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Uvas de mi pajuelo

Lalo Alcocer SotilApuntes11 de Julio de 2017

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La   flor   de   la  higuera

  1. Boda   de   la  gaviota   y  el  gallinazo

Mito  moche

        Una gaviota de Huanchaco se enamoró perdidamente de un gallinazo. La boda se realizó en la playa. Debió ser en el verano. Al mediodía. Cuando el calor aprieta. Asistieron todas las aves. El buitre actuó como padrino del novio. Y como padrino de la novia, el kágalo, pájaro peleador que observa quién come más para hacerle vomitar a punta de golpes.

En lo mejor de la fiesta, el kágalo invitó al gallinazo a nadar. El gallinazo accedió. Al principio, lo hizo con estilo y agilidad en los remos. Como no tenía mucha práctica, una ola lo traicionó. No supo capear el remolino, que jala para abajo. Presa fácil del calambre, no logró serenarse. Tragando agua se fue a pique.

La gaviota quedó viuda. Guardó duelo para siempre. Fidelidad eterna. Nunca más se volvió a casar. Tampoco regresó a alta mar. Y apartada de sus congéneres, vivió en las playas solitarias.

Trujillo, 17 de octubre del 2001

2.   El   editor   ganzúa

        Jorge Buendía frecuentaba las aulas de una Universidad de Trujillo. Llevaba la asignatura de Etnolingüística. La dictaba el doctor Karl Porras, negro del puerto de Salaverry. No había estudiado ni Etnología ni Lingüística, pero sí preparaba un volumen de 100 páginas titulado Vocabulario de la lengua culle. Le había pedido como práctica de campo que le trajera un mínimo de 15 palabras en el dulce idioma de sus antepasados.

        Sus esfuerzos por confraternizar con pastores de puna habían sido infructuosos. Había explorado los rincones más escondidos de las serranías de Huamachuco. Al tercer día se hallaba en medio de una amplia llanura, rodeado de llamas, alpacas, vicuñas, guanacos, caballos y yeguas.

        Todo parecía como al principio del mundo. Todo respiraba un aire de égloga virgiliana. Verdes pasturas sin árboles, montañas escarpadas y luminosas, machos y hembras por ahí, de su cuenta, en plena animalidad, totalmente dependientes de la madre naturaleza. El aislamiento era perfecto. «Nadie me hace compañía» pensaba Jorge Buendía.

        Se tendió en el ichu. Miró los alrededores. Descansó un largo rato. Y después reemprendió la caminata. Desde el fondo de la meseta una paisana y su hija lo divisaban, temerosas. Primero fue un punto negro en el horizonte. Luego fue creciendo a medida que se acercaba a las 2 zagalas. Éstas, en pleno siglo XX, creían que el Demonio se había metido en el cuerpo de Jorge Buendía para robarles el  alma de ellas. Y en cuanto lo tuvieron a 7 metros de distancia, recogieron del suelo sendas piedras para arrojarle. Si hubieran criado perros bravos, se los hubieran echado encima, que el pobre es arisco con el forastero y defiende sus miserias con lo que puede. Jorge Buendía hubiera muerto lapidado, como en la  Biblia primitiva del ojo por ojo y diente por diente, si las 2 atacantes hubieran acreditado más puntería que fanatismo católico. A la madre se le inyectaron sus ojos de odio. Al tiempo que disparaba los proyectiles tronaba:

        ¡Shapingo! ¡Largo de aquí!

        Jorge Buendía esquivaba los chinarros. Como un equilibrista de circo bailaba al son que le tocaban las 2 centinelas. Las piedras pasaban ya por la derecha, ya por la izquierda. Ninguna daba en el blanco. A la par que saltaba, se desprendió de un enorme crucifijo que le colgaba del cuello, y lo mostró. La imagen rutilaba a la luz del último sol.

        Yo no soy shapingo. ¡Soy cristiano!

        La matrona respiró profundo: adentro afuera, adentro afuera. Un poco que se calmó. Suavizó su rostro curtido por el frío jalquino. Matizó su beligerancia. Con rabia salvaje lo miró de abajo para arriba y de arriba para abajo.

        Pasaba por acá. Si usted me lo permite, desearía preguntarle: ¿existen otras cuevas además de las que ustedes ocupan actualmente?

        Sí. Mudamos de gruta conforme se agota el forraje de las jalcas. Te mostraré una. Sígame.

        Un momento. Antes prefiero entregarles un presente por las molestias que les he causado.

