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La maldicion del chenque

JESSICA PEDERNERAResumen29 de Octubre de 2015

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LA MALDICION DEL CHENQUE

(2001)

EL CASTIGO DE LOS CHENQUES

Dicen los paisanos que el que cava y saca esqueletos y cosas de un chenque, que es el cementerio de los indios antiguos, tendrá un castigo de cien años para él y para su familia. Dicen que ahí están sus antiguos parientes y que ellos los maldicen. Dicen que todos los que han sacado flechas, huesos y cacharros se han muerto pronto o han quedado malditos. Y dicen que conocen muchas personas que han muerto por eso.

Los paisanos tienen miedo de pasar cerca de los chenques en la noche y los miran con respeto supersticioso. Los chenques son como tesoros enterrados.

Narrado por José Autalán, Comodoro Rivadavia (Chubut) 1952. Recopilado por Berta E. Vidal de Battini, 1984. Publicado en el libro «Cuentan los mapuches».

Capítulo III

La tapa misteriosa en el galpón

Sucedió lo que tenía que suceder: ese verano las pulgas y las garrapatas se multiplicaron como una verdadera plaga y Tacaño, solidario con todos los bichos que andan dando vueltas por ahí, les dio alojamiento a todos. Mi papá no necesitó decirme nada. Me dirigió una mirada que hasta Tacaño comprendió. El perro y yo, en silencio, nos encaminamos al galpón de atrás para acondicionar lo que sería su cucha: un gran cajón de madera que puesto de costado tenía lugar para colocar el almohadón de un sofá destrozado. Tacaño me observaba con atención sentado en la puerta, mientras yo quitaba algunas porquerías y el polvo del cajón. Muy pronto se levantó una nube de tierra en el interior y tuve que salir para respirar aire puro. A lo lejos se veía la figura de Maxi que venía con unos libros bajo el brazo. Seguramente eran los de química. Cuando sucedía esto, Maxi se descolgaba con la idea de algún experimento extravagante que siempre terminaba mal: las remeras manchadas o algún frasco o botellas rotas y la sensación de que así nunca seríamos científicos.

Cuando llegó, se enteró de lo que había pasado y abandonando los libros sobre un tronco, se dispuso a ayudarme en la tarea.

- Ya que estamos, vamos a ordenar todo el galpón. Vas a quedar bien con tu papá y de paso, veremos si hay algo que sirva -dijo refiriéndose a cualquier cosa que fuera útil para los experimentos, las investigaciones o su museo de antigüedades.

Pusimos manos a la obra. Yo me encargaba de sacar las cosas del galpón y él de seleccionar lo que se debía guardar o tirar. Hacía tres pilas: una para la basura, otra para lo que se debía volver a entrar y otra con las cosas que podrían tener algún tipo de interés para nosotros.

A medida que fuimos desocupando el galpón, veíamos que la que más crecía era la de la basura. El jefe de la estación se había encargado de llevarse todo lo que fuera útil. Lo que quedaba no servía para nada, ni siquiera para el experimento más tonto.

Bromeamos un poco por la mugre que llevábamos encima y decidimos descansar un rato. Fui hasta mi casa a buscar una gaseosa y al regresar, estaba Melisa.

- ¿Ahora se dedican a limpiar galpones o es un experimento nuevo? -preguntó con cierto tono de burla.

Íbamos a responderle cuando Maxi se dio cuenta de que Tacaño olfateaba con insistencia en un rincón del galpón.

- Seguro que encontró la cueva de una laucha -dije al pasar.

Él no lo creyó así y se levantó para investigar lo que tanto preocupaba a mi perro.

- Mañana es el cumpleaños de mi hermanita menor. Si quieren, pueden venir -dijo Melisa.

- Estaría bueno -dije yo observando cómo Maxi se dirigía al rincón con un palito en la mano Sin dejar de observar el suelo, me pidió una escoba.

Al costado del galpón había una medio destartalada, pero servía igual para quitar el grueso de la tierra que se acumulaba en el rincón.

Me dirigí hacia allí y vi que Tacaño estaba muy excitado. Le pregunté qué había.

- No estoy seguro, pero no es la cueva de ningún animal -dijo Maxi barriendo enérgicamente

Melisa se acercó a nosotros con curiosidad. Tacaño comenzó a gemir. Ahora estaba muy nervioso.

- La escoba no alcanza -dijo Maxi-. Ahora la tierra está muy dura.

- Yo no veo nada. Me parece que ustedes están un poco locos -comentó Melisa observando que se había ensuciado las zapatillas blancas.

Entre la basura había una barra de hierro que podía servir para retirar la tierra. Se lo alcancé a Maxi y al segundo golpe se escuchó un ruido metálico. Me miró satisfecho.

- ¿Viste que no era una guarida de ratones? - me preguntó sonriendo.

No respondí nada. Ahora estaba tan excitado como Tacaño, que jadeaba a mi lado.

Fui al taller de papá en busca de una pala y en pocos minutos una tapa de grueso metal quedaba al descubierto.

