómo puedes ver, quiero hacerte un regalo con el que

podrás crecer. Perdóname por enviar la postal a Sofía. Resulta

más fácil así.

Con todo cariño, papá.

Sofía volvió corriendo a la cocina. Sentía como un huracán dentro

de ella.

¿Quién era esa Hilde que cumplía quince años poco más de un mes antes del día en que también ella cumplía quince años?

Sofía cogió la guía telefónica de la entrada. Había muchos Møller

Knag.

Volvió a estudiar la misteriosa postal. Sí, era autentica, con sello y

matasellos.

¿Porqué un padre iba a enviar una felicitación a la dirección de

Sofía cuando estaba clarísimo que iba destinada a otra persona?

¿Qué padre privaría a su hija de la ilusión de recibir una tarjeta de

cumpleaños enviándola a otras señas? ¿Por qué resultaba «más

fácil así»! Y ante todo: ¿cómo encontraría a Hilde?

De esta manera Sofía tuvo otro problema más en que meditar.

Intentó ordenar sus pensamientos de nuevo:

Esa tarde, en el transcurso de un par de horas, se había encontrado

con tres enigmas. Uno era quién había metido los dos sobres

blancos en su buzón. El segundo era aquellas difíciles preguntas

que presentaban esas cartas. El tercer enigma era quien era Hilde

Møller Knag y por qué Sofía había recibido una felicitación de

cumpleaños para aquella chica desconocida. (15)

Estaba segura de que los tres enigmas estaban, de alguna manera,

relacionados entre si, porque justo hasta ese día había tenido una

vida completamente normal.El sombrero de copa

... lo único que necesitamos para convertirnos en buenos

filósofos es la capacidad de asombro...

Sofía dio por sentado que la persona que había escrito las cartas

anónimas volvería a ponerse en contacto con ella. Mientras tanto,

optó por no decir nada a nadie sobre este asunto.

En el instituto le resultaba difícil concentrarse en lo que decía el

profesor; le parecía que sólo hablaba de cosas sin importancia.

¿Porqué no hablaba de lo que es el ser humano, o de lo que es el

mundo y de cual fue su origen?

Tuvo una sensación que jamás había tenido antes: en el instituto y

en todas partes la gente se interesaba solo por cosas más o menos

fortuitas. Pero también había algunas cuestiones grandes y difíciles

cuyo estudio era mucho mas importante que las asignaturas

corrientes del colegio.

¿Conocía alguien las respuestas a preguntas de ese tipo? A Sofía, al

menos, le parecía mas importante pensar en ellas que estudiarse de

memoria los verbos irregulares.

Cuando sonó la campana al terminar la ultima clase, salió tan

deprisa del patio que Jorunn tuvo que correr para alcanzarla.

Al cabo de un rato Jorunn dijo:

–¿Vamos a jugar a las cartas esta tarde?

Sofía se encogió de hombros.

–Creo que ya no me interesa mucho jugar a las cartas.

Jorunn puso una cara como si se hubiese caído la luna.

–¿Ah, no? ¿Quieres que juguemos al badmington?

Sofía mira fijamente al asfalto y luego a su amiga.

–Creo que tampoco me interesa mucho el badmington.

–¡Pues vale!

Sofía detectó una sombra de amargura en la voz de Jorunn.–¿Me podrías decir entonces qué es lo que tan de repente es mucho

más importante?

Sofía negó con la cabeza.

–Es... es un secreto.

–¡Bah! ¡Seguro que te has enamorado!

Anduvieron un buen rato sin decir nada. Cuando llegaron al campo

de fútbol, Jorunn dijo:

–Cruzo por el campo.

«Por el campo.»Ese era el camino más rápido para Jorunn, el que

tomaba sólo cuando tenía que irse rápidamente a casa para llegar a

alguna reunión o al dentista.

Sofía se sentía triste por haber herido a su amiga. ¿Pero qué podría

haberle contestado? ¿Qué de repente le interesaba tanto quién era y

de donde surge el mundo que no tenía tiempo de jugar al

badmington? ¿Lo habría entendido su amiga?

¿Por qué tenía que ser tan difícil interesarse por las cuestiones más

importantes y, de alguna manera, más corrientes de todas?

Al abrir el buzón notó que el corazón le latía más deprisa. Al

principio, solo encontró una carta del banco v unos grandes sobres

amarillos para su madre. ¡Qué pena! Sofía había esperado ansiosa

una nueva carta del remitente desconocido.

Al cerrar la puerta de la verja, descubrió su nombre en uno de los

sobres grandes. Al dorso, por donde se abría, ponía:Curso de

filosofía. Trátese con mucho cuidado .

Sofía corrió por el camino de gravilla y dejó su mochila en la

escalera. Metió las demás cartas bajo el felpudo, salió corriendo al

jardín y buscó refugio en el Callejón. Ahí tenía que abrir el sobre

grande.

Sherekan vino corriendo detrás, pero no importaba. Sofía estaba

segura de que el gato no se chivaría.

En el sobre había tres hojas grandes escritas a maquina y unidas

con un clip. Sofía empezó a leer.¿Qué es la filosofía?

Querida Sofía. Muchas personas tienen distintos hobbies. Unas

coleccionan monedas antiguas o sellos, a otras les gustan las

labores, y otras emplean la mayor parte de su tiempo libre en la

práctica de algún deporte.

A muchas les gusta también la lectura. Pero lo que leemos es

muy variado. Unos leen sólo periódicos o cómics, a algunos les

gustan las novelas, y otros prefieren libros sobre distintos

temas, tales como la astronomía, la fauna o los inventos

tecnológicos.

Aunque a mí me interesen los caballos o las piedras preciosas,

no puedo exigir que todos los demás tengan los mismos

intereses que yo. Si sigo con gran interés todas las emisiones

deportivas en la televisión, tengo que tolerar que otros opinen

que el deporte es aburrido

¿Hay, no obstante, algo que debería interesar a todo el mundo?

¿Existe algo que concierna a todos los seres humanos,

independientemente de quiénes sean o de en qué parte del

mundo vivan? Sí, querida Sofía, hay algunas cuestiones que

deberían interesar a todo el mundo. Sobre esas cuestiones trata

este curso.

¿Qué es lo más importante en la vida? Si preguntamos a una

persona que se encuentra en el límite del hambre, la respuesta

será comida. Si dirigimos la misma pregunta a alguien que tiene

frío, la respuesta será calor. Y si preguntamos a una persona que

se siente sola, la respuesta seguramente será estar con otras

personas.

Pero con todas esas necesidades cubiertas, ¿hay todavía algo que

todo el mundo necesite? Los filósofos opinan que sí. Opinan que

el ser humano no vive sólo de pan. Es evidente que todo el

mundo necesita comer. Todo el mundo necesita también amor y

cuidados. Pero aún hay algo más que todo el mundo necesita.

Necesitamos encontrar una respuesta a quién somos y por qué

vivimos.

Interesarse por el por qué vivimos no es, por lo tanto, un interés

tan fortuito o tan casual como, por ejemplo, coleccionar sellos.

Quien se interesa por cuestiones de ese tipo está preocupado

por algo que ha interesado a los seres humanos desde que viven

en este planeta. El cómo ha nacido el universo, el planeta y la

vida aquí, son preguntas más grandes y más importantes que quién ganó más medallas de oro en los últimos juegos olímpicos

de invierno.

La mejor manera de aproximarse a la filosofía es plantear

algunas preguntas filosóficas:

¿Cómo se creó el mundo? ¿Existe alguna voluntad o intención

detrás de lo que sucede? ¿Hay otra vida después de la muerte?

¿Cómo podemos solucionar problemas de ese tipo? Y, ante todo:

¿cómo debemos vivir?

En todas las épocas, los seres humanos se han hecho preguntas

de este tipo. No se conoce ninguna cultura que no se haya

preocupado por saber quiénes son los seres humanos y de

dónde procede el mundo.

En realidad, no son tantas las preguntas filosóficas que podemos

hacernos. Ya hemos formulado algunas de las más importantes.

No obstante, la historia nos muestra muchas respuestas

diferentes a cada una de las preguntas que nos hemos hecho.

Vemos, pues, que resulta más fácil hacerse preguntas filosóficas

que contestarlas.

También hoy en día cada uno tiene que buscar sus propias

respuestas a esas mismas preguntas. No se puede consultar una

enciclopedia para ver si existe Dios o si hay otra vida después de

la muerte. La enciclopedia tampoco nos proporciona una

respuesta a cómo debemos vivir. No obstante, a la hora de

formar nuestra propia opinión sobre la vida, puede resultar de

gran ayuda leer lo que otros han pensado.

La búsqueda de la verdad que emprenden los filósofos podría

compararse, quizás, con una historia policíaca. Unos opinan que

Andersen es el asesino, otros creen que es Nielsen o Jepsen.

Cuando se trata de un verdadero misterio policíaco, puede que la

policía llegue a descubrirlo algún día. Por otra parte, también

puede ocurrir que nunca lleguen a desvelar el misterio. No

obstante, el misterio sí tiene una solución.

Aunque una pregunta resulte difícil de contestar puede, sin

embargo, pensarse que tiene una, y sólo una respuesta correcta.

O existe una especie de vida después de la muerte, o no existe.

A través de los tiempos, la ciencia ha solucionado muchos

antiguos enigmas. Hace mucho era un gran misterio saber cómo

era la otra cara de la luna. Cuestiones como ésas eran

difícilmente discutibles; la respuesta dependía de la imaginación

de cada uno. Pero, hoy en día, sabemos con exactitud cómo es la

otra cara de la luna. Ya no se puede «creer que hay un hombre en la luna, o que la luna es un queso.

Uno de los viejos filósofos griegos que vivió hace más de dos mil

años pensaba que la filosofía surgió debido al asombro de los

seres humanos. Al ser humano le parece tan extraño existir que

las preguntas filosóficas surgen por sí solas, opinaba él.

Es como cuando contemplamos juegos de magia: no entendemos

cómo puede haber ocurrido lo que hemos visto. Y entonces nos

preguntamos justamente eso: ¿cómo ha podido convertir el

prestidigitador un par de pañuelos de seda blanca en un conejo

vivo?

