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EL MUNDO DE SOFIA.

Síntesis10 de Marzo de 2013

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EL MUNDO DE SOFIA

El jardín del Edén

.... al fin y al cabo, algo tuvo que surgir en algún momento de

donde no había nada de nada...

Sofía Amundsen volvía a casa después del instituto. La primera

parte del camino la había hecho en compañía de Jorunn. Habían

hablado de robots. Jorunn opinaba que el cerebro humano era

como un sofisticado ordenador. Sofía no estaba muy segura de

estar de acuerdo. Un ser humano tenía que ser algo más que una

máquina.

Se habían despedido junto al hipermercado Sofía vivía al final de

una gran urbanización de chalets, y su camino al instituto, era casi

el doble que el de Jorunn. Era como si su casa se encontrara en el

fin del mundo, pues más allá de jardín no había ninguna casa más.

Allí comenzaba el espeso bosque.

Giró para meterse por el Camino del Trébol. Al final hacía una

brusca curva que solían llamar Curva del Capitán. Aquí sólo había

gente los sábados y los domingos.

Era uno de los primeros días de mayo. En algunos jardines se veían

tupidas coronas de narcisos bajo los árboles frutales. Los abedules

tenían ya una fina capa de encaje verde.

¡Era curioso ver cómo todo empezaba a crecer y brotar en esta

época del año! ¿Cuál era la causa de que kilos y kilos de esa

materia vegetal verde saliera a chorros de la tierra inanimada en

cuanto las temperaturas subían y desaparecían los últimos restos de

nieve?

Sofía miró el buzón al abrir la verja de su jardín. Solía haber un

montón de cartas de propaganda, además de unos sobres grandes

para su madre. Tenía la costumbre de dejarlo todo en un montón sobre la mesa de la cocina, antes de subir a su habitación para

hacer los deberes.

A su padre le llegaba únicamente alguna que otra carta del banco,

pero no era un padre normal y corriente. El padre de Sofía era

capitán de un gran petrolero y estaba ausente gran parte del año.

Cuando pasaba en casa unas semanas seguidas, se paseaba por ella

haciendo la casa mas acogedora para Sofía y su madre. Por otra

parte, cuando estaba navegando resultaba a menudo muy distante.

Ese día sólo había una pequeña carta en el buzón, y era para Sofía.

«Sofía Amundsen», ponía en el pequeño sobre. «Camino del

Trébol 3. Eso era todo, no ponía quién la enviaba. Ni siquiera tenía

sello.

En cuanto hubo cerrado la puerta de la verja, Sofía abrió el sobre.

Lo único que encontró fue una notita, tan pequeña como el sobre

que la contenía. En la notita ponía: ¿Quién eres?

No ponía nada más. No traía ni saludos ni remitente, sólo esas dos

palabras escritas a mano con grandes interrogaciones.

Volvió a mirar el sobre. Pues sí, la carta era para ella. ¿Pero quién

la había dejado en el buzón?

Sofía se apresuró a sacar la llave y abrir la puerta de la casa pintada

de rojo. Como de costumbre, al gato Sherekan le dio tiempo a salir

de entre los arbustos, dar un salto hasta la escalera y meterse por la

puerta antes de que Sofía tuviera tiempo de cerrarla.

–¡Misi, misi, misi!

Cuando la madre de Sofía estaba de mal humor por alguna razón,

decía a veces que su hogar era como una casa de fieras, en otras

palabras, una colección de animales de distintas clases. Y por

cierto, Sofía estaba muy contenta con la suya. Primero le habían

regalado una pecera con los peces dorados Flequillo de Oro,

Caperucita Roja y Pedro el Negro. Luego tuvo los periquitos Cada

y Pizca, la tortuga Govinda y finalmente el gato atigrado Sherekan.

Había recibido todos estos animales como una especie de

compensación por parte de su madre, que volvía tarde del trabajo, y de su padre, que tanto navegaba por el mundo.

Sofía se quitó la mochila y puso un plato con comida para

Sherekan. Luego se dejó caer sobre una banqueta de la cocina con

la misteriosa carta en la mano.

¿Quién eres?

En realidad no lo sabía. Era Sofía Amundsen, naturalmente, pero

¿quién era eso? Aún no lo había averiguado del todo.

¿Y si se hubiera llamado algo completamente distinto? Anne

Knutsen, por ejemplo. ¿En ese caso, habría sido otra?

De pronto se acordó de que su padre había querido que se llamara

Synnove. Sofía intentaba imaginarse que extendía la mano

presentándose como Synnove Amundsen, pero no, no servía. Todo

el tiempo era otra chica la que se presentaba.

