ENSAYO SOBRE LA CEGUERA
andres80519 de Agosto de 2012
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dos aceleraron antes de que se encendiera la señal roja. En el
indicador del paso de peatones apareció la silueta del hombre verde.
La gente empezó a cruzar la calle pisando las franjas blancas pintadas
en la capa negra del asfalto, nada hay que se parezca menos a la
cebra, pero así llaman a este paso. Los conductores, impacientes, con
el pie en el pedal del embrague, mantenían los coches en tensión,
avanzando, retrocediendo, como caballos nerviosos que vieran la fusta
alzada en el aire. Habían terminado ya de pasar los peatones, pero la
luz verde que daba paso libre a los automóviles tardó aún unos
segundos en alumbrarse. Hay quien sostiene que esta tardanza,
aparentemente insignificante, multiplicada por los miles de semáforos
existentes en la ciudad y por los cambios sucesivos de los tres colores
de cada uno, es una de las causas de los atascos de circulación, o
embotellamientos, si queremos utilizar la expresión común.
Al fin se encendió la señal verde y los coches arrancaron
bruscamente, pero enseguida se advirtió que no todos habían
arrancado. El primero de la fila de en medio está parado, tendrá un
problema mecánico, se le habrá soltado el cable del acelerador, o se
le agarrotó la palanca de la caja de velocidades, o una avería en el
sistema hidráulico, un bloqueo de frenos, un fallo en el circuito
eléctrico, a no ser que, simplemente, se haya quedado sin gasolina, no
sería la primera vez que esto ocurre. El nuevo grupo de peatones que
se está formando en las aceras ve al conductor inmovilizado
braceando tras el parabrisas mientras los de los coches de atrás tocan
frenéticos el claxon. Algunos conductores han saltado ya a la calzada,
dispuestos a empujar al automóvil averiado hacia donde no moleste.
Golpean impacientemente los cristales cerrados. El hombre que está
dentro vuelve hacia ellos la cabeza, hacia un lado, hacia el otro, se ve
que grita algo, por los movimientos de la boca se nota que repite una
palabra, una no, dos, así es realmente, como sabremos cuando
alguien, al fin, logre abrir una puerta, Estoy ciego.
Nadie lo diría. A primera vista, los ojos del hombre parecen
sanos, el iris se presenta nítido, luminoso, la esclerótica blanca,
compacta como porcelana. Los párpados muy abiertos, la piel de la
cara crispada, las cejas, repentinamente revueltas, todo eso que
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cualquiera puede comprobar, son trastornos de la angustia. En un movimiento
rápido, lo que estaba a la vista desapareció tras los puños
cerrados del hombre, como si aún quisiera retener en el interior del
cerebro la última imagen recogida, una luz roja, redonda, en un
semáforo. Estoy ciego, estoy ciego, repetía con desesperación
mientras le ayudaban a salir del coche, y las lágrimas, al brotar,
tornaron más brillantes los ojos que él decía que estaban muertos. Eso
se pasa, ya verá, eso se pasa enseguida, a veces son nervios, dijo
una mujer. El semáforo había cambiado de color, algunos transeúntes
curiosos se acercaban al grupo, y los conductores, allá atrás, que no
sabían lo que estaba ocurriendo, protestaban contra lo que creían un
accidente de tráfico vulgar, un faro roto, un guardabarros abollado,
nada que justificara tanta confusión. Llamen a la policía, gritaban,
saquen eso de ahí. El ciego imploraba, Por favor, que alguien me lleve
a casa. La mujer que había hablado de nervios opinó que deberían
llamar a una ambulancia, llevar a aquel pobre hombre al hospital, pero
el ciego dijo que no, que no quería tanto, sólo quería que lo
acompañaran hasta la puerta de la casa donde vivía, Está ahí al lado,
me harían un gran favor, Y el coche, preguntó una voz. Otra voz
respondió, La llave está ahí, en su sitio, podemos aparcarlo en la
acera. No es necesario, intervino una tercera voz, yo conduciré el
coche y llevo a este señor a su casa. Se oyeron murmullos de
aprobación. El ciego notó que lo agarraban por el brazo, Venga, venga
conmigo, decía la misma voz. Lo ayudaron a sentarse en el asiento de
al lado del conductor, le abrocharon el cinturón de seguridad. No veo,
no veo, murmuraba el hombre llorando, Dígame dónde vive, pidió el
otro. Por las ventanillas del coche acechaban caras voraces, golosas
de la novedad. El ciego alzó las manos ante los ojos, las movió, Nada,
es como si estuviera en medio de una niebla espesa, es como si
hubiera caído en un mar de leche, Pero la ceguera no es así, dijo el
otro, la ceguera dicen que es negra, Pues yo lo veo todo blanco, A lo
mejor tiene razón la mujer, será cosa de nervios, los nervios son el
diablo, Yo sé muy bien lo que es esto, una desgracia, sí, una
desgracia, Dígame dónde vive, por favor, al mismo tiempo se oyó que
el motor se ponía en marcha. Balbuceando, como si la falta de visión
hubiera debilitado su memoria, el ciego dio una dirección, luego dijo,
No sé cómo voy a agradecérselo, y el otro respondió, Nada, hombre,
no tiene importancia, hoy por ti, mañana por mí, nadie sabe lo que le
espera, Tiene razón, quién me iba a decir a mí, cuando salí esta
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mañana de casa, que iba a ocurrirme una desgracia como ésta. Le
sorprendió que continuaran parados, Por qué no avanzamos,
preguntó, El semáforo está en rojo, respondió el otro, Ah, dijo el ciego,
y empezó de nuevo a llorar. A partir de ahora no sabrá cuándo el
semáforo se pone en rojo.