A muchas personas, el mundo les resulta tan inconcebible como

cuando el prestidigitador saca un conejo de ese sombrero de

copa que hace un momento estaba completamente vacío.

En cuanto al conejo, entendemos que el prestidigitador tiene que

habernos engañado. Lo que nos gustaría desvelar es cómo ha

conseguido engañarnos. Tratándose del mundo, todo es un poco

diferente. Sabemos que el mundo no es trampa ni engaño, pues

nosotros mismos andamos por la Tierra formando una parte del

mismo. En realidad, nosotros somos el conejo blanco que se saca

del sombrero de copa. La diferencia entre nosotros y el conejo

blanco es simplemente que el conejo no tiene sensación de

participar en un juego de magia. Nosotros somos distintos.

Pensamos que participamos en algo misterioso y nos gustaría

desvelar ese misterio.

P. D. En cuanto al conejo blanco, quizás convenga compararlo con

el universo entero. Los que vivimos aquí somos unos bichos

minúsculos que vivimos muy dentro de la piel del conejo. Pero

los filósofos intentan subirse por encima de uno de esos fines

pelillos para mirar a los ojos al gran prestidigitador.

¿Me sigues, Sofía? Continúa.

Sofía estaba agotada. ¿Si le seguía? No recordaba haber respirado

durante toda la lectura.

¿Quién había traído la carta? ¿Quién, quién?

No podía ser la misma persona que había enviado la postal a Hilde

Møller Knag, pues la postal llevaba sello y matasellos. El sobre

amarillo había sido metido directamente en el buzón, igual que los dos sobres blancos.

Sofía miró el reloj. Sólo eran las tres menos cuarto. Faltaban casi

dos horas para que su madre volviera del trabajo.

Sofía salió de nuevo al jardín y se fue corriendo hacia el buzón. ¿Y

si había algo más?

Encontró otro sobre amarillo con su nombre. Miró a su alrededor,

pero no vio a nadie. Se fue corriendo hacia donde empezaba el

bosque y miró fijamente al sendero.

Tampoco ahí se veía un alma.

De repente, le pareció oír el crujido de alguna rama en el interior

del bosque. No estaba totalmente segura, sería imposible, de todos

modos, correr detrás si alguien intentaba escapar.

Sofía se metió en casa de nuevo y dejó la mochila y el correo para

su madre. Subió deprisa a su habitación, sacó la caja grande donde

guardaba las piedras bonitas, las echó al suelo y metió los dos

sobres grandes en la caja. Luego volvió al jardín con la caja en los

brazos. Antes de irse, sacó comida para Sherekan.

De vuelta en el Callejón, abrió el sobre y sacó varias nuevas hojas

escritas a maquina. Empezó a leer.

Un ser extraño

Aquí estoy de nuevo. Como ves, este curso de filosofía llegará en

pequeñas dosis. He aquí unos comentarios más de introducción.

¿Dije ya que lo único que necesitamos para ser buenos filósofos

es la capacidad de asombro? Si no lo dije, lo digo ahora: LO

ÚNICO QUE NECESITAMOS PARA SER BUENOS FILÓSOFOS ES LA

CAPACIDAD DE ASOMBRO.

Todos los niños pequeños tienen esa capacidad. No faltaría más.

Tras unos cuantos meses, salen a una realidad totalmente nueva.

Pero conforme van creciendo, esa capacidad de asombro parece

ir disminuyendo. ¿A qué se debe? ¿Conoce Sofía Amundsen la

respuesta a esta pregunta? Veamos: si un recién nacido pudiera hablar, seguramente diría

algo de ese extraño mundo al que ha llegado. Porque, aunque el

niño no sabe hablar, vemos cómo señala las cosas de su

alrededor y cómo intenta agarrar con curiosidad las cosas de la

habitación.

Cuando empieza a hablar, el niño se para y grita «guau, guau»

cada vez que ve un perro. Vemos cómo da saltos en su cochecito,

agitando los brazos y gritando «guau, guau, guau, guau». Los que

ya tenemos algunos años a lo mejor nos sentimos un poco

agobiados por el entusiasmo del niño. «Sí, sí, es un guau, guau»,

decimos, muy conocedores del mundo, «tienes que estarte

quietecito en el coche». No sentimos el mismo entusiasmo.

Hemos visto perros antes.

Quizás se repita este episodio de gran entusiasmo unas

doscientas veces, antes de que el niño pueda ver pasar un perro

sin perder los estribos. O un elefante o un hipopótamo. Pero

antes de que el niño haya aprendido a hablar bien, y mucho antes

de que aprenda a pensar filosóficamente, el mundo se ha

convertido para él en algo habitual.

¡Una pena, digo yo!

Lo que a mí me preocupa es que tú seas de los que toman el

mundo como algo asentado, querida Sofía. Para asegurarnos,

vamos a hacer un par de experimentos mentales, antes de iniciar

el curso de filosofía propiamente.

Imagínate que un día estás de paseo por el bosque. De pronto

descubres una pequeña nave espacial en el sendero delante de ti.

De la nave espacial sale un pequeño marciano que se queda

parado, mirándote fríamente.

¿Qué habrías pensado tú en un caso así? Bueno, eso no importa,

¿pero se te ha ocurrido alguna vez pensar que tu misma eres una

marciana?

Es cierto que no es muy probable que te vayas a topar con un ser

de otro planeta. Ni siquiera sabemos si hay vida en otros

planetas. Pero puede ocurrir que te topes contigo misma. Puede

que de pronto un día te detengas, y te veas de una manera

completamente nueva. Quizás ocurra precisamente durante un

paseo por el bosque.

Soy un ser extraño, pensarás. Soy un animal misterioso.

Es como si te despertaras de un larguísimo sueño, como la Bella

Durmiente. ¿Quién soy?, te preguntarás. Sabes que gateas por un

planeta en el universo. ¿Pero qué es el universo?

Si llegas a descubrirte a ti misma de ese modo, habrás descubierto algo igual de misterioso que aquel marciano que

mencionamos hace un momento. No sólo has visto un ser del

espacio, sino que sientes desde dentro que tú misma eres un ser

tan misterioso como aquél.

¿Me sigues todavía, Sofía? Hagamos otro experimento mental.

Una mañana, la madre, el padre y el pequeño Tomas, de dos o

tres años, están sentados en la cocina desayunando. La madre se

levanta de la mesa y va hacia la encimera, y entonces el padre

empieza, de repente, a flotar bajo el techo, mientras Tomás se le

queda mirando.

¿Qué crees que dice Tomás en ese momento? Quizás señale a su

papá y diga: «¡Papá está flotando!».

Tomás se sorprendería, naturalmente, pero se sorprende muy a

menudo. Papá hace tantas cosas curiosas que un pequeño vuelo

por encima de la mesa del desayuno no cambia mucho las cosas

para Tomás. Su papá se afeita cada día con una extraña

maquinilla, otras veces trepa hasta el tejado para girar la antena

de la tele, o mete la cabeza en el motor de un coche y la saca

negra.

Ahora le toca a mamá. Ha oído lo que acaba de decir Tomás y se

vuelve decididamente. ¿Cómo reaccionará ella ante el

espectáculo del padre volando libremente por encima de la mesa

de la cocina?

Se le cae instantáneamente el frasco de mermelada al suelo y

grita de espanto. Puede que necesite tratamiento médico cuando

papá haya descendido nuevamente a su silla. (¡Debería saber que

hay que estar sentado cuando se desayuna!)

¿Por qué crees que son tan distintas las reacciones de Tomás y

las de su madre? Tiene que ver con el hábito.

(¡Toma nota de esto!) La madre ha aprendido que los seres

humanos no saben volar. Tomás no lo ha aprendido. El sigue

dudando de lo que se puede y no se puede hacer en este mundo.

¿Pero y el propio mundo, Sofía? ¿Crees que este mundo puede

flotar? ¿También este mundo está volando libremente?

Lo triste es que no sólo nos habituamos a la ley de la gravedad

conforme vamos haciéndonos mayores. Al mismo tiempo, nos

habituamos al mundo tal y como es.

Es como si durante el crecimiento perdiéramos la capacidad de

dejarnos sorprender por el mundo. En ese caso, perdemos algo

esencial, algo que los filósofos intentan volver a despertar en

nosotros. Porque hay algo dentro de nosotros mismos que nos

dice que la vida en sí es un gran enigma. Es algo que hemos sentido incluso mucho antes de aprender a

pensarlo.

Puntualizo: aunque las cuestiones filosóficas conciernen a todo

el mundo, no todo el mundo se convierte en filósofo. Por

diversas razones, la mayoría se aferra tanto a lo cotidiano que el

propio asombro por la vida queda relegado a un segundo plano.

(Se adentran en la piel del conejo, se acomodan y se quedan allí

para el resto de su vida.)

Para los niños, el mundo –y todo lo que hay en él- es algo nuevo,

algo que provoca su asombro. No es así para todos los adultos.

La mayor parte de los adultos ve el mundo como algo muy

normal.

Precisamente en este punto los filósofos constituyen una

honrosa excepción. Un filósofo jamás ha sabido habituarse del

todo al mundo. Para él o ella, el mundo sigue siendo algo

desmesurado, incluso algo enigmático y misterioso.

Por lo tanto, los filósofos y los niños pequeños tienen en común

esa importante capacidad. Se podría decir que un filósofo sigue

siendo tan susceptible como un niño pequeño durante toda la

vida.

De modo que puedes elegir, querida Sofía. ¿Eres una niña

pequeña que aún no ha llegado a ser la perfecta conocedora del

mundo? ¿O eres una filósofa que puede jurar que jamás lo

llegará a conocer?

Si simplemente niegas con la cabeza y no te reconoces ni en el

niño ni en el filósofo, es porque tú también te has habituado

tanto al mundo que te ha dejado de asombrar. En ese caso corres

peligro. Por esa razón recibes este curso de filosofía, es decir,

para asegurarnos. No quiero que tú justamente estés entre los

indolentes e indiferentes. Quiero que vivas una vida despierta.

