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Juicios Orales

chispa18030125 de Octubre de 2011

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LITIGACIÓN PENAL

ANDRÉS BAYTELMAN Y

MAURICIO DUCE

PRESENTACIÓN DE ALBERTO BINDER

El juicio oral y público que tan trabajosamente vamos estableciendo y aceptando en América Latina no es un simple “artificio” procesal. Su naturaleza y fuerza institucional proviene de su estrecha vinculación con la dinámica del conflicto, con la ineludible inserción social de ese conflicto y con las finalidades políticas de la administración de justicia, vinculadas a la disminución de la violencia y el abuso de poder. Cuando decimos, con fórmula sintética, que el “litigio es un conflicto formalizado” nos referimos a este vínculo profundo entre las formas del juicio y la vida social. De ese vínculo surge una forma de transitar por el juicio oral que tampoco es artificial sino que está conectada a las mismas características del conflicto y las necesidades de institucionalizarlo. A ese tránsito, que tiene sus reglas, sus habilidades, su saber, sus compromisos políticos y su ética lo llamamos “litigar” y, posiblemente, junto con la capacidad de darle formas seguras a las múltiples variedades de la cooperación humana, litigar constituye el núcleo del “arte de la abogacía”.

Este “manual de litigación” que nos presentan remozado Mauricio Duce y Andrés Baytelman, ahora enriquecido con la experiencia docente de los últimos años, desarrollada en varios países de nuestra región, no es, en consecuencia, un libro auxiliar, es decir, para clínicas, “prácticas” o cursos complementarios sino un manual para el aprendizaje de la abogacía. Esta frase parece de circunstancia y por eso necesita una mejor justificación. En el estado actual de la literatura jurídica y, más aún, en la literatura dedicada a la enseñanza del derecho, un libro que se limitara a exponer teorías, conceptos, historias no necesita justificación. Menos aún necesitan justificación esos libros que apenas superan el simple relato de lo que dicen las leyes o hacen sinopsis del pensamiento de autores, aún de fácil lectura o disponibilidad. Esos son “textos de enseñanza” que admitimos y hacemos circular sin mayor cuestionamiento. Es francamente dudosa la utilidad para el estudiante de muchos de esos libros que hoy llenan los escaparates de las librerías universitarias. Lo que ocurre es que responden a los dos mayores vicios de la enseñanza actual del derecho: por un lado, el “saber forense”, entendido como el conocimiento de los trámites elementales del procurador, no ya del abogado; por el otro, el “conceptualismo”, es decir, una forma escolástica que confunde el derecho positivo con el derecho profesoral y entiende que la tarea más noble ( y teóricamente más fecunda) es rebatir teorías de otros profesores e inventar clasificaciones hasta donde el juego de la lógica lo permita.

El saber jurídico que trasmite esa literatura de enseñanza no sólo es pobre sino que le hace mucho daño a nuestros países. Gracias a ella nuestras universidades perpetúan una ideología del derecho al servicio de sistemas judiciales autonomizados de sus finalidades sociales, incomprensibles para la ciudadanía, atrapados por la cultura inquisitorial y poco eficaces para cumplir las más elementales tareas políticas. Todo ello en desmedro del imperio de la ley y de la fortaleza de nuestras instituciones. Creo que pocas veces como en el presente se ha puesto en evidencia la profunda contradicción de nuestra cultura jurídica con las necesidades sociales de seguridad, consolidación institucional, creatividad jurídica e igualdad social.

En este libro el alumno podrá descubrir los vínculos profundos que existen entre el saber práctico de la abogacía y sus más importantes funciones sociales. Aprender a trabajar en sistemas adversariales significa, nada más y nada menos, que fortalecer la capacidad del sistema judicial de reconocer los intereses de las partes y, en este sentido, “humanizarlo”. Significa también conectar mucho de los principios fundamentales de defensa de la persona con herramientas concretas y eficaces. La declamación sólo realza la poesía. La declamación de principios que no se respaldan en herramientas de trabajo sólo puede satisfacer a un narcisismo de lo “correcto” que degrada la lucha y la idea de la dignidad humana.

