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Mesopotamia: cuna de las artes, cuna de la música


Enviado por   •  30 de Noviembre de 2016  •  Ensayos  •  2.835 Palabras (12 Páginas)  •  232 Visitas

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Mesopotamia: cuna de las artes, cuna de la música

Hernán Alberto Salazar Cabarcas – Músico

En el crisol cultural del Medio Oriente, esta gran franja intercontinental que abarca el occidente de África, la cuenca del Mar Rojo, todo lo que los occidentales llamamos Tierra Santa hasta las vertientes de los grandes ríos Tigris y Éufrates, se han fundido gran parte de los desarrollos, no solo artísticos, si no sociales y culturales, que gracias a las distintas “globalizaciones” emprendidas por las potencias antiguas, como Egipto, Persia, Macedonia, lograron permear en forma significativa, casi todo el panorama social del mundo Mediterráneo, lo que le permitió llegar hasta nuestra cultura, esa herencia de pueblos tan lejanos como el sumerio, el acadio o el babilonio.

En la gran franja de tierra que se encuentra entre las vertientes de los ríos que fluyen de norte a sur, el Tigris y el Éufrates, al contrario del Nilo que fluye de sur a norte, surgió una importante civilización, que, guardando las proporciones, solo podríamos comparar con la grandeza de la egipcia, también emergida gracias a la fertilidad proporcionada por otro majestuoso río.  Gracias a la mencionada fertilidad de los terrenos, que año tras año eran abonados por el limo que dejaban los ríos luego de las inundaciones, los pueblo nómadas encontraron el lugar propicio para asentarse y dedicarse a la agricultura, a la ganadería y a otra serie de actividades propias del hombre sedentario, como la alfarería, pues ya no era necesario almacenar los líquidos, como el agua, el vino o la cerveza, en odres de cuero mucho más fáciles de transportar que una rígida y pesada tinaja de barro.

Como se dijo anteriormente, la grandeza de las culturas surgidas entre los dos ríos, Mesopotamia, como las llamarían los griegos, solo es equiparable a la grandeza egipcia, siendo dos culturas surgidas con cierta paralelidad, asentados en sus territorios desde el neolítico, bañadas por espléndidos cauces que proporcionaron la riqueza y abundancia de sus tierras, pero que para fortuna del legado egipcio, esta civilización tuvo una perdurabilidad en cuanto a lo étnico, lo que permitió que su desarrollo artístico y cultural fuera prácticamente aislado y permanente, llegando hasta días modernos, en un relativo buen estado, mientras que las culturas mesopotámicas fueron producto de una gran diversidad de influencias étnicas, amén de los grandes procesos y cambios acaecidos por las dominaciones de las distintas potencias emergentes que pretendieron dominar a los pueblos más débiles, imponiendo sus costumbres a los oprimidos y solo rescatando de ellos algunos aspectos de relevancia que permitieran enriquecer más las costumbres de los opresores, logrando que en la región, las costumbres artísticas, arquitectónicas y sociales, produjeran una singular variedad de estilos.  (Desroches-Noblecourt, 1979).

Con el florecimiento de las ciudades, muchas de ellas conocidas por nosotros por los relatos bíblicos contenidos en el Antiguo Testamento, como Erek, Akad, Ur, Jericó, etc., y otros como Akkad, Nippur o Eridu, nombres reemplazados por topónimos arábigos, surgieron los primeros estados organizados de la antigüedad, y que permanecieron sepultadas bajos gigantescas capas de barro, al menos los tesoros más preciosos, como las tumbas reales de Ur, halladas hasta la primera mitad del siglo XX, como ocurrió con otros importantes hallazgos arqueológicos descubiertos en la misma zona.  La intuición, el azar o el poder de convencimientos que los europeos llegaron a tener ante los modernos pobladores de esas regiones, permitieron que se pudieran emprender las exploraciones en unas extrañas montañas o colinas llamadas tells, pues en el paisaje mesopotámico de los siglos XVIII, XIX y principios del XX, no había nada llamativo que denotara la presencia de una imponente civilización, como sí ocurrió en Egipto, donde, a pesar de las tormentas de arena en algunos sectores, las pirámides, los obeliscos, los grandes templos, estaban a simple vista.  

