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Algunas Consecuencias Psíquicas De La Diferencia Sexual Anatómica

urdyanira25 de Noviembre de 2012

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En mis propios escritos y en los de mis discípulos destacase cada vez más la necesidad de impulsar los análisis de los neuróticos hasta penetrar en el más remoto período de su infancia en la época del primer florecimiento de la vida sexual. Únicamente la exploración de las primeras manifestaciones de la constitución instintual innata en el individuo, así como de los efectos que despiertan sus primeras vivencias, permite apreciar correctamente los dinamismos que han motivado su neurosis ulterior, salvaguardándonos al mismo tiempo contra los errores en que podrían inducirnos los remodelamientos y las superposiciones de la madurez. La importancia de esta condición no es sólo teórica, sino también práctica, pues distingue nuestros esfuerzos de la labor de aquellos médicos que, guiados por una orientación exclusivamente terapéutica, aplican también los métodos analíticos, pero sólo hasta cierto punto. Tal análisis de la más temprana edad es arduo y laborioso, planteando demandas, tanto al médico como al paciente, cuyo cumplimiento no es siempre facilitado por la práctica. Además conduce hacia regiones tenebrosas en las que carecemos todavía de jalones señaladores, al punto que, según creo, los analistas pueden contar con la certeza de que, por lo menos durante las próximas décadas, su labor científica no correrá peligro de mecanizarse ni de perder así parte de su interés.

Me propongo exponer en las páginas siguientes ciertos resultados de la investigación psicoanalítica que tendrían suma importancia si se pudiese demostrar su vigencia general. Siendo así, ¿por qué no pospongo su publicación hasta que una experiencia más copiosa me haya suministrado esa prueba necesaria, si es que ella es alcanzable? Simplemente porque las condiciones en las cuales se desenvuelve mi labor han experimentado una modificación, cuyas implicaciones no puedo seguir ocultando. Tiempo atrás, yo no era de aquellos que se sienten incapaces de retener para sí un supuesto descubrimiento hasta haber llegado a confirmarlo o a corregirlo. Así, mi Interpretación de los sueños (1900) y mi Análisis fragmentario de una histeria (el caso de Dora) (1905) fueron mantenidos por mí en secreto, si bien no durante los nueve años aconsejados por Horacio, por lo menos durante cuatro o cinco, hasta que por fin los entregué al público. En aquellos días, empero, el tiempo se extendía sin límites ante mí -oceans of time, como ha dicho un amable poeta-, y el material de observación acudía a mí con riqueza tal que me era difícil rehuir el impacto de las nuevas experiencias. Además, yo era entonces el único laborador en un terreno virgen, de modo que mi reticencia no significaba ningún riesgo para mí ni perjuicio alguno para los demás.

Todo eso ha cambiado ahora. El tiempo que me queda es limitado y ya no se halla totalmente ocupado por el trabajo, de modo que las oportunidades de efectuar nuevas observaciones no son ya tan numerosas. Cuando creo advertir algo nuevo no tengo la certeza de poder aguardar su confirmación. Por otra parte, cuando flotaba en la superficie ya ha sido decantado, y lo que resta ha de ser laboriosamente recogido buceando en las profundidades. Por fin ya no estoy solo: una pléyade de afanosos colaboradores está dispuesta a aprovechar aun lo inconcluso y lo dudoso, de modo que bien puedo cederles una parte de la labor que en otras circunstancias habría concluido yo mismo. Así, me siento justificado en esta ocasión al comunicar algo qué requiere urgente verificación, antes de que sea posible decidir respecto de su valor o su insignificancia.

Cuando estudiamos las primeras conformaciones psíquicas que la vida sexual adopta en el niño, siempre hemos tomado al del sexo masculino, al pequeño varón, como objeto de nuestras investigaciones. Suponíamos que en la niña las cosas debían ser análogas, aunque admitíamos que de una u otra manera debían ser también un tanto distintas. No alcanzábamos a establecer en qué punto del desarrollo radicaría dicha diferencia.

La situación del complejo de Edipo es en el varón la primera etapa que se puede reconocer con seguridad. Es fácil comprenderla porque el niño retiene en dicha fase el mismo objeto que ya catectizó con su libido aún pregenital en el curso del período precedente de la lactancia y la crianza. También el hecho de que en dicha situación perciba el padre como un molesto rival a quien quisiera eliminar y sustituir es una consecuencia directa de las circunstancias reales. En otra ocasión ya he señalado que la actitud edípica del varón forma parte de la fase fálica y sucumbe ante la angustia de castración, es decir, ante el interés narcisisto por los propios genitales. La comprensión de estas condiciones es dificultada por la complicación de que aun en el niño varón el complejo de Edipo está dispuesto en doble sentido, activo y pasivo, de acuerdo con la disposición bisexual: el varón quiere sustituir también a la madre como objeto amoroso del padre, hecho que calificamos de actitud femenina.

