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Libro Alonso

delalto86379 de Abril de 2014

12.999 Palabras (52 Páginas)265 Visitas

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Capítulo 1 ADIÓS A TORREMOCHA

Era un oscuro día de invierno. A través de mi ventana podía ver los árboles desnudos de hojas, azotados por el viento. Gruesas gotas de lluvia golpeaban el tejado de mi pequeña habitación. Acababa de despertar y me sentía feliz. Para mí no era un día cualquiera: era el nueve de febrero de 1539 y yo cumplía diez años. Salté rápidamente de la cama a pesar del frío y, tiritando, me vestí. Al lavarme la cara, me vi reflejado en el agua de la palangana. Realmente había cambiado. “Pero si casi soy un hombre!” pensé, al ver mi rostro. Mis oscuros cabellos caían desordenados sobre la frente y casi tapaban mis ojos. Mi padre siempre decía que eran tan negros que parecían carbón. ¡Mi padre! ¿Qué sería de él? Apenas recordaba el momento en que se marchara de nuestro pueblo de Torremocha, hacía cuatro años, a las lejanas y misteriosas Indias. Durante esa larga ausencia, muchas veces pregunté a mi madre: —,Por qué tuvo que partir? ¿Por qué nos dejó?

Ella, con paciencia, me explicaba una y otra vez que mi padre había viajado al Nuevo Mundo en busca de mejor suerte. —Alonso —me decía—, tu padre se fue porque la vida aquí, en Torreinocha, es muy dura. Con inviernos tan fríos y veranos tan calurosos no podemos tener buenas cosechas, y todos dicen que en las Indias no es difícil hacerse rico. Son muchos los de aquí, de los pueblos de Extremadura, que han partido a probar fortuna. Yo estaba resuelto desde hacía mucho tiempo. Había decidido que cuando cumpliera diez años, me marcharía a buscarlo. El momento había llegado. Sólo me faltaba convencer a mi madre, a quien no había dicho ni una palabra sobre mis proyectos. Ese día me senté junto al fogón, mientras ella, como todas las mañanas, preparaba el desayuno. Entonces me atreví a hablarle de mis planes. —Madre —le dije—, desde que mi padre se fue, lo único que he deseado es ir a encontrarme con él. —Alonso! —interrumpió, mirándome espantada—. ¡Te has vuelto loco!

Pero, madre, déjame explicarte... —iNi una palabra más! Ya es demasiado para mí vivir sin noticias de tu padre, sin saber nada de él... ¡y ahora tú!... ¡Jamás lo permitiría! Esperé que se tranquilizara y volví a hablar. Poco a poco logré que me escuchara, pero todo era inútil. No podía convencerla. —Alonso, tú tienes sólo diez años —decía una y otra vez—. No puedes emprender un viaje tan largo y peligroso. Quizás cuando seas algo mayor... —Pero, madre, yo ya soy capaz! ¿Cuántas noches he pasado solo, cuidando las cabras en el campo? ¿Recuerdas todas las veces que he ido a Montanchez, llevando recados del señor cura?

—Sí, hijo, pero... —intervino mi madre. —Y esa vez que salvé a Paco cuando cayó al pozo de la plaza! —continué seguro de la validez de mi argumentos. Conversamos muchas horas y cuando todo parece perdido le dije: —Además, he hablado con el señor cura, y me h dicho que si tú lo permites, mañana puedo viajar con é hasta Mérida. Allí me indicará dónde buscar a alguien con quien pueda seguir hasta Sevilla para embarcarme hacia las Indias.

—,De manera que ya has hablado con el señor cura? ¡Ahora lo haré yo! Se puso un manto y partió hacia la parroquia. Quise acompañarla, pero me detuvo: —Iré yo sola. Espérame aquí. Limpia el establo , cuida el rebaño mientras regreso. La vi salir caminando apresurada y permanecí inmóvil durante un rato. ¿Qué sucedería? Me puse a trabajar con el mayor empeño. No quería pensar. No podía siquiera imaginar que mi proyecto pudiera fracasar. Cuando por fin regresó, la vi tranquila pero m impresionaron su silencio y su rostro lleno de tristeza No me dijo nada y no me atreví a preguntar. Seguí con mi trabajo, pero a cada rato volvía a acercarme a la casa con la esperanza de que mi madre me dijera algo. Pero ella había comenzado a lavar la ropa y ni siquiera m dirigía la mirada.

Sólo cuando llegó la hora de la comida y nos sentamos a la mesa, me miró fijamente y me dijo: —Partirás mañana con el señor cura. El cree que eres capaz de ir solo en busca de tu padre... Se quedó en silencio y yo no me atreví a decir ni una sola palabra. —Tienes que prometerme —siguió-— que en cuanto lo encuentres, le dirás que regrese, que abandone esas tierras desconocidas y vuelva a casa. —Bajando el tono de voz y hablando como para sí misma, añadió—: Lo recuerdo a cada instante, su ausencia me llena de congoja... Yo comprendía las tribulaciones de mi madre, pero ya tenía su consentimiento y exclamé radiante: —Gracias, madre! Te prometo que lo encontraré y haré que vuelva.