Se puso de pie de un salto y entró en el cuarto de baño con la

extraña carta en la mano. Se coloco delante del espejo, y se miró

fijamente a sí misma.

–Soy Sofía Amundsen –dijo.

La chica del espejo no contestó ni con el más leve gesto. Hiciera lo

que hiciera Sofía, la otra hacia exactamente lo mismo. Sofía

intentaba anticiparse al espejo con un rapidísimo movimiento, pero

la otra era igual de rápida.

–¿Quién eres? –preguntó.

No obtuvo respuesta tampoco ahora, pero durante un breve instante

llegó a dudar de si era ella o la del espejo la que había hecho la

pregunta.

Sofía apretó el dedo índice contra la nariz del espejo y dijo:

–Tú eres yo:

Al no recibir ninguna respuesta, dio la vuelta a la pregunta y dijo:

–Yo soy tu.

Sofía Amundsen no había estado nunca muy contenta con su

aspecto. Le decían a menudo que tenía bonitos ojos almendrados,

pero seguramente se lo dirían porque su nariz era demasiado

pequeña y la boca un poco grande. Además, tenía las orejas

demasiado cerca de los ojos. Lo peor de todo era ese pelo liso que resultaba imposible de arreglar. A veces su padre le acariciaba el

pelo llamándola la muchacha de los cabellos de lino», como la

pieza de música de Claude Debussy. Era fácil para él, que no

estaba condenado a tener ese pelo negro colgando durante toda su

vida. En el pelo de Sofía no servían ni el gel ni el spray.

A veces pensaba que le había tocado un aspecto tan extraño que se

preguntaba si no estaría mal hecha. Por lo menos había oído hablar

a su madre de un parto difícil. ¿Era realmente el parto lo que

decidía el aspecto que uno iba a tener?

¿No resultaba extraño el no saber quien era? ¿No era también

injusto no haber podido decidir su propio aspecto? Simplemente

había surgido así como así. A lo mejor podría elegir a sus amigos,

pero no se había elegido a sí misma. Ni siquiera había elegido ser

un ser humano.

¿Qué era un ser humano?

Sofía volvió a mirar a la chica del espejo.

–Creo que me subo para hacer los deberes de naturales –dijo, como

si quisiera disculparse. Un instante después, se encontraba en la

entrada.

No, prefiero salir al jardín, pensó.

–¡Misi, misi, misi, misi!

Sofía cogió al gato, lo sacó fuera y cerró la puerta tras ella.

Cuando se encontró en el caminito de gravilla con la misteriosa

carta en la mano, tuvo de repente una extraña sensación. Era como

si fuese una muñeca que por arte de magia hubiera cobrado vida.

¿No era extraño estar en el mundo en este momento, poder caminar

como por un maravilloso cuento?

Sherekan saltó ágilmente por la gravilla y se metió entre unos

tupidos arbustos de grosellas. Un gato vivo, desde los bigotes

blancos hasta el rabo juguetón en el extremo de su cuerpo liso.

También él estaba en el jardín, pero seguramente no era consciente

de ello de la misma manera que Sofía.

Conforme Sofía iba pensando en que existía, también le daba por pensar en el hecho de que no se quedaría aquí eternamente.

Estoy en el mundo ahora, pensó. Pero un día habré desaparecido

del todo.

¿Habría alguna vida mas allá de la muerte? El gato ignoraría

también esa cuestión por completo?

La abuela de Sofía había muerto hacía poco. Casi a diario durante

medio año había pensado cuánto la echaba de menos. ¿No era

injusto que la vida tuviera que acabarse alguna vez?

En el camino de gravilla Sofía se quedó pensando. Intentó pensar

intensamente en que existía para de esa forma olvidarse de que no

se quedaría aquí para siempre. Pero resultó imposible. En cuanto se

concentraba en el hecho de que existía, inmediatamente surgía la

idea del fin de la vida. Lo mismo pasaba a la inversa: cuando había

conseguido tener una fuerte sensación de que un día desaparecería

del todo, entendía realmente lo enormemente valiosa que es la

vida. Era como la cara y la cruz de una moneda, una moneda a la

que daba vueltas constantemente. Cuanto más grande y nítida se

veía una de las caras, mayor y más nítida se veía también la otra.

La vida y la muerte eran como dos caras del mismo asunto.

No se puede tener la sensación de existir sin tener también la

sensación de tener que morir, pensó. De la misma manera, resulta

igualmente imposible pensar que uno va a morir, sin pensar al

...

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