Si el conflicto es un juego de intereses que no se resuelven en armonía, el juicio deberá ser una estrategia para lograr que alguno de esos intereses triunfen. Esta idea que parece meramente utilitaria es mucho más respetuosa de la persona humana que aquélla que pretende que todos los intereses en conflicto deban ser subordinados a ideas abstractas de “verdad” o “justicia” que normalmente esconden la ideología de los jueces o la vana pretensión de su superioridad moral. Aprender a litigar es aprender a controlar la prueba y en esa actividad se resumen buena parte de las garantías judiciales que hoy conforman uno de los núcleos más importantes de los Pactos Internacionales de Derechos Humanos. Hace tiempo nos advirtió Ihering: “ La finalidad del derecho es la paz, el medio para ello es la lucha”. Si lográramos que la lucha por el Derecho se desarrolle en la sala de audiencia, ese pequeño espacio de civilidad que todavía nos resistimos a respetar y custodiar como el centro de la abogacía, seguramente haríamos avanzar nuestra cultura jurídica mucho más allá que cientos de tratados enjundiosos. Este manual sólo tiene sentido si existen “salas de audiencia” y por ello es un libro “estrictamente jurídico”,

Ojalá que el empeño de Duce y Baytelman se extienda por toda nuestra América Latina y que la esforzada reforma de nuestros sistemas de justicia penal vaya ingresando a golpes de buena enseñanza en nuestras Escuelas de Derecho, atrapadas cómodamente en un “sopor dogmático” o en un “ritual de repetición” que les permite sobrevivir sin traumas en medio de la crisis de legalidad y de la sinrazón jurídica.

ALBERTO M. BINDER

Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales (INECIP)

PRESENTACIÓN DE JUAN ENRIQUE VARGAS

Mucho se ha hablado de que reformas procesales penales, como las que se han impulsado los últimos años en Latinoamérica, entrañan un profundo cambio cultural. Poco, sin embargo, se ha avanzado en tratar de entender y explicar qué significa exactamente tal cambio cultural y menos aún en poder influir en él. Sin dudas la cultura de los operadores legales es algo complejo, integrado por elementos que juegan en diversos niveles. Están primeramente presentes las creencias y valores más profundos que los animan, su concepción del derecho y del rol que cada uno juega en él. Pero también integran esa cultura elementos menos elevados, más profanos y menos glamorosos si se quiere, tales como la forma como realizan su trabajo cotidianamente esos operadores, como se relacionan con sus colegas y superiores, en fin, la estructura de incentivos que existe dentro de la institución o profesión que desempeñan. Para influir en tal complejidad de factores se hace necesario también ejercer muy diversas acciones: cambios en el diseño normativo, en la estructura institucional, en los procedimientos de trabajo, en fin, hasta en las remuneraciones si se quiere, todo lo cual termina incidiendo en esa cultura y su reproducción. Como se ve, cada una de esas medidas afecta algunos de los elementos que gruesamente hemos descritos como constitutivos de la cultura. Hay sin embargo un tipo de acción que tiene la virtud de incidir al unísono en todos y cada uno de los niveles, aunque tradicionalmente no ha sido utilizado como tal. Nos referimos obviamente a la capacitación.

Decimos que la capacitación tradicional no ha sacado partido a sus potencialidades para incidir en el cambio de la cultura judicial prevaleciente, tanto por las limitaciones de su concepción, como por las debilidades en su ejecución. En cuanto a la concepción, lo más significativo ha sido la diferenciación tajante que se ha hecho entre la capacitación en teorías y conceptos y el entrenamiento en habilidades y destrezas. Sólo el primero, en el ámbito del derecho, ha sido realmente valorado y explotado, dirigiéndose allí el grueso de las acciones de capacitación de las Facultades de derecho y escuelas judiciales. El segundo, el de las destrezas, ha quedado olvidado e incluso ha sido menospreciado. Pero más relevante aún para estos efectos que la carencia cuantitativa de programas prácticos de entrenamiento, ha sido la creencia de que uno y otro nivel de capacitación están completamente diferenciados y no se intersectan. La creencia de que el entrenamiento en destrezas supone una capacitación teórica previa y de que esa capacitación en destrezas sólo sirve para transmitir habilidades pedestres y cotidianas, mas no nociones abstractas.

En cuanto a las debilidades de ejecución, son bien sabidas las múltiples deficiencias de la educación formal a la que son sometidos abogados, jueces, fiscales y defensores. La clase magistral, la repetición memorística, la ausencia de una preparación adecuada para resolver problemas, para usar información para enfrentar situaciones nuevas, son el común denominador de los programas. Si esto es claramente insuficiente para la formación de futuros abogados en las escuelas de derecho, lo es más agudamente aún cuando a los que hay que capacitar son operadores adultos con experiencia -buena o mala- en el ejercicio de su profesión. Programas recargados, que repiten lo que ya debió haberse estudiado en la Universidad o que se limitan simplemente a una exégesis

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