Recibirás el curso totalmente gratis. Por eso no se te devolverá

ningún dinero si no lo terminas. No obstante, si quieres

interrumpirlo, tienes todo tu derecho a hacerlo. En ese caso,

tendrás que dejarme una señal en el buzón. Una rana viva estaría

bien. Tiene que ser algo verde también; de lo contrario, el cartero

se asustaría demasiado.

Un breve resumen: se puede sacar un conejo blanco de un

sombrero de copa vacío. Dado que se trata de un conejo muy

grande, este truco dura muchos miles de millones de años. En el

extremo de los finos pelillos de su piel nacen todas las criaturas humanas. De esa manera son capaces de asombrarse por el

imposible arte de la magia. Pero conforme se van haciendo

mayores, se adentran cada vez más en la piel del conejo, y allí se

quedan. Están tan a gusto y tan cómodos que no se atreven a

volver a los finos pelillos de la piel. Solo los filósofos emprenden

ese peligroso viaje hacia los límites extremos del idioma y de la

existencia. Algunos de ellos se quedan en el camino, pero otros

se agarran fuertemente a los pelillos de la piel del conejo y

gritan a todos los seres sentados cómodamente muy dentro de la

suave piel del conejo, comiendo y bebiendo estupendamente:

–Damas y caballeros –dicen–. Flotamos en el vacío.

Pero esos seres de dentro de la piel no escuchan a los filósofos.

–¡Ah, qué pesados! –dicen.

Y continúan charlando como antes:

–Dame la mantequilla. ¿Cómo va la bolsa hoy? ¿A cómo están los

tomates? ¿Has oído que Lady Di espera otro hijo?

Cuando la madre de Sofía volvió a casa más tarde, Sofía se

encontraba en un estado de shock. La caja con las cartas del

misterioso filósofo se encontraban bien guardadas en el Callejón.

Sofía había intentado empezar a hacer sus deberes, por lo que se

quedó pensando y meditando sobre lo que había leído.

¡Había tantas cosas en las que nunca había pensado antes! Ya no

era una niña, pero tampoco era del todo adulta.

Sofía entendió que ya había empezado a adentrarse en la espesa

piel de ese conejo que se había sacado del negro sombrero de copa

del universo. Pero el filósofo la había detenido.

–El, –¿o sería ella?– la había agarrado fuertemente y la había

sacado hasta el pelillo de la piel donde había jugado cuando era

niña. Y ahí, en el extremo del pelillo, había vuelto a ver el mundo

como si lo viera por primera vez.

El filósofo la había rescatado; de eso no cabía duda. El

desconocido remitente de cartas la había salvado de la indiferencia

de la vida cotidiana.

Cuando su madre llegó a casa, sobre las cinco de la tarde, Sofía la llevó al salón y la obligó a sentarse en un sillón.

–¿Mama, no te parece extraño vivir? –empezó.

La madre se quedó tan aturdida que no supo qué contestar. Sofía

solía estar haciendo los deberes cuando ella volvía del trabajo.

–Bueno –dijo–. A veces sí.

–¿A veces? Lo que quiero decir es si no te parece extraño que

exista un mundo.

–Pero, Sofía, no debes hablar así.

–¿Por qué no? ¿Entonces, acaso te parece el mundo algo

completamente normal?

–Pues claro que lo es. Por regla general, al menos.

Sofía entendió que el filósofo tenía razón. Para los adultos, el

mundo era algo asentado. Se habían metido de una vez por todas

en el sueño cotidiano de la Bella Durmiente.

–¡Bah! Simplemente estás tan habituada al mundo que te ha dejado

de asombrar –dijo.

–¿Qué dices?

–Digo que estás demasiado habituada al mundo. Completamente

atrofiada, vamos.

–Sofía, no te permito que me hables así.

–Entonces, lo diré de otra manera. Te has acomodado bien dentro

de la piel de ese conejo que acaba de ser sacado del negro

sombrero de copa del universo. Y ahora pondrás las patatas a

cocer, y luego leerás el periódico, y después de media hora de

siesta verás el telediario.

El rostro de la madre adquirió un aire de preocupación. Como

estaba previsto, se fue a la cocina a poner las patatas a hervir. Al

cabo de un rato, volvió a la sala de estar y ahora fue ella la que

empujó a Sofía hacia un sillón.

–Tengo que hablar contigo sobre un asunto –empezó a decir.

Por el tono de su voz, Sofía entendió que se trataba de algo serio.

–¿No te habrás metido en algo de drogas, hija mía?

Sofía se echó a reír, pero entendió por que esta pregunta había

surgido exactamente en esta situación.–¡Estas loca! –dijo–. Las drogas te atrofian aún mas. Y no se dijo

nada más aquella tarde, ni sobre drogas, ni sobre el conejo blanco. Los mitos

... un delicado equilibrio de poder entre las fuerzas del bien y

del mal...

A la mañana siguiente, no había ninguna carta para Sofía en el

buzón. Pasó aburrida el largo día en el instituto, procurando ser

muy amable con Jorunn en los recreos. En el camino hacia casa,

comenzaron a hacer planes para una excursión con tienda de

campaña en cuanto se secara el bosque.

De nuevo se encontró delante del buzón. Primero abrió una carta

que llevaba un matasellos de México. Era una postal de su padre en

la que decía que tenía muchas ganas de ir a casa, y que había

ganado al Piloto jefe al ajedrez por primera vez. Y también que

casi había terminado los veinte kilos de libros que se había llevado

a bordo después de las vacaciones de invierno.

Y había, además, un sobre amarillo con el nombre de Sofía escrito.

Abrió la puerta de la casa y dejó dentro la cartera y el correo, antes

de irse corriendo al Callejón. Sacó nuevas hojas escritas a máquina

y comenzó a leer.

La visión mítica del mundo

¡Hola, Sofía! Tenemos mucho que hacer, de modo que empecemos

ya.

Por filosofía entendemos una manera de pensar totalmente

nueva que surgió en Grecia alrededor del año600 antes de Cristo.

Hasta entonces, habían sido las distintas religiones las que

habían dado a la gente las respuestas a todas esas preguntas

que se hacían. Estas explicaciones religiosas se transmitieron de

generación en generación a través de los mitos.

Un mito es un relato sobre dioses, un relato que pretende explicar el principio de la vida.

Por todo el mundo ha surgido, en el transcurso de los milenios,

una enorme flora de explicaciones míticas a las cuestiones

filosóficas. Los filósofos griegos intentaron enseñar a los seres

humanos que no debían fiarse de tales explicaciones.

Para poder entender la manera de pensar de los primeros

filósofos, necesitamos comprender lo que quiere decir tener una

visión mítica del mundo. Utilizaremos como ejemplos algunas

ideas de la mitología nórdica; no hace falta cruzar el río para

coger agua.

Seguramente habrás oído hablar de Tor y su martillo.

Antes de que el cristianismo llegara a Noruega, la gente creía que

Tor viajaba por el cielo en un carro tirado por dos machos

cabríos.

Cuando agitaba su martillo, había truenos y rayos.

La palabra noruega «torden» (truenos) significa precisamente

eso, «ruidos de Tor».

Cuando hay rayos y truenos, también suele llover. La lluvia tenía

una importancia vital para los agricultores en la época vikinga;

por eso Tor fue adorado como el dios de la fertilidad.

Es decir: la respuesta mítica a por que llueve, era que Tor agitaba

su martillo; y, cuando llovía, todo crecía bien en el campo.

Resultaba en sí incomprensible cómo las plantas en el campo

crecían y daban frutos, pero los agricultores intuían que tenía

que ver con la lluvia. Y, además, todos creían que la lluvia tenía

algo que ver con Tor, lo que le convirtió en uno de los dioses

más importantes del Norte.

Tor también era importante en otro contexto, en un contexto que

tenía que ver con todo el concepto del mundo.

Los vikingos se imaginaban que el mundo habitado era una isla

constantemente amenazada por peligros externos. A esa parte

del mundo la llamaban Midgard (el patio en el medio), es decir, el

reino situado en el medio. En Midgard se encontraba además

Asgard (el patio de los dioses), que era el hogar de los dioses.

Fuera de Midgard estaba Urgard (el patio de fuera), es decir, el

reino que se encontraba fuera. Aquí vivían los peligrosos trolls

(gigantes), que constantemente intentaban destruir el mundo

mediante astutos trucos.

A esos monstruos malvados se les suele llamar “fuerzas del

caos”. Tanto en la religión nórdica como en la mayor parte de

otras culturas, los seres humanos tenían la sensación de que

había un delicado equilibrio de poder entre las fuerzas del bien y del mal.

Los trolls podían destruir Midgard raptando a la diosa de la

fertilidad, Freya. Si lo lograban, en los campos no crecería nada y

las mujeres no darían a luz. Por eso era tan importante que los

dioses buenos pudieran mantenerlos en jaque.

También en este sentido Tor jugaba un papel importante. Su

martillo no sólo traía la lluvia, sino que también era un arma

importante en la lucha contra las fuerzas peligrosas. El martillo

le daba un poder casi ilimitado. Por ejemplo, podía echarlo tras

los trolls y matarlos. Y además, no tenía que tener miedo de

perderlo, porque funcionaba como un bumerán, y siempre volvía

a él.

He aquí la explicación mítica de cómo se mantiene la naturaleza,

y cómo se libra una constante lucha entre el bien y el mal. Y esas

explicaciones míticas eran precisamente las que los filósofos

rechazaban.

Pero no se trataba únicamente de explicaciones. La gente no

podía quedarse sentada de brazos cruzados esperando a que

interviniesen los dioses cuando amenazaban las desgracias –

tales como sequías o epidemias–. Las personas tenían que tomar

parte activa en la lucha contra el mal. Esta participación se

llevaba a cabo mediante distintos actos religiosos o ritos.

El acto religioso más importante en la época de la antigua

Noruega era el sacrificio, que se hacía con el fin de aumentar el

poder del dios. Los seres humanos tenían que hacer sacrificios a

los dioses para que éstos reuniesen fuerzas suficientes para

combatir a las fuerzas del caos. Esto se conseguía, por ejemplo,

mediante el sacrificio de un animal al dios en cuestión. Era

bastante corriente sacrificar machos cabríos a Tor. En lo que se

refiere a Odín, también se sacrificaban seres humanos.