Cuando el diplomático francés Paul-Emile Botta, en 1843, obtiene el permiso del chaik Ab der-Rahman para excavar los tells de Qujundijiq y Khorsabad, encuentra las ciudad legendaria de Nínive y el palacio del rey asirio Sargón, respectivamente.  Estos tells, no eran otra cosa que los zigurats, la morada de los dioses, existente en cada una de estas ciudades estado, las que a su vez, tenía su propio dios protector o patrón.  El zigurat es una edificación con una base, mayormente rectangular, hecha en adobes secados al sol y recubierta por ladrillos cocidos para una mayor firmeza, los cuales, en su momento de máximo esplendor, llegaron a ser recubiertos por una vitrificación cromática, a la que se superponían otras terrazas escalonadas, dando una sensación piramidal, rematados por un templo donde habitaban los dioses, al que se accedía por extensas escaleras laterales o en espiral, logrando con ello, acercar esa morada espiritual hacia el cielo, como nos lo enseñó el relato bíblico de la Torre de Babel (Babilonia, que no era más que un ambicioso zigurat, que seguramente, por la fragilidad del adobe secado al sol, no resistió el peso de semejante estructura que pretendía tocar las nubes para que el rey Nemrod estuviera más cerca de los dioses.

Hasta el momento de estos descubrimientos, lo único relacionado con culturas antiguas, que se había podido encontrar, a simple vista, en aquella región, fue una serie de ladrillitos o tablillas de arcilla secada al sol, con unas extrañas marcas, que parecían indicar algún intrincado y críptico sistema de escritura, el cual había sido desplazado, en esa zona y sus alrededores, por los trazos de la escritura árabe, asentada allí desde hace más de mil años.  Cuando el lingüista alemán Georg Friedrich Grotefend (1775 – 1853) inicia la tarea de descifrar la escritura cuneiforme, denominada así en 1700 por el profesor de la Universidad de Oxford Thomas Hayde (1636 – 1703), quien había estudiado los reportes del viajero italiano Pietro Della Valle, el cual en uno de sus viajes al Oriente Medio, copió una serie de inscripciones halladas en las puertas del palacio del rey Darío, en Persépolis, capital de la dinastía Aqueménida del imperio Persa.  Como vemos, para llegar a las deducciones realizadas por Grotefendel, debieron pasar cerca de 200 años y lograr la colaboración de varios lingüistas, arqueólogos y aventureros, como el caso del militar, noble, diplomático y orientalista Henry Creswicke Rawlison (1810 – 1895), quien es considerado el fundador o padre de la asiriología, quien en el desarrollo de sus exploraciones en la región, descubrió, en un acantilado, una gran inscripción conmemorativa del rey Darío I, escrita en los tres idiomas oficiales del imperio, el persa antiguo, el elamita y el babilonio, conocida como la Inscripción de Behistún, inscrita como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 2006.  El texto escrito en persa antiguo fue rápidamente traducido por Rawlison en 1838, pues era un idioma conocido, mientras que los otros dos fueron descifrados hacia 1843.  Este hallazgo, guardando las proporciones y siguiendo parangón realizado anteriormente con Egipto, vino a ser lo que para Jean-Françoise Champollion (1790 – 1832) fue el haber descifrado la Piedra de Rosetta en 1822, abriendo así una Caja de Pandora que daría como resultado el nacimiento de la egiptología.  Además de la Inscripción de Behistún, otros descubrimiento arqueológico de gran ayuda para entender la escritura cuneiforme, fue el descubrimiento de la biblioteca, si así se puede llamar, de Asurbanipal, dentro de las excavaciones de Nínive, la cual contenía un archivo con miles de tablillas, siendo este, tal vez el archivo real más antiguo.

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