—Ahora, conversemos seriamente. ¿Qué has pensado? ¿Cómo iniciarás tu búsqueda? —,Recuerdas la carta que nos mandó hace ya tres años? Nos decía que marcharía a unas tierras descubiertas por un señor llamado Pizarro. Al parecer, en esos lugares hay grandes riquezas. Estoy seguro de que no será tan difícil llegar, porque muchos van allá en busca de oro. ¡Quizás cuando lo encuentre él ya sea rico! Hablamos durante largas horas. Le conté todo lo que conocía sobre ese nuevo mundo misterioso, aunque reconozco que era muy poco lo que había logrado averiguar. Sin embargo, yo estaba seguro de encontrar a mi padre y logré contagiar algo de mi optimismo a mi madre. Al día siguiente, al despuntar el alba, emprendí el camino. Me alejé de mi hogar, mientras mi madre, tratando de disimular su tristeza y de contener sus lágrimas, permanecía inmóvil ante la puerta de nuestra casa. Sentí un dolor intenso. ¡Qué difícil me pareció en ese momento cumplir mis propósitos! El cura, don Anastasio, era regordete, simpático, sencillo y de bondadoso semblante. Usaba una vieja

sotana remendada prolijamente y un sombrero le cubría la cabeza y su escaso cabello. Montados en nuestros burros y bajo una suave llovizna, conversamos durante todo el camino. Pacientemente el buen sacerdote contestó las mil preguntas que yo h hacía. —He pensado mucho en tu viaje —me dijo—. Ser una gran aventura para ti. Deberás ser prudente y tener coraje, pues no será nada fácil. —Trataré de ser prudente, se lo prometo, padre Pero yo estoy seguro de que me va a ir bien. Lo único que quiero es encontrar lo antes posible a mi padre Dicen que es tan grande el Nuevo Mundo. ¿Será tan grande? ¿Qué cree usted? —Todos dicen que es inmenso y que falta mucho por descubrir y explorar. —Me gustaría estar ya en Sevilla, listo para partir Voy a conocer tierras extrañas. Me han dicho que ha animales muy raros. El tío de mi amigo Diego fue a Nuevo Mundo. Cuando regresó todos se reunían pan escucharlo hablar de lo que había visto. Hasta contó que hay unos pájaros de tod os colores que hablan. ¡Que ganas de ver uno de esos pájaros! —exclamé entusiasmado.

—No sólo hay animales diferentes. Los frutos son muy distintos a los nuestros y tan sabrosos que parecen miel —me dijo el sacerdote. Y sacudiéndose el agua que la llovizna había acumulado en el ala de su sombrero, continuó —: También los hombres que habitan esas tierras tienen costumbres muy diferentes. —Van desnudos y se comen entre ellos! Dicen que no son hombres, que son animales y que no tienen alma. —En eso te equivocas, te lo aseguro. Ellos son hombres iguales a nosotros. Lo que ocurre es que aún no conocen a Cristo y es nuestro deber llevarles el evangelio. —Ya sé lo que me va a decir! —me anticipé— . . . que yo también tengo que enseñarles. ¡Pues claro que lo haré! Les voy a enseñar lo que he aprendido con usted. Cabalgamos durante todo el día. Al caer la tarde,

divisamos las ruinas de una ciudad. —Mire, mire, padre! ¿Qué es eso tan enorme sobre el río? Nunca en mi vida había visto algo tan grande. —Es un puente romano, hijo. Y esas son las ruinas de la antigua ciudad de Mérida. Hace varios siglos, los romanos conquistaron España y nos trajeron su cultura. Muchas de nuestras costumbres las hemos heredado de ellos. —Qué costumbres? —pregunté, curioso. —El idioma, por ejemplo. Ellos hablaban latín, el mismo que yo uso cuando celebro misa. El castellano que tú hablas ahora proviene del latín. También nos dejaron muchas construcciones, como el acueducto de la ciudad de Segovia. —Y después los moros conquistaron España, ¿no es cierto? —Sin dejarlo responder, continué—: Pero ya nos libramos de ellos. Los reyes Isabel y Fernando lograron echarlos para siempre. —Así es, hijo. Pero también heredamos de ellos muchas cosas buenas, y construcciones muy hermosas. Ahora que tú conocerás Sevilla, verás el Alcázar y una torre muy alta que se llama La Giralda. Todo eso fue construido por los moros — me dijo el señor cura. Se quedó unos minutos en silencio, como pensando y volvió a hablar—: ¿Te das cuenta, Alonso, de que ahora nosotros los españoles somos los que estamos conquistando un nuevo mundo? Tenemos que llevar nuestras buenas

costumbres a los hombres que lo habitan. Tenemos que construir y, sobre todo, como ya te dije, tenemos que enseñarles a conocer a Jesús. Llegados a la entrada de la ciudad, don Anastasio se detuvo y me dijo: —Está bien, Alonso, aquí debo dejarte. Sin decir nada, me bajé del burro y le entregué las riendas. El sacerdote me dio su bendición y un último consejo: —Ve a la posada El Toro a ver si encuentras alguna compañía para seguir tu viaje. Allí siempre llega buena gente. Me hubiera gustado ir contigo y dejarte allí bien recomendado. Pero se me ha hecho demasiado tarde y debo continuar. Nos despedimos. Mientras se alejaba, tuve repentinamente la visión de mi madre junto a la puerta de nuestro hogar. Me di cuenta de que estaba solo.

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