El mito más conocido en Noruega lo conocemos por el poema

«Trymskvida» (La canción sobre Trym).

En él se cuenta que Tor se quedó dormido y que, cuando se

despertó, su martillo había desaparecido. Se enfureció tanto que

las manos le temblaban y la barba le vibraba. Acompañado por

su amigo Loke fue a preguntar a Freya si le dejaba sus alas para

que éste pudiera volar hasta Jotunheimen (el hogar de los

gigantes), con el fin de averiguar si eran los trolls los que le

habían robado el martillo. Allí Loke se encuentra con Trym, el rey

de los gigantes, que, en efecto, empieza a presumir de haber

robado el martillo y de haberlo escondido a ocho millas bajo tierra. Y añade que no devolverá el martillo hasta que no logre

casarse con Freya.

¿Me sigues, Sofía? Los dioses buenos se encuentran de repente

ante un dramático secuestro: los trolls se han apoderado de su

arma defensiva más importante, lo que da lugar a una situación

insostenible. Mientras los trolls tengan en su poder el martillo de

Tor, tienen el poder total sobre el mundo de los dioses y de los

humanos. Y a cambio del martillo exigen a Freya. Pero tal

intercambio resulta igual de imposible: si los dioses tienen que

desprenderse de su diosa de la fertilidad, la que vela por todo lo

que es vida, la hierba en el campo se marchitará y los dioses y

los humanos morirán. Es decir, la situación no tiene salida. Si te

imaginas un grupo de terroristas amenazando con hacer explotar

una bomba atómica en el centro de París o de Londres, si no se

cumplen sus peligrosísimas exigencias, entiendes muy bien esta

historia.

El mito cuenta que Loke vuelve a Asgard, donde pide a Freya que

se vista de novia, porque hay que casarla con los trolls.

Desgraciadamente, Freya se enfada y dice que la gente pensará

que está loca por los hombres si accede a casarse con un troll.

Entonces al dios Heimdal se le ocurre una excelente idea. Sugiere

que disfracen a Tor de novia. Podrán atarle el pelo y ponerle

piedras en el pecho para que parezca una mujer. Evidentemente

a Tor no le hace muy feliz esta propuesta, pero entiende

finalmente que la única posibilidad que tienen los dioses de

recuperar el martillo es seguir el consejo de Heimdal.

Al final, Tor se viste de novia. Loke le va a acompañar como

dama de honor. «Vayamos las dos mujeres a Jotunheimen», dice

Loke.

Si prefieres un idioma más moderno, diríamos que Tor y Loke

son los «policías antiterroristas» de los dioses. Disfrazados de

mujeres deben meterse en el baluarte de los trolls para

recuperar el martillo de Tor.

En cuanto llegan a Jotunheimen, los trolls empiezan los

preparativos de la boda. Pero, durante la fiesta nupcial, la novia –

es decir Tor–, se come un buey entero y ocho salmones. También

se bebe tres barriles de cerveza. A Trym le extraña, y los

«soldados del comando» disfrazados están a punto de ser

descubiertos. Pero Loke consigue escapar de la peligrosa

situación. Dice que Freya no ha comido en ocho noches por la

enorme ilusión que le hacía ir a Jotunheimen.

Trym levanta el velo para besar a la novia, pero da un salto del susto, al mirar dentro de los agudos ojos de Tor. También esta

vez es Loke el que salva la situación. Dice que la novia no ha

dormido en ocho noches por la enorme ilusión que le hacía la

boda. Entonces Trym ordena que se traiga el martillo y que se

ponga sobre las piernas de la novia, durante la ceremonia de la

boda.

Se cuenta que Tor se echó a reír cuando le llevaron su martillo.

Primero mató con él a Trym, y luego a toda la estirpe de los

gigantes. Y así el siniestro secuestro tuvo un final feliz.

Una vez más, Tor –el Batman o el James Bond de los dioses- había

vencido a las fuerzas del mal.

Hasta ahí el propio mito, Sofía. ¿Pero qué significa en realidad?

No creo que se haya inventado sólo por gusto. Con este mito se

pretende dar una explicación a algo. Ese algo podría ser lo

siguiente: cuando había sequías en el país, la gente necesitaba

una explicación de por qué no llovía. ¿Sería acaso porque los

dioses habían robado el martillo de Tor?

El mito puede querer dar también una explicación a los cambios

de estación del año: en invierno, la naturaleza muere porque el

martillo de Tor está en Jotunheimen. Pero, en primavera,

consigue recuperarlo. Así pues, el mito intenta dar a los seres

humanos respuestas a algo que no entienden.

Pero habría algo que explicar además del mito. A menudo, los

seres humanos realizaron distintos actos religiosos relacionados

con el mito. Podemos imaginarnos que la respuesta de los

humanos a sequías o a malos años sería representar el drama

que describía el mito. Quizá disfrazaban de novia a algún

hombre del pueblo –con piedras en lugar de pechos- para

recuperar el martillo que los trolls habían robado. De esta

manera, los seres humanos podían contribuir a que lloviera y a

que el grano creciera en el campo.

Conocemos muchos ejemplos de otras partes del mundo en los

que los seres humanos dramatizaban un «mito de estaciones»,

con el fin de acelerar los procesos de la naturaleza.

Sólo hemos echado un brevísimo vistazo al mundo de la

mitología nórdica. Existe un sinfín de mitos sobre Tor y Odín,

Frey y Freya, Hoder y Balder, y muchísimos otros dioses. Ideas

mitológicas de este tipo florecían por el mundo entero antes de

que los filósofos comenzaran a hurgar en ellas.

También los griegos tenían su visión mítica del mundo cuando

surgió la primera filosofía. Durante siglos, habían hablado de los dioses de generación en generación.

En Grecia los dioses se llamaban Zeus y Apolo, Hera y Atenea,

Dionisio y Asclepio, Heracles y Hefesto, por nombrar algunos.

Alrededor del año 700 a. de C., gran parte de los mitos griegos

fueron plasmados por escrito por Homero y Hesíodo.

Con esto se creó una nueva situación. Al tener escritos los mitos,

se hizo posible discutirlos.

Los primeros filósofos griegos criticaron la mitología de Homero

sólo porque los dioses se parecían mucho a los seres humanos y

porque eran igual de egoístas y de poco fiar que nosotros. Por

primera vez se dijo que quizás los mitos no fueran más que

imaginaciones humanas.

Encontramos un ejemplo de esta crítica de los mitos en el

filósofo Jenófanes, (41) que nació en el 570 a. de C. «Los seres

humanos se han creado dioses a su propia imagen», decía.

«Creen que los dioses han nacido y que tienen cuerpo, vestidos e

idioma como nosotros. Los negros piensan que los dioses son

negros y chatos, los tracios los imaginan rubios y con ojos

azules. Incluso si los bueyes, caballos y leones hubiesen sabido

pintar, habrían representado dioses con aspecto de bueyes,

caballos y leones!»

Precisamente en esa época, los griegos fundaron una serie de

ciudades-estado (42) en Grecia y en las colonias griegas del sur

de Italia y en Eurasia. En estos lugares los esclavos hacían todo

el trabajo físico, y los ciudadanos libres podían dedicar su

tiempo a la política y a la vida cultural.

En estos ambientes urbanos evolucionó la manera de pensar de

la gente. Un solo individuo podía, por cuenta propia, plantear

cuestiones sobre cómo debería organizarse la sociedad. De esta

manera, el individuo también podía hacer preguntas filosóficas

sin tener que recurrir a los mitos heredados.

Decimos que tuvo lugar una evolución de una manera de pensar

mítica a un razonamiento basado en la experiencia y la razón. El

objetivo de los primeros filósofos era buscar explicaciones

naturales a los procesos de la naturaleza.

Sofía dio vueltas por el amplio jardín. Intentó olvidarse de todo lo

que había aprendido en el instituto. Especialmente importante era

olvidarse de lo que había leído en los libros de ciencias naturales.

Si se hubiera criado en ese jardín, sin saber nada sobre la

naturaleza, ¿cómo habría vivido ella entonces la primavera?¿Habría intentado inventar una especie de explicación a por qué de

pronto un día comenzaba a llover? ¿Habría imaginado una especie

de razonamiento de cómo desaparecía la nieve y el sol iba

subiendo en el horizonte?

Sí, de eso estaba totalmente segura, y empezó a inventar e imaginar.

El invierno había sido como una garra congelada sobre el país

debido a que el malvado Muriat se había llevado presa a una fría

cárcel a la hermosa princesa Sikita. Pero, una mañana, llegó el

apuesto príncipe Bravato a rescatarla. Entonces Sikita se puso tan

contenta que comenzó a bailar por los campos, cantando una

canción que había compuesto mientras estaba en la fría cárcel.

Entonces la tierra y los árboles se emocionaron tanto que la nieve

se convirtió en lágrimas. Pero luego salió el sol y secó todas las

lagrimas. Los pájaros imitaron la canción de Sikita y, cuando la

hermosa princesa soltó su pelo dorado, algunos rizos cayeron al

suelo, donde se convirtieron en lirios del campo.

A Sofía le pareció que acababa de inventarse una hermosa historia.

Si no hubiera tenido conocimiento de otra explicación para el

cambio de las estaciones, habría acabado por creerse la historia que

se había inventado.

Comprendió que los seres humanos quizás hubieran necesitado

siempre encontrar explicaciones a los procesos de la naturaleza. A

lo mejor la gente no podía vivir sin tales explicaciones. Y entonces

inventaron todos los mitos en aquellos tiempos en que no había

ninguna ciencia.

Los filósofos de la naturaleza

... nada puede surgir de la nada...

Cuando su madre volvió del trabajo aquella tarde, Sofía estaba

sentada en el balancín del jardín, meditando sobre la posible

relación entre el curso de filosofía y esa Hilde Møller Knag que no

recibiría ninguna felicitación de su padre en el día de su

cumpleaños.

–¡Sofía! –la llamó su madre desde lejos–. ¡Ha llegado una carta

para ti!