- Parece la tapa de un sótano -señalé.

- Sí -dijo Maxi golpeándola con la pala. El ruido ahora era hueco.

Melisa preguntó qué habría allí dentro, pero ninguno de los dos le supimos responder.

- Debe ser otro depósito -arriesgué.

- No lo creo -dijo Maxi mientras quitaba el último resquicio de polvo con sus manos-. ¡Miren! ¡Tiene figuras grabadas!

Todos -hasta Melisa a quien ya no le importaba la suciedad del lugar- nos arrodillamos junto a la tapa para observarla con detenimiento: cuatro extraños dibujos se alzaban en relieve. Cada uno de nosotros intentaba descifrar esas figuras, pero ningún argumento parecía válido.

Estábamos concentrados en esa tarea cuando escuchamos que alguien, silbando, se acercaba a la puerta del galpón.

Tacaño comenzó a ladrar con furia, pero sin moverse de su lugar.

Los tres miramos en esa dirección y por el polvillo y la luz del sol sólo pudimos ver una figura que se detenía y nos observaba. Luego de unos segundos reanudó su marcha, silbando nuevamente. «Seguro que están jugando a las muñequitas», dijo mientras se alejaba riendo con burla.

- Es Heriberto -comentó Maxi.

- Es insoportable -dijo con bronca Melisa.

Sólo cuando Heriberto se perdió en la distancia, Tacaño dejó de ladrar y nos miró jadeando, con la lengua afuera.

Propuse levantar la tapa, pero Maxi sugirió averiguar antes qué significaban los signos.

- ¿Para qué? -preguntó Melisa-. Levantemos la tapa y veamos qué hay.

Lo miré dándole la razón a Melisa, pero él insistió en averiguar primero qué querían decir los dibujos.

- Está bien -acepté-. De todos modos se está haciendo tarde y nos va a dar bastante trabajo. Parece que está muy agarrada a la tierra. Mejor nos damos un baño y nos encontramos en tu casa para buscar en tus archivos qué puede ser esto.

Maxi buscó entre los libros que había dejado sobre el tronco un papel en blanco y un lápiz y copió cada una de las inscripciones. Cerramos el galpón con el candado y nos fuimos.

A la hora y media estábamos los tres en la habitación de Maxi, quien ya estaba rodeado de gruesos libros iniciando su investigación.

Capítulo IV

La brújula que no es brújula

- ¿Qué encontraste? -pregunté con ansiedad, tomando asiento junto a Maxi, que estaba literalmente sumergido entre libros y papeles.

- No mucho -comentó sin quitar la vista del material-. Pero me da la impresión de que tiene que ver con algo indígena...

- Si acá no hubo indios -señaló Melisa, mientras miraba fascinada cada uno de los objetos que había en el cuarto-. ¿Esto para qué es? -dijo tomando entre sus manos la brújula.

Maxi no respondió. Seguía concentrado en su tarea.

Le respondí que era una brújula.

- ¡Qué rara!... Yo pensaba que las brújulas tenían que marcar el norte, el sur, el este y el oeste... ¿Qué clase de brújula es ésta que marca... ¡Acá están los dibujos de la tapa del galpón!

Maxi y yo nos abalanzamos sobre Melisa para mirar la brújula. Efectivamente, en lugar de los puntos cardinales, aparecían las figuras de la tapa metálica. Nos miramos en silencio, asombrados. Maxi reconoció que nunca antes le había prestado atención.

Nos sentamos alrededor de él, junto al escritorio para comparar los garabatos del papel y coincidían perfectamente. Fue hasta una repisa, tomó la lupa y miró con ella el interior de la brújula.

- Los dibujos están pegados en el fondo, encima de donde deben estar los puntos cardinales. Tenemos que abrirla -dijo.

- ¿No se van a enojar tus padres? -preguntó con temor Melisa.

- No nos queda otro remedio si queremos desentrañar este misterio -respondió con un tono severo.

Mientras Maxi buscaba en su escritorio alguna herramienta para abrir la brújula, los tres estábamos en silencio. El pueblo se preparaba para la hora de la cena y nosotros no éramos la excepción, por lo cual no nos quedaba mucho tiempo para nuestras investigaciones.

Por la ventana comenzó a oírse un silbido. Nos miramos. Sabíamos que era Heriberto. Pero... ¿nos estaba siguiendo o era pura casualidad? No dijimos nada, pero en el ambiente quedó flotando una mala sensación.

Maxi quitó la tapa de vidrio de la brújula. Con una pinza pequeña levantó con facilidad los cuatro dibujos y los depositó sobre un papel.

- ¿Qué quiere decir? -preguntó Melisa.

- Hum... No lo sé -dijo Maxi.

Quedé pensativo, concentrado en esos dibujos. Los había visto en algún lugar, pero no sabía dónde. De pronto lo supe.

- ¡Ya sé! -grité asustando a los demás-. ¡Mi mamá!

- ¿Tu mamá qué? -preguntó Maxi.

- Mi mamá tiene la respuesta -dije excitado-. Hay un tapiz colgado en el

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