Tal como había dicho el ciego, su casa estaba cerca. Pero las
aceras estaban todas ocupadas por coches aparcados, no
encontraron sitio para estacionar el suyo, y se vieron obligados a
buscar un espacio en una de las calles transversales. Allí, la acera era
tan estrecha que la puerta del asiento del lado del conductor quedaba
a poco más de un palmo de la pared, y el ciego, para no pasar por la
angustia de arrastrarse de un asiento al otro, con la palanca del
cambio de velocidades y el volante dificultando sus movimientos, tuvo
que salir primero. Desamparado, en medio de la calle, sintiendo que
se hundía el suelo bajo sus pies, intentó contener la aflicción que le
agarrotaba la garganta. Agitaba las manos ante la cara, nervioso,
como si estuviera nadando en aquello que había llamado un mar de
leche, pero cuando se le abría la boca a punto de lanzar un grito de
socorro, en el último momento la mano del otro le tocó suavemente el
brazo, Tranquilícese, yo lo llevaré. Fueron andando muy despacio, el
ciego, por miedo a caerse, arrastraba los pies, pero eso le hacía
tropezar en las irregularidades del piso, Paciencia, que estamos
llegando ya, murmuraba el otro, y, un poco más adelante, le preguntó,
Hay alguien en su casa que pueda encargarse de usted, y el ciego
respondió, No sé, mi mujer no habrá llegado aún del trabajo, es que yo
hoy salí un poco antes, y ya ve, me pasa esto, Ya verá cómo no es
nada, nunca he oído hablar de alguien que se hubiera quedado ciego
así de repente, Yo, que me sentía tan satisfecho de no usar gafas,
nunca las necesité, Pues ya ve. Habían llegado al portal, dos vecinas
miraron curiosas la escena, ahí va el vecino, y lo llevan del brazo, pero
a ninguna se le ocurrió preguntar, Se le ha metido algo en los ojos, no
se les ocurrió y tampoco él podía responderles, Se me ha metido por
los ojos adentro un mar de leche. Ya en casa, el ciego dijo, Muchas
gracias, perdone las molestias, ahora me puedo arreglar yo, Qué va,
no, hombre, no, subiré con usted, no me quedaría tranquilo si lo dejo
aquí. Entraron con dificultad en el estrecho ascensor, En qué piso vive,
En el tercero, no puede usted imaginarse qué agradecido le estoy,
Nada, hombre, nada, hoy por ti mañana por mí, Sí, tiene razón,
mañana por ti. Se detuvo el ascensor y salieron al descansillo, Quiere
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que le ayude a abrir la puerta, Gracias, creo que podré hacerlo yo
solo. Sacó del bolsillo unas llaves, las tanteó, una por una, pasando la
mano por los dientes de sierra, dijo, Ésta debe de ser, y, palpando la
cerradura con la punta de los dedos de la mano izquierda intentó abrir
la puerta, No es ésta, Déjeme a mí, a ver, yo le ayudaré. A la tercera
tentativa se abrió la puerta. Entonces el ciego preguntó hacia dentro,
Estás ahí. Nadie respondió, y él, Es lo que dije, no ha venido aún. Con
los brazos hacia delante, tanteando, pasó hacia el corredor, luego se
volvió cautelosamente, orientando la cara en la dirección en que
pensaba que estaría el otro, Cómo podré agradecérselo, dijo, Me he
limitado a hacer lo que era mi deber, se justificó el buen samaritano,
no tiene que agradecerme nada, y añadió, Quiere que le ayude a
sentarse, que le haga compañía hasta que llegue su mujer. Tanto celo
le pareció de repente sospechoso al ciego, evidentemente, no iba a
meter en casa a un desconocido que, en definitiva, bien podría estar
tramando en aquel mismo momento
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