El corazón le dio un vuelco. Ella misma había recogido el correo,

de modo que esa carta tenía que ser del filósofo. ¿Qué le podía

decir a su madre?

Se levantó lentamente del balancín y se acercó a ella.

–No lleva sello. A lo mejor es una carta de amor.

Sofía cogió la carta.

–¿No la vas a abrir?

¿Que podía decir?

–¿Has visto alguna vez a alguien abrir sus cartas de amor delante

de su madre?

Mejor que pensara que ésa era la explicación. Le daba muchísima

vergüenza, porque era muy joven para recibir cartas de amor, pero

le daría aún más vergüenza que se supiera que estaba recibiendo un

curso completo de filosofía por correspondencia, de un filósofo

totalmente desconocido y que incluso jugaba con ella al escondite.

Era uno de esos pequeños sobres blancos. En su habitación, Sofía

leyó tres nuevas preguntas escritas en la nota dentro del sobre:

¿Existe una materia primaria de la que todo lo demás está

hecho?¿El agua puede convertirse en vino?

¿Cómo pueden la tierra y el agua convertirse en una rana?

A Sofía estas preguntas le parecieron bastante chifladas, pero las

estuvo dando vueltas durante toda la tarde. También al día

siguiente, en el instituto, volvió a meditar sobre ellas, una por una.

¿Existiría una materia primaria,, de la que estaba hecho todo lo

demás? Pero si existiera una materia de la que estaba hecho todo el

mundo, ¿cómo podía esta materia única convertirse de pronto en

una flor o, por que no, en un elefante?

La misma objeción era válida para la pregunta de si el agua podía

convertirse en vino. Sofía había oído el relato de Jesús, que

convirtió el agua en vino, pero nunca lo había entendido

literalmente. Y si Jesús verdaderamente hubiese hecho vino del

agua se trataría más bien de un milagro y no de algo que fuera

realmente posible. Sofía era consciente de que tanto el vino como

casi todo el resto de la naturaleza contiene mucha agua. Pero

aunque un pepino contuviera un 95% de agua, tendría que contener

también alguna otra cosa para ser precisamente un pepino y no sólo

agua.

Luego estaba lo de la rana. Le llamaba la atención que su profesor

de filosofía se interesara tanto por las ranas. Sofía podía estar de

acuerdo en que una rana estuviese compuesta de tierra y agua, pero

la tierra no podía estar compuesta entonces por una sola sustancia.

Si la tierra estuviera compuesta por muchas materias distintas,

podría evidentemente pensarse que tierra y agua conjugadas

pudieran convertirse en rana; siempre y cuando la tierra y el agua

pasaran por el proceso del huevo de rana y del renacuajo, porque

una rana no puede crecer así como así en una huerta, por mucho

esmero que ponga el horticultor al regarla.

Al volver del instituto aquel día, Sofía se encontró con otro sobre

para ella en el buzón. Se refugió en el Callejón, como lo había

hecho los días anteriores.El proyecto de los filósofos

¡Ahí estás de nuevo! Pasemos directamente a la lección de hoy,

sin pasar por conejos blancos y cosas así.

Te contaré a grandes rasgos cómo han meditado los seres

humanos sobre las preguntas filosóficas desde la antigüedad

griega hasta hoy. Pero todo llegará a su debido tiempo.

Debido a que esos filósofos vivieron en otros tiempos y quizás

en una cultura totalmente diferente a la nuestra, resulta a

menudo práctico averiguar cuál fue el proyecto de cada uno. Con

ello quiero decir que debemos intentar captar qué es lo que

precisamente ese filósofo tiene tanto interés en solucionar. Un

filósofo puede interesarse por el origen de las plantas y los

animales. Otro puede querer averiguar si existe un dios o si el

ser humano tiene un alma inmortal.

Cuando logremos extraer cuál es el «proyecto, de un

determinado filósofo, resultará más fácil seguir su manera de

pensar. Pues un solo filósofo no está obsesionado por todas las

preguntas filosóficas.

Siempre digo «él», cuando hablo de los filósofos, y eso se debe a

que la historia de la filosofía está marcada por los hombres, ya

que a la mujer se la ha reprimido como ser pensante debido a su

sexo. Es una pena porque, con ello, se ha perdido una serie de

experiencias importantes. Hasta nuestro propio siglo, la mujer no

ha entrado de lleno en la historia de la filosofía.

No te pondré deberes, al menos no complicados ejercicios de

matemáticas. En este momento, la conjugación de los verbos

ingleses está totalmente fuera del ámbito de mi interés. Pero de

vez en cuando, te pondré un pequeño ejercicio de alumno.

Si aceptas estas condiciones, podemos ponernos en marcha.

Los filósofos de la naturaleza

A los primeros filósofos de Grecia se les suele llamar «filósofos

de la naturaleza» porque, ante todo, se interesaban por la

naturaleza y por sus procesos.

Ya nos hemos preguntado de dónde procedemos. Muchas

personas hoy en día se imaginan más o menos que algo habrá surgido, en algún memento, de la nada. Esta idea no era tan

corriente entre los griegos.

Por alguna razón daban por sentado que ese «algo» había

existido siempre.

Vemos, pues, que la gran pregunta no era cómo todo pudo surgir

de la nada. Los griegos se preguntaban, más bien, cómo era

posible que el agua se convirtiera en peces vivos y la tierra

inerte en grandes árboles o en flores de colores encendidos. ¡Por

no hablar de cómo un niño puede ser concebido en el seno de su

madre!

Los filósofos veían con sus propios ojos cómo constantemente

ocurrían cambios en la naturaleza. ¿Pero cómo podían ser

posibles tales cambios? ¿Cómo podía algo pasar de ser una

sustancia para convertirse en algo completamente distinto, en

vida, por ejemplo?

Los primeros filósofos tenían en común la creencia de que existía

una materia primaria, que era el origen de todos los cambios. No

resulta fácil saber cómo llegaron a esa conclusión, sólo sabemos

que iba surgiendo la idea de que tenía que haber una sola

materia primaria que, más o menos, fuese el origen de todos los

cambios sucedidos en la naturaleza. Tenía que haber «algo» de lo

que todo procedía y a lo que todo volvía.

Lo más interesante para nosotros no es saber cuáles fueron las

respuestas a las que llegaron esos primeros filósofos, sino qué

preguntas se hacían y qué tipo de respuestas buscaban. Nos

interesa más el como pensaban que precisamente lo que

pensaban.

Podemos constatar que hacían preguntas sobre cambios visibles

en la naturaleza. Intentaron buscar algunas leyes naturales

constantes. Querían entender los sucesos de la naturaleza sin

tener que recurrir a los mitos tradicionales. Ante todo, intentaron

entender los procesos de la naturaleza estudiando la misma

naturaleza. ¡Es algo muy distinto a explicar los relámpagos y los

truenos, el invierno y la primavera con referencias a sucesos

mitológicos!

De esta manera, la filosofía se independizó de la religión.

Podemos decir que los filósofos de la naturaleza dieron los

primeros pasos hacia una manera científica de pensar,

desencadenando todas las ciencias naturales posteriores.

La mayor parte de lo que dijeron y escribieron los filósofos de la

naturaleza se perdió para la posteridad. Lo poco que conocemos

lo encontramos en los escritos de Aristóteles, que vivió un par de siglos después de los primeros filósofos. Aristóteles sólo se

refiere a los resultados a que llegaron los filósofos que le

precedieron, lo que significa que no podemos saber siempre

cómo llegaron a sus conclusiones. Pero sabemos suficiente como

para constatar que el proyecto de los primeros filósofos griegos

abarcaba preguntas en torno a la materia primaria y a los

cambios en la naturaleza.

Tres filósofos de Mileto

El primer filósofo del que oímos hablar es Tales, de la colonia de

Mileto, en Asia Menor. Viajó mucho por el mundo. Se cuenta de él

que midió la altura de una pirámide en Egipto, teniendo en

cuenta la sombra de la misma, en el momento en que su propia

sombra medía exactamente lo mismo que él. También se dice

que supo predecir mediante cálculos matemáticos un eclipse

solar en el año 585 antes de Cristo.

Tales opinaba que el agua es el origen de todas las cosas. No

sabemos exactamente lo que quería decir con eso. Quizás

opinara que toda clase de vida tiene su origen en el agua, y que

toda clase de vida vuelve a convertirse en agua cuando se

disuelve.

Estando en Egipto, es muy probable que viera cómo todo crecía

en cuanto las aguas del Nilo se retiraban de las regiones de su

delta. Quizás también viera cómo, tras la lluvia, iban apareciendo

ranas y gusanos.

Además, es probable que Tales se preguntara cómo el agua

puede convertirse en hielo y vapor, y luego volver a ser agua de

nuevo.

Al parecer, Tales también dijo que «todo está lleno de dioses».

También sobre este particular sólo podemos hacer conjeturas en

cuanto a lo que quiso decir. Quizás se refiriese a cómo la tierra

negra pudiera ser el origen de todo, desde flores y cereales hasta

cucarachas y otros insectos, y se imaginase que la tierra estaba

llena de pequeños e invisibles «gérmenes» de vida. De lo que sí

podemos estar seguros, al menos, es de que no estaba pensando

en los dioses de Homero.

El siguiente filósofo del que se nos habla es de Anaximandro,

que también vivió en Mileto. Pensaba que nuestro mundo

simplemente es uno de los muchos mundos que nacen y perecen en algo que él llamó «lo Indefinido». No es fácil saber lo que él

entendía por «lo Indefinido», pero parece claro que no se

imaginaba una sustancia conocida, como Tales. Quizás fuera de

la opinión de que aquello de lo que se ha creado todo,

precisamente tiene que ser distinto a lo creado. En ese caso, la

materia primaria no podía ser algo tan normal como el agua, sino

algo «indefinido».

Un tercer filósofo de Mileto fue Anaxímenes (aprox. 570-526 a. de

C.) que opinaba que el origen de todo era el aire o la niebla.