En cuanto a la prehistoria del complejo de Edipo en el varón, estamos todavía muy lejos de haber alcanzado una total claridad. Sabemos que dicho período incluye una identificación de índole cariñosa con el padre, identificación que aún se halla libre de todo matiz de rivalidad con respecto a la madre. Otro elemento de esta fase prehistórica es -según creo, invariablemente- la estimulación masturbatoria de los genitales, o sea, la masturbación de la primera infancia, cuya supresión más o menos violenta por parte de las personas que intervienen en la crianza pone en actividad el complejo de castración. Suponemos que dicha masturbación está vinculada con el complejo de Edipo y que equivale a la descarga de sus excitaciones sexuales. No es seguro, sin embargo, si la masturbación tiene tal carácter desde un comienzo o si, por el contrario, aparece por primera vez espontáneamente, como activación de un órgano corporal, conectándose sólo ulteriormente con el complejo de Edipo; esta última posibilidad es, con mucho, la más probable. Otra cuestión dudosa es el papel desempeñado por la enuresis y por la supresión de ese hábito mediante intervenciones educativas. Nos inclinamos a adoptar la simple formulación sintética de que la enuresis persistente sería una consecuencia de la masturbación y de que su supresión sería considerada por el niño como una inhibición de su actividad genital, es decir, que tendría el significado de una amenaza de castración; pero queda todavía por demostrar si estamos siempre acertados con estas presunciones. Finalmente, el análisis nos ha permitido reconocer, de una manera más o menos vaga e incierta, cómo los atisbos del coito paterno establecen en muy precoz edad la primera excitación sexual, y cómo merced a sus efectos ulteriores pueden convertirse en punto de partida de todo desarrollo sexual del niño. La masturbación, así como las actitudes del complejo de Edipo, se vincularan posteriormente a esa precoz experiencia, que en el ínterin habrá sido interpretada por el niño. Sin embargo es imposible admitir que tales observaciones del coito se produzcan invariablemente, de modo que nos topamos aquí con el problema de las «protofantasías». Así, aun la prehistoria del complejo de Edipo en el varón plantea todas estas cuestiones inexplicables que todavía aguardan su examen y que están subordinadas a la decisión de si cabe admitir siempre un mismo proceso invariable, o si no se trata más bien de una gran variedad de distintas fases previas que convergerían una misma situación terminal.

El complejo de Edipo de la niña pequeña implica un problema más que el del varón. En ambos casos la madre fue el objeto original, y no ha de extrañarnos que el varón la retenga para su complejo de Edipo. En cambio ¿cómo llega la niña a abandonarla y a adoptar en su lugar al padre como objeto? Al perseguir este problema he podido efectuar algunas comprobaciones susceptibles de aclarar precisamente la prehistoria de la relación edípica en la niña.

Todo analista se habrá controlado alguna vez con ciertas mujeres que se aferran con particular intensidad y tenacidad a su vinculación paterna y al deseo de tener un hijo con el padre, en el cual aquélla culmina. Tenemos buenos motivos para aceptar que esta fantasía desiderativa fue también la fuerza impulsora de la masturbación infantil, siendo fácil formarse la impresión de que nos hallamos aquí ante un hecho elemental e irreducible de la vida sexual infantil. Sin embargo, precisamente el análisis minucioso de estos casos revela algo muy distinto, demostrando que el complejo de Edipo tiene aquí una larga prehistoria y es en cierta manera una formación secundaria.

De acuerdo con la formulación del viejo pediatra Lindner 1668, el niño descubre la zona genital -el pene o el clítoris-como fuente de placer en el curso de su succión sensual (chupeteo). Dejo planteada la cuestión de si un niño toma realmente esta fuente de placer recién descubierta en reemplazo del pezón materno que acaba de perder, posibilidad que parecería ser señalada por fantasías ulteriores. Como quiera que sea, en algún momento llega a descubrirse la zona genital y parece muy injustificado atribuir a sus primeras estimulaciones contenido psíquico alguno. Pero el primer paso en la fase fálica así iniciada no consiste en la vinculación de esta masturbación con las catexis objetales del complejo de Edipo, sino en cierto descubrimiento preñado de consecuencia que toda niña está destinada a hacer. En efecto, advierte el pene de un hermano o de un compañero de juegos, llamativamente visible y de grandes proporciones; lo reconoce al punto como símil superior

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