        Y diciendo esto Jorge Buendía depositó en la tierra eriaza el morral que quipichaba a las espaldas. Extendió una larga manta a colores chillones, y fue depositando pausadamente cecinas de borrego, saquitos de cancha reventona y queso fresco, puñados de coca, un checo calero repleto de cal, talegas de arroz, fideos, quinua y trigo, un cuartito de kilo de ají escabeche, cajetillas de cigarros, bolsitas de azúcar, té, sal, pimienta, orégano y cominillo, una espléndida botella de chicha de jora, mote de la misma laya u otro tente en pie.

        Son suyos  les dijo.

        La señora no podía creer lo que habían escuchado sus oídos. Jorge Buendía tuvo que repetir el ofrecimiento.

        Son suyos, señora, por favor.

        ¡Gracias, papito! Y yo que te confundí con el Diablo. Perdóname. Que Dios te lo pague con su Infinita Misericordia. Ahorita mismo te cocino la merienda.

        Todo lo que vino después fue relajo y reciprocidad andina. Comieron y bebieron hasta que no pudieron más.

Jorge Buendía preguntó a la madre a boca de jarro:

Y ustedes ¿no tienen miedo vivir en estos parajes tan solitarios?

No, porque no hay cementerio todavía.

A la indígena se le hacía duro despedir al generoso huésped. Como había empeñado su palabra, casi anocheciendo dio la orden de partir. Durante media hora los 2 caminaron a oscuras, en fila india, siguiendo una senda escabrosa que sólo la anfitriona conocía.

        Si daban un paso en falso, se desbarrancaban. Caían de bruces en abismos de 30 metros de profundidad. Resultaba poco menos que imposible guardar el equilibrio. Era noche cerrada cuando llegaron al otro refugio.

        A la mañana siguiente, madre e hija sirvieron el suculento desayuno. Para robarse la confianza de ambas Jorge Buendía les ayudó a pastear el ganado. Durante su permanencia fue para ellas el hijo y el hermano mayor que nunca habían tenido. Entre chistes y bromas, y como quien no quiere la cosa, le enseñaron, no 15, sino 200 palabras de la lengua culle.

        En Etnolingüística Jorge Buendía obtuvo nota «sobresaliente». Las otras 185 palabras las dividió en grupos de 15, que vendió a sus compañeros de clase, los mismos que aprobaron el curso con la máxima calificación.

        Son conocidas las rivalidades enconadas y mezquinas entre los negros del puerto de Salaverry y los negros del puerto de Chimbote. Jonás Ruiz, alias Editor ganzúa, oriundo de Chimbote, en su adolescencia había sido pirañita. Había establecido en el barrio Chicago la Empresa Cena Editores. Y aspiraba a convertirse de la noche a la mañana en el Juan Mejía Baca de Trujillo.

        Eso de Cena Editores parecía un chiste de humor negro. Sólo estaba pintada en la pared. No tenía oficina propia. La computadora Pentium IV la había adquirido a plazos. Debía el alquiler del local. El celular funcionaba sólo cuando le convenía. Desde el ojo mágico de la puerta de entrada espiaba a los clientes. Y el papel se lo había fiado una librería trujillana con la garantía de un editor de Santiago de Chuco. Cuando las cosas se ponían color de hormiga simplemente Jonás Ruiz cargaba con todas sus chivas, y se perdía en el arenal de Chimbote.

        Jonás Ruiz no operaba solo. Su brazo derecho y hombre de confianza era Ángel Negrón, negro currundengo del puerto Malabrigo. Había estudiado Ingeniería de Sistemas y digitaba los textos a la diabla, con faltas de ortografía. No respetaba ni las sangrías, ni las tildes.

        Ángel Negrón refocilaba el estómago en la sebichería «El Caxamarqués». Una rica hembra de Cajamarca la bella les pelaba los dientes a los comensales. De sebiche sólo tenía el nombre. Más que pescado había cancha y cebolla arequipeña. El agua mal hervida de la chicha correlona los hacía correr al baño con la velocidad del pedo y reventando cohetes. Allí fue a recalar el negro Karl Porras, que tenía el olfato finísimo del sabueso hambriento. Buscaba un editor para su Vocabulario de la lengua culle.

        Has caído en el lugar indicado y en  la hora indicada.

        ¿Sí?

        Claro. Jonás Ruiz es tu hombre.

        Cuando acabaron el sebiche de dos soles cincuenta, se pararon, salieron del cuchitril y atravesaron en diagonal la inmensa Plaza de Armas de Trujillo. Y desempedrando calles llegaron al cuarto donde Jonás Ruiz había sentado sus reales.

        Ante esta inesperada e ilustre visita la imaginación gansteril de Jonás Ruiz se creció. Por las puras no vivía en el barrio Chicago. Se sentó ante la computadora Pentium IV e hizo alardes de sus destrezas de digitación.

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