Es evidente que Anaxímenes había conocido la teoría de Tales

sobre el agua. ¿Pero de dónde viene el agua? Anaxímenes

opinaba que el agua tenía que ser aire condensado, pues vemos

cómo el agua surge del aire cuando llueve. Y cuando el agua se

condensa aún más, se convierte en tierra, pensaba él. Quizás

había observado cómo la tierra y la arena provenían del hielo que

se derretía. Asimismo pensaba que el fuego tenía que ser aire

diluido. Según Anaxímenes, tanto la tierra como el agua y el

fuego, tenían como origen el aire.

No es largo el camino desde la tierra y el agua hasta las plantas

en el campo. Quizás pensaba Anaxímenes que para que surgiera

vida, tendría que haber tierra, aire, fuego y agua. Pero el punto de

partida en sí eran «el aire» o «la niebla». Esto significa que

compartía con Tales la idea de que tiene que haber una materia

primaria, que constituye la base de todos los cambios que

suceden en la naturaleza.

Nada puede surgir de la nada

Los tres filósofos de Mileto pensaban que tenía que haber una –y

quizás sólo una- materia primaria de la que estaba hecho todo lo

demás. ¿Pero cómo era posible que una materia se alterara de

repente para convertirse en algo completamente distinto? A este

problema lo podemos llamar problema del cambio.

Desde aproximadamente el año 500 a. de C. vivieron unos

filósofos en la colonia griega de Elea en el sur de Italia, y estos

eleatos se preocuparon por cuestiones de ese tipo. El más

conocido era Parménides (aprox. 510-470 a. de C). (14)

Parménides pensaba que todo lo que hay ha existido siempre, lo

que era una idea muy corriente entre los griegos. Daban más o

menos por sentado que todo lo que existe en el mundo es eterno. Nada puede surgir de la nada, pensaba Parménides. Y algo que

existe, tampoco se puede convertir en nada.

Pero Parménides fue más lejos que la mayoría. Pensaba que

ningún verdadero cambio era posible. No hay nada que se pueda

convertir en algo diferente a lo que es exactamente.

Desde luego que Parménides sabía que precisamente la

naturaleza muestra cambios constantes. Con los sentidos

observaba cómo cambiaban las cosas, pero esto no concordaba

con lo que le decía la razón. No obstante, cuando se vio forzado a

elegir entre fiarse de sus sentidos o de su razón, optó por la

razón.

Conocemos la expresión: «Si no lo veo, no lo creo». Pero

Parménides no lo creía ni siquiera cuando lo veía. Pensaba que

los sentidos nos ofrecen una imagen errónea del mundo, una

imagen que no concuerda con la razón de los seres humanos.

Como filósofo, consideraba que era su obligación descubrir toda

clase de «ilusiones».

Esta fuerte fe en la razón humana se llama racionalismo. Un

racionalista es el que tiene una gran fe en la razón de las

personas como fuente de sus conocimientos sobre el mundo.

Todo fluye

Al mismo tiempo que Parménides, vivió Heráclito (aprox. 540-480

a. de C.) de Éfeso en Asia Menor. Él pensaba que precisamente

los cambios constantes eran los rasgos más básicos de la

naturaleza. Podríamos decir que Heráclito tenía más fe en lo que

le decían sus sentidos que Parménides.

«Todo fluye», dijo Heráclito. Todo está en movimiento y nada

dura eternamente. Por eso no podemos «descender dos veces al

mismo río», pues cuando desciendo al río por segunda vez, ni yo

ni el río somos los mismos.

Heráclito también señaló el hecho de que el mundo está

caracterizado por constantes contradicciones. Si no estuviéramos

nunca enfermos, no entenderíamos lo que significa estar sano. Si

no tuviéramos nunca hambre, no sabríamos apreciar estar

saciados. Si no hubiera nunca guerra, no sabríamos valorar la

paz, y si no hubiera nunca invierno, no nos daríamos cuenta de la

primavera.

Tanto el bien como el mal tienen un lugar necesario en el Todo, decía Heráclito. Y si no hubiera un constante juego entre los

contrastes, el mundo dejaría de existir. «Dios es día y noche,

invierno y verano, guerra y paz, hambre y saciedad», decía.

Emplea la palabra «Dios», pero es evidente que se refiere a algo

muy distinto a los dioses de los que hablaban los mitos. Para

Heráclito, Dios –o lo divino- es algo que abarca a todo el mundo.

Dios se muestra precisamente en esa naturaleza llena de

contradicciones y en constante cambio.

En lugar de la palabra «Dios», emplea a menudo la palabra griega

logos, que significa razón. Aunque las personas no hemos

pensado siempre del mismo modo, ni hemos tenido la misma

razón, Heráclito opinaba que tiene que haber una especie de

«razón universal» que dirige todo lo que sucede en la naturaleza.

Esta «razón universal» –o «ley natural»- es algo común para

todos y por la cual todos tienen que guiarse. Y, sin embargo, la

mayoría vive según su propia razón, decía Heráclito. No tenía, en

general, muy buena opinión de su prójimo. «Las opiniones de la

mayor parte de la gente pueden compararse con los juegos

infantiles», decía.

En medio de todos esos cambios y contradicciones en la

naturaleza, Heráclito veía, pues, una unidad o un todo. Este

«algo», que era la base de todo, él lo llamaba «Dios» o «logos».

Cuatro elementos

En cierto modo, las ideas de Parménides y Heráclito eran

totalmente contrarias. La razón de Parménides le decía que nada

puede cambiar. Pero los sentidos de Heráclito decían, con la

misma convicción, que en la naturaleza suceden constantemente

cambios. ¿Quién de ellos tenía razón? ¿Debemos fiarnos de la

razón o de los sentidos?

Tanto Parménides como Heráclito dicen dos cosas.

Parménides dice:

a) que nada puede cambiar y

b) que las sensaciones, por lo tanto, no son de fiar.

Por el contrario, Heráclito dice:

a) que todo cambia (todo fluye) y

b) que las sensaciones son de fiar

¡Difícilmente dos filósofos pueden llegar a estar en mayor

desacuerdo! ¿Pero cuál de ellos tenía razón? Empédocles (494-434 a. de C.) de Sicilia sería el que lograra salir de los enredos en

los que se había metido la filosofía. Opinaba que, tanto

Parménides como Heráclito, tenían razón en una de sus

afirmaciones, pero que los dos se equivocaban en una cosa.

Empédocles pensaba que el gran desacuerdo se debía a que los

filósofos habían dado por sentado(error esencial en Parménides)

que había un solo elemento. De ser así, la diferencia entre lo que

dice la razón y lo que «vemos con nuestros propios ojos» seria

insuperable.

Es evidente que el agua no puede convertirse en un pez o en una

mariposa. El agua no puede cambiar. El agua pura sigue siendo

agua pura para siempre. De modo que Parménides tenía razón en

decir que «nada cambia».

Al mismo tiempo, Empédocles le daba la razón a Heráclito en que

debemos fiarnos de lo que nos dicen nuestros sentidos.

Debemos creer lo que vemos, y vemos, precisamente, cambios

constantes en la naturaleza.

Empédocles llegó a la conclusión de que lo que había que

rechazar era la idea de que hay un solo elemento. Ni el agua ni el

aire son capaces, por sí solos, de convertirse en un rosal o en

una mariposa, razón por la cual resulta imposible que la

naturaleza sólo tenga un elemento.

Empédocles pensaba que la naturaleza tiene en total cuatro

elementos o «raíces», como él los llama. Llamó a esas cuatro

raíces tierra, aire, fuego y agua.

Todos los cambios de la naturaleza se deben a que estos cuatro

elementos se mezclan y se vuelven a separar, pues todo está

compuesto de tierra, aire, fuego y agua, pero en distintas

proporciones de mezcla. Cuando muere una flor o un animal, los

cuatro elementos vuelven a separarse. Éste es un cambio que

podemos observar con los ojos. Pero la tierra y el aire, el fuego y

el agua quedan completamente inalterados o intactos con todos

esos cambios en los que participan. Es decir, que no es cierto que

«todo» cambia (en contra de Heráclito). En realidad, no hay nada

que cambie, lo que ocurre es, simplemente, que cuatro elementos

diferentes se mezclan y se separan, para luego volver a

mezclarse.

Podríamos compararlo con un pintor artístico: si tiene sólo un

color –por ejemplo el rojo- no puede pintar árboles verdes. Pero

si tiene amarillo, rojo, azul y negro, puede obtener hasta cientos

de colores, mezclándolos en distintas proporciones.

Un ejemplo de cocina demuestra lo mismo. Si sólo tuviera harina, tendría que ser un mago para poder hacer un bizcocho. Pero si

tengo huevos y harina, leche y azúcar, entonces puedo hacer un

montón de tartas y bizcochos diferentes, con esas cuatro

materias primas.

No fue por casualidad el que Empédocles pensara que las

«raíces» de la naturaleza tuvieran que ser precisamente tierra,

aire, fuego y agua. Antes que él, otros filósofos habían intentado

mostrar por qué el elemento básico tendría que ser agua, aire o

fuego. Tales y Anaxímenes ya habían señalado el agua y el aire

como elementos importantes de la naturaleza. Los griegos

también pensaban que el fuego era muy importante. Observaban,

por ejemplo, la importancia del sol para todo lo vivo de la

naturaleza, y, evidentemente, conocían el calor del cuerpo

humano y animal.

Quizás Empédocles vio cómo ardía un trozo de madera; lo que

sucede entonces, es que algo se disuelve. Oímos cómo la madera

cruje y gorgotea. Es el agua. Algo se convierte en humo. Es el

aire. Vemos ese aire. Algo queda cuando el fuego se apaga. Es la

ceniza, o la tierra.

Empédocles señala, como hemos visto, que los cambios en la

naturaleza se deben a que las cuatro raíces se mezclan y se

vuelven a separar. Pero queda algo por explicar. ¿Cuál es la causa

por la que los elementos se unen para dar lugar a una nueva

vida? ¿Y por qué vuelve a disolverse «la mezcla», por ejemplo,

una flor?

Empédocles pensaba que tenía que haber dos fuerzas que

actuasen en la naturaleza. Las llamó «amor» y «odio». Lo que une

las cosas es «el amor», y lo que las separa, es «el odio».

