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Sesión N° 01: Leer el mundo


Enviado por   •  31 de Mayo de 2023  •  Síntesis  •  6.081 Palabras (25 Páginas)  •  24 Visitas

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SESIÓN N° 01: LEER EL MUNDO

RECUERDA
Aparte de los libros, estamos rodeados de otras muchas lecturas: etiquetas, publicidad, mapas del tiempo, páginas telefónicas, planos, iconos, Internet... En algunos
casos, es muy importante comprender su mensaje a las mil maravillas. ¿Estás tú
preparado para interpretarlos correctamente?


COMPRUÉBALO
Contesta a estas preguntas:
• ¿Localizas rápidamente la fecha de caducidad de un producto antes de comprarlo?
• Cuando consultas una enciclopedia, ¿aciertas con el tomo que necesitas?
• ¿Sabes establecer una ruta en un mapa con rapidez?
• ¿Lees y comprendes las indicaciones de un GPS?

• ¿Sabes leer las calles de tu localidad? (el lugar en el que comienzan los números, si se encuentran a la izquierda o a la derecha...).

• ¿Consultas y comprendes con rapidez las instrucciones de un aparato?
• ¿Interpretas correctamente la información de un ticket de supermercado?
• ¿Conoces toda la información que contiene un billete de tren o de autobús?
• ¿Sabes
leer un billete (10 ó 20 euros) y sus medidas de seguridad?


EN EQUIPO
Cada miembro del equipo prepara una lectura funcional (ticket, mapa...) y escribe
cinco preguntas sobre los datos que se pueden consultar.

Fíjate en este ejemplo:

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Intercambiad las lecturas con las preguntas hasta que todos hayáis realizado cada
una de ellas. Después, comentad las dificultades que habéis encontrado.

MEJORA...
Intenta interpretar todos los tipos de lecturas funcionales que caigan en tus
manos. Si alguna te resulta más compleja, practica hasta que consigas localizar todos los datos con la mayor rapidez posible

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Entre guerra y miseria

No me llaman. No me llamo. No tengo
nombre, ni pasado, ni familia, salvo la de
mi amo. Cuando me necesita, me silba.
«Eh, tú, ven aquí». Soy un esclavo, su
esclavo.
No me acuerdo de mi vida de antes,
de mi vida antes de mi secuestro. No quiero acordarme. Me duele cuando me acuerdo. Y cuando me duele, lloro. Pero al amo no le gusta que llore. Si lo hago, me toca recibir más latigazos de los que me corresponden. Así que no me gustan los recuerdos, los ahuyento de mi memoria. Ni
siquiera le hablo de ello a Sonyor, el otro
esclavo de la casa, una chica.
Es un hombre culto mi amo. Sabe leer
y escribir, ha ido a la universidad. Creo
que hasta ha vivido en el extranjero. Yo
soy un ignorante, me lo dice casi todos
los días. Me dice también que me compró en el mercado porque le daba pena.
Me dice que en su casa estoy protegido,
que él es mi padre y que debo obedecerle como un hijo obedece y respeta a su
padre.
¡Menudo embustero! Me compraste
para satisfacer tus sucias necesidades.
Lavar tu sucia ropa, limpiar tu sucia casa,
cambiar las sábanas de tu cama. Sin mí,
hubieras tenido que pagar los servicios
de un mayordomo de verdad. ¡El pequeño esclavo que viene del sur resulta mucho
más práctico!
Cuando vienen tus amigos, tengo que
servirles como te sirvo a ti. Tengo que sonreír, que llamarles «señor», que inclinarme ante ellos. Y ellos me miran como a un animal curioso. Di, ¿cuántos esclavos les procuraste mientras estabas en el sur? ¿Cuántas jóvenes has metido en sus
camas? ¿Cuántas chicas has llevado a
sus cocinas?

Un día te oí hablar con otro militar.
Estaba en el sur, contigo, y solía visitarte allí. Te preguntó si yo era un buen producto. Hiciste que me acercara a ti, pusiste tus manos en mi cara, apretaste mis
mejillas con tus dedos para que abriera
la boca, y le enseñaste mis dientes.
«Mira qué dientes más sanos tiene.
Hasta ahora, no se ha puesto nunca enfermo. No me ha costado nada en medicamentos. He de decirte que tengo cuidado con él. Le pego justo lo necesario para que se vuelva más obediente. ¡Me tiene tanto miedo!».
Y te echaste a reír; tu amigo también.
Tienes razón, sí, te tengo miedo. No
me atrevo a levantar la vista, no me atrevo a erguir la espalda cuando me llamas
para darme una orden. Hace tantos meses
que no me enderezo, que seguro que no
podré volver a hacerlo jamás. Tengo miedo, pero te odio. ¡Y un día, mi odio será más fuerte, créeme!
¡Si al menos no tuviera cadenas en los
pies! Andar como quiera, correr por el
patio, subir los escalones de la casa de
cuatro en cuatro. Los grilletes me hieren
los tobillos, me cortan la piel. El amo se
dio cuenta. Me dio un trapo viejo para
que me lo pusiera entre el grillete y la
piel, y me dijo: «No tenías que haber
intentado huir. La culpa es tuya». «Sí,
amo», le respondí. «Gracias, amo».
Tengo hambre. Yo como las sobras
cuando él quiere dármelas, sobre todo los
restos de carne. Eso me gusta, la carne.
Si no, me da arroz una vez al día. Desde
que puedo acordarme, siempre tengo hambre. Incluso antes. Mi madre solía lamentarse en casa: «No tengo nada que dar de comer a mis hijos, no tengo nada que dar…». ¿Por qué me acuerdo de eso hoy?

Me acuerdo de lo que decía, pero no
recuerdo su cara. ¡Qué palabra tan extraña cuando la pronuncio, «mamá»!
Me acuerdo del pueblo, pero no me
acuerdo de la gente. Me acuerdo del polvo
y de la arena que cubren la plaza en la
que se reúnen los hombres por la tarde,
pero no me acuerdo de sus conversaciones. Me acuerdo de una mano que aprieta la mía, pero no me acuerdo del que
marcha a mi lado. Sólo sé que en este
momento tengo hambre. Me acuerdo de
las risas infantiles, pero no me acuerdo
de los juegos. Me acuerdo de nuestra casa,
pero no me acuerdo de mi familia.
¡No debo llorar! ¡No debo llorar! ¡No
debo llorar!
A veces, es más fuerte que yo: un olor
en el patio, un ruido en la casa, la sonoridad de una palabra y ¡hop!, los recuerdos me vuelven a la memoria. Las lágrimas llegan desde muy lejos a mis ojos, porque intento retenerlas el mayor tiempo posible.
Los sollozos me ahogan la garganta,
el corazón late hasta salirse del pecho y,
de repente, las lágrimas surgen debajo
de mis párpados. La boca se tuerce, la
nariz moquea. Todo mi rostro está empapado. Ya no veo nada, las lágrimas chorrean por mi boca. Con la lengua, las
lamo, para no perderlas. Son mías, me
pertenecen.
Es todo lo que poseo, lágrimas saladas que trazan surcos claros sobre mi piel
sucia, que picotean mi carne. Y me acuerdo de aquel día como si fuera ayer. El
último día en mi pueblo.
Los soldados caían sobre el pueblo. La
población se dispersó gritando. Las mujeres gritaban más fuerte que nadie, reuniendo a sus hijos como hubieran hecho con el rebaño en un gesto de protección última.

...

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