Tomemos nota de que el filósofo distingue aquí entre

«elemento» y «fuerza». Incluso, hoy en día, la ciencia distingue

entre «los elementos» y «las fuerzas de la naturaleza». La ciencia

moderna dice que todos los procesos de la naturaleza pueden

explicarse como una interacción de los distintos elementos, y

unas cuantas fuerzas de la naturaleza.

Empédocles también estudió la cuestión de qué es lo que pasa

cuando observamos algo con nuestros sentidos. ¿Cómo puedo

ver una flor, por ejemplo? ¿Qué sucede entonces? ¿Has pensado

en eso, Sofía? ¡Si no, ahora tienes la ocasión!

Empédocles pensaba que nuestros ojos estaban formados de

tierra, aire, fuego y agua, como todo lo demás en la naturaleza. Y

«la tierra» que tengo en mi ojo capta lo que hay de tierra en lo

que veo, «el aire» capta lo que es de aire, «el fuego» de los ojos capta lo que es de fuego y «el agua» lo que es de agua. Si el ojo

hubiera carecido de uno de los cuatro elementos, yo tampoco

hubiera podido ver la naturaleza en su totalidad.

Algo de todo en todo

Otro filósofo que no se contentaba con la teoría de que un solo

elemento –por ejemplo el agua- pudiera convertirse en todo lo

que vemos en la naturaleza, fue Anaxágoras (500-428 a. de C).

Tampoco aceptó la idea de que tierra, aire, fuego o agua

pudieran convertirse en sangre y hueso.

Anaxágoras opinaba que la naturaleza está hecha de muchas

piezas minúsculas, invisibles para el ojo. Todo puede dividirse en

algo todavía más pequeño, pero incluso en las piezas más

pequeñas, hay algo de todo. Si la piel y el pelo no se han

convertido en otra cosa, tiene que haber piel y pelo también en la

leche que bebemos, y en la comida que comemos, opinaba él.

A lo mejor, un par de ejemplos modernos puedan ilustrar lo que

se imaginaba Anaxágoras. Mediante la técnica de láser se

pueden, hoy en día, hacer los llamados hologramas. Si el

holograma muestra un coche, y este holograma se rompe,

veremos una imagen de todo el coche, aunque conservemos

solamente la parte del holograma que muestra el parachoques.

Eso es porque todo el motivo está presente en cada piececita.

De alguna manera, también se puede decir que es así como está

hecho nuestro cuerpo. Si separo una célula de la piel de un dedo,

el núcleo de esa célula contiene no sólo la receta de cómo es mi

piel, sino que en la misma célula también está la receta de mis

ojos, del color de mi pelo, de cuántos dedos tengo y de qué

aspecto, etc. En cada célula del cuerpo hay una descripción

detallada de la composición de todas las demás células del

cuerpo. Es decir, que hay «algo de todo» en cada una de las

células. El todo está en la parte más minúscula.

A esas «partes mínimas» que contienen «algo de todo»,

Anaxágoras las llamaba «gérmenes» o «semillas».

Recordemos que para Empédocles era «el amor» lo que unía las

partes en cuerpos enteros. También Anaxágoras se imaginaba

una especie de fuerza que «pone orden» y crea animales y

humanos, flores y árboles. A esta fuerza la llamó espíritu o

entendimiento (nous).Anaxágoras también es interesante por ser el primer filósofo de

los de Atenas. Vino de Asia Menor, pero se trasladó a Atenas

cuando tenía unos 40 años. En Atenas lo acusaron de ateo y, al

final, tuvo que marcharse de la ciudad. Entre otras cosas, había

dicho que el sol no era un dios, sino una masa ardiente más

grande que la península del Peloponeso.

Anaxágoras se interesaba en general por la astronomía. Opinaba

que todos los astros estaban hechos de la misma materia que la

Tierra. A esta teoría llegó después de haber estudiado un

meteorito. Puede ser, decía, que haya personas en otros planetas.

También señaló que la luna no lucía por propia fuerza sino que

recibe su luz de la Tierra. Explicó, además, el porqué de los

eclipses de sol.

P. D. Gracias por tu atención, Sofía. Puede ser que tengas que leer

y releer este capítulo antes de que lo entiendas todo. Pero la

comprensión tiene necesariamente que costar algún esfuerzo.

Seguramente no admirarías mucho a una amiga que entendiera

de todo sin que le hubiera costado ningún esfuerzo.

La mejor solución a la cuestión de la materia primaria y los

cambios de la naturaleza tendrá que esperar hasta mañana.

Entonces conocerás a Demócrito. ¡No digo nada más!

Sofía estaba sentada en el Callejón mirando por un pequeño hueco

en la maleza. Tenía que poner orden en sus pensamientos, después

de todo lo que acababa de leer.

Era evidente que el agua normal y corriente no podía convertirse

en otra cosa que hielo y vapor. El agua ni siquiera podía

convertirse en una pera de agua, porque incluso una pera de agua

estaba formada por algo más que agua sola. Pero, si estaba tan

segura de ello, sería porque lo había aprendido. ¿Habría podido

estar tan segura de que el hielo sólo estaba compuesto de agua si

no lo hubiera aprendido? Al menos habría tenido que estudiar muy

de cerca como el agua se congelaba y el hielo se derretía.

Sofía intentó, volver a pensar de nuevo con su propia inteligencia,

sin utilizar lo que había aprendido de otros.

Parménides se había negado a aceptar cualquier forma de cambio.

Cuanto más pensaba en ello Sofía, más convencida estaba de que él, de alguna manera, tenía razón. Con su inteligencia, el filósofo

no podía aceptar que algo» de repente se convirtiera en algo

completamente distinto. Había sido muy valiente porque a la vez

había tenido que negar todos aquellos cambios en la naturaleza que

cualquier ser humano podía observar. Muchos se habrían reído de

él.

También Empédocles había sido muy hábil utilizando su

inteligencia al afirmar que el mundo necesariamente tenía que estar

formado por algo más que por un solo elemento originario. De ese

modo, se hacían posibles todos los cambios de la naturaleza sin

cambiar realmente.

Aquel viejo filósofo griego había descubierto todo esto utilizando

simplemente su razón. Naturalmente, habría estudiado la

naturaleza, pero no tuvo posibilidad de realizar análisis químicos

como hace la ciencia hoy en día.

Sofía no sabía si tenía mucha fe en que fueran precisamente la

tierra, el aire, el fuego y el agua las materias de las que todo estaba

hecho. Pero eso no tenía importancia. En principio Empédocles

tenía razón. La única posibilidad que tenemos de aceptar todos

aquellos cambios que registran nuestros ojos, es introducir más de

un solo elemento.

A Sofía la filosofía le parecía aún mas interesante porque podía

seguir los argumentos con su propia razón, sin tener que acordarse

de todo lo que había aprendido en el instituto.

Llegó a la conclusión de que, en realidad, la filosofía no es algo

que se puede aprender, sino que quizás uno pueda aprender a

pensar filosóficamente. Demócrito

... el juguete más genial del mundo...

Sofía cerró la caja de galletas que contenía todas las hojas escritas

a maquina que había recibido del desconocido profesor de

filosofía. Salió a hurtadillas del Callejón y se quedó un instante

mirando al jardín. De repente, se acordó de lo que había pasado la

mañana anterior. Su madre había bromeado con la carta de amor,

durante el desayuno. Ahora se apresura hasta el buzón para evitar

que aquello volviera a suceder. Recibir una carta de amor dos días

seguidos, daría exactamente el doble de corte que recibir una.

¡De nuevo había allí un pequeño sobre blanco! Sofía comenzó a

vislumbrar una especie de sistema en las entregas: cada tarde había

encontrado un sobre grande y amarillo en el buzón. Mientras leía la

carta grande, el filósofo solía deslizarse hasta el buzón con un

sobrecito blanco.

Esto significaba que no le resultaría difícil descubrirlo. ¿O

descubrirla? Si se colocaba ante la ventana de su cuarto, tendría

buena vista sobre el buzón y seguro que llegaría a ver al misterioso

filósofo. Porque sobrecitos blancos no surgen por si mismos así

como así.

Sofía decidió estar muy atenta al día siguiente. Era viernes y tenía

todo el fin de semana por delante.

Subió a su habitación y abrió allí el sobre. Esta vez sólo había una

pregunta en la nota, pero la pregunta era, si cabe, más loca que

aquellas tres que habían venido en la carta de amor.

¿Por qué el lego es el juguete más genial del mundo?

En primer lugar, Sofía no estaba segura de estar de acuerdo con que el lego fuese el juguete más genial del mundo, al menos había

dejado de jugar con él hacía muchos años.

En segundo lugar, no era capaz de entender qué podía tener que ver

el lego con la filosofía.

Pero era una alumna obediente, y empezó a buscar en el estante

superior de su armario. Allí encontró una bolsa de plástico llena de

piezas del lego de muchos tamaños y colores.

Por primera vez en mucho tiempo, se puso a construir con las

pequeñas piezas. Mientras lo hacia, le venían a la mente

pensamientos sobre el lego.

Resulta fácil construir con las piezas del lego, pensó. Aunque

tengan distinta forma y color, todas las piezas pueden ensamblarse

con otras. Además son indestructibles. Sofía no recordaba haber

visto nunca una pieza del lego rota. De hecho, todas las piezas

parecían tan frescas y nuevas como el día, hacía ya muchos años,

en que se lo habían regalado. Y sobre todo: con las piezas del lego

podía construir cualquier cosa. Y luego podía desmontarlas y

construir algo completamente distinto.

¿Qué más se puede pedir? Sofía llegó a la conclusión de que el

lego, efectivamente, muy bien podía llamarse el juguete más genial

del mundo. Pero seguía sin entender que tenía que ver con la

filosofía.

Pronto Sofía construyó una gran casa de muñecas. Apenas se

atrevió a confesarse a sí misma que hacía mucho tiempo que no lo

había pasado tan bien como ahora. ¿Por qué dejaban las personas

de jugar?

Cuando la madre llegó a casa y vio lo que Sofía había hecho, se le

escapó: –¡Qué bien que todavía seas capaz de jugar como una niña!

–¡Bah! Estoy trabajando en una complicada investigación

filosófica.

Su madre dejó escapar un profundo suspiro. Seguramente estaba

pensando en el conejo y en el sombrero de copa.

Al volver del instituto al día siguiente, Sofía se encontró con un montón de nuevas hojas en un gran sobre amarillo. Se llevó el

sobre a su habitación, y se puso enseguida a leer, aunque al mismo

tiempo vigilaría el buzón.

La teoría atómica

Aquí estoy de nuevo, Sofía. Hoy conocerás al último gran filósofo

de la naturaleza. Se llamaba Demócrito (aprox. 460-370 a. de C.) y

venía de la ciudad costera de Abdera, al norte del mar Egeo. Si

has podido contestar a la pregunta sobre el lego, no te costará

mucho esfuerzo entender lo que el proyecto de este filósofo.

Demócrito estaba de acuerdo con sus predecesores en que los

cambios en la naturaleza no se debían a que las cosas realmente

«cambiaran». Suponía, por lo tanto, que todo tenía que estar

construido por unas piececitas pequeñas e invisibles, cada una

de ellas eterna e inalterable. A estas piezas más pequeñas

Demócrito las llamó átomos.

La palabra «átomo» significa «indivisible». Era importante para

Demócrito poder afirmar que eso de lo que todo está hecho no

podía dividirse en partes más pequeñas. Si hubiera sido así, no

habrían podido servir de ladrillos de construcción. Pues, si los

átomos hubieran podido ser limados y partidos en partes cada

vez más pequeñas, la naturaleza habría empezado a flotar en una

pasta cada vez más líquida.

Además, los ladrillos de la naturaleza tenían que ser eternos,

pues nada puede surgir de la nada. En este punto, Demócrito

estaba de acuerdo con Parménides y los eleáticos. Pensaba,

además que los átomos tenían que ser fijos y macizos, pero no

podían ser idénticos entre sí. Si los átomos fueran idénticos, no

habríamos podido encontrar ninguna explicación satisfactoria de

cómo podían estar compuestos, pudiendo formar de todo, desde

amapolas y olivos, hasta piel de cabra y pelo humano.

Existe un sinfín de diferentes átomos en la naturaleza, decía

Demócrito. Algunos son redondos y lisos, otros son irregulares y

torcidos. Precisamente por tener formas diferentes, podían

usarse para componer diferentes cuerpos. Pero aunque sean

muchísimos y muy diferentes entre sí, son todos eternos,

inalterables e indivisibles.

Cuando un cuerpo –por ejemplo un árbol o un animal muere y se desintegra, los átomos se dispersan y pueden utilizarse de nuevo

en otro cuerpo. Pues los átomos se mueven en el espacio, pero

como tienen entrantes y salientes se acoplan para configurar las

cosas que vemos en nuestro entorno.

¿Ya has entendido lo que quise decir con las piezas del lego,

verdad? Tienen más o menos las mismas cualidades que

Demócrito atribuía a los átomos, y, precisamente por ello,

resultan tan buenas para construir. Ante todo son indivisibles.

Tienen formas y tamaños diferentes, son macizas e

impenetrables. Además, las piezas del lego tienen entrantes y

salientes que hacen que las puedas unir para poder formar todas

las figuras posibles.

Estas conexiones pueden deshacerse para poder dar lugar a

nuevos objetos con las mismas piezas.

Lo bueno de las piezas del lego es precisamente que se pueden

volver a usar una y otra vez. Una pieza del lego puede formar

parte de un coche un día, y de un castillo al día siguiente.

Además podemos decir que las piezas del lego son eternas».

Niños de hoy en día pueden jugar con las mismas piezas con las

que jugaban sus padres.

También podemos formar cosas de barro, pero el barro no puede

usarse una y otra vez, precisamente porque se puede romper en

trozos cada vez más pequeños, y porque esos pequeñísimos

trocitos de barro no pueden unirse para formar nuevos objetos.

Hoy podemos más o menos afirmar que la teoría atómica de

Demócrito era correcta. La naturaleza está, efectivamente,

compuesta por diferentes átomos que se unen y que vuelven a

separarse. Un átomo de hidrógeno que está asentado dentro de

una célula en la punta de mi nariz, perteneció, en alguna ocasión,

a la trompa de un elefante. Un átomo de carbono dentro del

músculo de mi corazón estuvo una vez en el rabo de un

dinosaurio.

En nuestros días, la ciencia ha descubierto que los átomos

pueden dividirse en «partículas elementales». A estas partículas

elementales las llamamos protones, neutrones y electrones.

Quizás esas partículas puedan dividirse en partes aún más

pequeñas. No obstante, los físicos están de acuerdo en que tiene

que haber un límite. Tiene que haber unas partes mínimas de las

que esté hecho el mundo.

Demócrito no tuvo acceso a los aparatos electrónicos de nuestra

época. Su único instrumento de verdad fue su inteligencia. Y su

inteligencia no le ofreció ninguna elección. Si de entrada aceptamos que nada cambia, que nada surge de la nada y que

nada desaparece, entonces la naturaleza ha de estar compuesta

necesariamente por unos minúsculos ladrillos que se juntan, y

que se vuelven a separar.

Demócrito no contaba con ninguna fuerza» o «espíritu» que

interviniera en los procesos de la naturaleza. Lo único que existe

son los átomos y el espacio vacío, pensaba. Ya que no creía en

nada más que en lo material, le llamamos materialista.

No existe ninguna «intención» determinada detrás de los

movimientos de los átomos. En la naturaleza todo ocurre

mecánicamente. Eso no significa que todo lo que ocurre sea

«casual», pues todo sigue las leyes inquebrantables de la

naturaleza. Demócrito pensaba que había una causa natural en

todo lo que ocurre, una causa que se encuentra en las cosas

mismas. En una ocasión dijo que preferiría descubrir una ley de

la naturaleza a convertirse en rey de Persia.

La teoría atómica también explica nuestras sensaciones, pensaba

Demócrito. Cuando captamos algo con nuestros sentidos, se

debe a los movimientos de los átomos en el espacio vacío.

Cuando vemos la luna, es porque los «átomos de la luna»

alcanzan mi ojo.

¿Y qué pasa con la conciencia? ¿No podrá estar formada por

átomos, es decir, por «cosas» materiales? Pues sí, Demócrito se

imaginaba que el alma estaba formada por unos «átomos del

alma» especialmente redondos y lisos. Al morir una persona, los

átomos del alma se dispersan hacia todas partes. Luego, pueden

entrar en otra alma en proceso de creación.

Eso significa que el ser humano no tiene un alma inmortal.

Mucha gente comparte también, hoy en día, este pensamiento.

Opinan, como Demócrito, que «el alma» está conectada al cerebro

y que no podemos tener ninguna especie de conciencia cuando el

cerebro se haya desintegrado.

Demócrito puso temporalmente fin a la filosofía griega de la

naturaleza. Estaba de acuerdo con Heráclito en que todo en la

naturaleza «fluye». Las formas van y vienen. Pero detrás de todo

lo que fluye, se encuentran algunas cosas eternas e inalterables

que no fluyen. A estas cosas es a lo que Demócrito llamó átomos.

Mientras leía, Sofía miraba por la ventana para ver si aparecía

junto al buzón el misterioso autor de las cartas. Se quedó mirando a

la calle fijamente, pensando en lo que acababa de leer. Le pareció que Demócrito había razonado de un modo muy sencillo y, sin

embargo, muy astuto. Había encontrado la solución al problema de

la materia primaria» y del cambio.

Este problema era tan complicado que los filósofos lo habían

meditado durante varias generaciones. Pero al final, Demócrito

había solucionado todo el problema utilizando simplemente su

inteligencia.

Sofía estaba a punto de echarse a reír. Tenía que ser verdad que la

naturaleza estaba hecha de piececitas que nunca cambian. Al

mismo tiempo, Heráclito había tenido razón al afirmar que todas

las formas de la naturaleza fluyen», pues todos los humanos y

todos los animales mueren, e incluso una cordillera de montañas se

va desintegrando lentísimamente, y lo cierto es que también la

cordillera está compuesta por unas cositas indivisibles que nunca

se rompen.

Al mismo tiempo, Demócrito se había hecho nuevas preguntas.

Había dicho, por ejemplo, que todo sucede mecánicamente. No

aceptó ninguna fuerza espiritual en la naturaleza, como

Empédocles y Anaxágoras.

Además, Demócrito pensaba que el ser humano carece de alma

inmortal.

¿Podía estar totalmente segura de que esto era correcto. ?

No estaba del todo segura. Pero, claro, se encontraba muy al

principio del curso de filosofía.l destino

... el adivino intenta interpretar algo que en realidad no está

nada claro...

Sofía había estado vigilando la puerta de la verja del jardín,

mientras leía sobre Demócrito. Para asegurarse, decidió, no

obstante, darse una vuelta por la puerta.

Al abrir la puerta exterior descubrió un sobrecito blanco fuera en la

escalera. Y en el sobre ponía “Sofía Amundsen”.

¡De modo que la había engañado! Justo ese día, cuando con tanto

celo había vigilado el buzón, el filósofo misterioso se había

acercado a la casa a escondidas desde otro lado y simplemente

había puesto la carta sobre la escalera, antes de darse a la fuga otra

vez. ¡Demonios!

¿Cómo podía saber que Sofía iba a estar vigilando el buzón

justamente ese día? ¿La habrían visto él, o ella, en la ventana? A1

menos se alegraba de haber salvado el sobre antes de que su madre

llegara a casa.

Sofía volvió a su cuarto y abrió allí la carta. El sobre blanco estaba

un poco mojado por los bordes; además, tenía un par de profundos

cortes. ¿Por qué? No había llovido en varios días.

En la notita ponía:

¿Crees en el destino?

¿Son las enfermedades un castigo divino?

¿Cuáles son las fuerzas que dirigen la marcha de la historia?

¿Que si creía en el destino? No estaba muy segura. Pero conocía a

mucha gente que sí creía. Varias amigas de clase, por ejemplo,

leían sus horóscopos en las revistas. Si creían en la astrología,

...

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