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Creador Literario Y El Fantaseo. Freud

tiviro19 de Octubre de 2014

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El creador literario y el fantaseo

(1908 [1907])

«Der Dichter und das Phantasieren»

Sigmund Freud

Nota introductoria

Originalmente, este texto fue expuesto en forma de conferencia el 6 de diciembre de 1907, ante un auditorio de noventa personas en los salones del editor y librero vienés Hugo Heller, quien era miembro de la Sociedad Psicoanalítica de Viena. Al día siguiente, el periódico Die Zeit, de dicha ciudad, publicó un resumen muy preciso de la conferencia; pero la versión completa sólo se dio a publicidad a comienzos de 1908, en una revista literaria que acababa de fundarse en Berlín.

Ya poco tiempo atrás, en el estudio sobre Gradiva de Jensen (1907a), Freud se había ocupado de los problemas de la creación literaria; y uno o dos años antes se había aproximado a la cuestión en el ensayo, inédito en vida de él, “Personajes psicopáticos en el escenario” (1942a). No obstante, en el presente trabajo –así como en el que le sigue, escrito más o menos por la misma época– el centro del interés recae en el examen de las fantasías.

James Strachey

A nosotros, los legos, siempre nos intrigó poderosamente averiguar de dónde esa maravillosa personalidad, el poeta, toma sus materiales -acaso en el sentido de la pregunta que aquel cardenal dirigió a Ariosto-, y cómo logra conmovernos con ellos, provocar en nosotros unas excitaciones de las que quizá ni siquiera nos creíamos capaces. Y no hará sino acrecentar nuestro interés la circunstancia de que el poeta mismo, si le preguntamos, no nos dará noticia alguna, o ella no será satisfactoria; aquel persistirá aun cuando sepamos que ni la mejor intelección sobre las condiciones bajo las cuales él elige sus materiales, y sobre el arte con que plasma a estos, nos ayudará en nada a convertirnos nosotros mismos en poetas.

¡Si al menos pudiéramos descubrir en nosotros o en nuestros pares una actividad de algún modo afín al poetizar! Emprenderíamos su indagación con la esperanza de obtener un primer esclarecimiento sobre el crear poético. Y en verdad, esa perspectiva existe; los propios poetas gustan de reducir el abismo entre su rara condición y la naturaleza humana universal: harto a menudo nos aseguran que en todo hombre se esconde un poeta, y que el último poeta sólo desaparecerá con el último de los hombres.

¿No deberíamos buscar ya en el niño las primeras huellas del quehacer poético? La ocupación preferida y más intensa del niño es el juego. Acaso tendríamos derecho a decir: todo niño que juega se comporta como un poeta, pues se crea un mundo propio o, mejor dicho, inserta las cosas de su mundo en un nuevo orden que le agrada. Además, sería injusto suponer que no toma en serio ese mundo; al contrario, toma muy en serio su juego, emplea en él grandes montos de afecto. Lo opuesto al juego no es la seriedad, sino... la realidad efectiva. El niño diferencia muy bien de la realidad su mundo del juego, a pesar de toda su investidura afectiva; y tiende a apuntalar sus objetos y situaciones imaginados en cosas palpables y visibles del mundo real. Sólo ese apuntalamiento es el que diferencia aún su «jugar» del «fantasear».

Ahora bien, el poeta hace lo mismo que el niño que juega: crea un mundo de fantasía al que toma muy en serio, vale decir, lo dota de grandes montos de afecto, al tiempo que lo separa tajantemente de la realidad efectiva. Y el lenguaje ha recogido este parentesco entre juego infantil y creación poética llamando «juegos» {«Spiel»} a las escenificaciones del poeta que necesitan apuntalarse en objetos palpables y son susceptibles de figuración, a saber: «Lustspiel» {«comedia»; literalmente, «juego de placer»}, «Trauerspiel» {«tragedia»; «juego de duelo»}, y designando «Schauspieler» {«actor dramático»; «el que juega al espectáculo»} a quien las figura. Ahora bien, de la irrealidad del mundo poético derivan muy importantes consecuencias para la técnica artística, pues muchas cosas que de ser reales no depararían goce pueden, empero, depararlo en el juego de la fantasía, y muchas excitaciones que en sí mismas son en verdad penosas pueden convertirse en fuentes de placer para el auditorio y los espectadores del poeta.

En virtud de otro nexo, nos demoraremos todavía un momento en esta oposición entre realidad efectiva y juego. Cuando el niño ha crecido y dejado de jugar, tras décadas de empeño anímico por tomar las realidades de la vida con la debida seriedad, puede caer un día en una predisposición anímica que vuelva a cancelar la oposición entre juego y realidad. El adulto puede acordarse de la gran seriedad con que otrora cultivó sus juegos infantiles y, poniéndolos en un pie de igualdad con sus ocupaciones que se suponen serias arrojar la carga demasiado pesada que le impone la vida y conquistarse la elevada ganancia de placer que le procura el humor.

El adulto deja, pues, de jugar; aparentemente renuncia a la ganancia de placer que extraía del juego. Pero quien conozca la vida anímica del hombre sabe que no hay cosa más difícil para él que la renuncia a un placer que conoció. En verdad, no podemos renunciar a nada; sólo permutamos una cosa por otra; lo que parece ser una renuncia es en realidad una formación de sustituto o subrogado. Así, el adulto, cuando cesa de jugar, sólo resigna el apuntalamiento en objetos reales; en vez de jugar, ahora fantasea. Construye castillos en el aire, crea lo que se llama sueños diurnos. Opino que la mayoría de los seres humanos crean fantasías en ciertas épocas de su vida. He ahí un hecho por largo tiempo descuidado y cuyo valor, por eso mismo, no se apreció lo suficiente.

El fantasear de los hombres es menos fácil de observar que el jugar de los niños. El niño juega solo o forma con otros niños un sistema psíquico cerrado a los fines del juego, pero así como no juega para los adultos como si fueran su público, tampoco oculta de ellos su jugar. En cambio, el adulto se avergüenza de sus fantasías y se esconde de los otros, las cría como a sus intimidades más personales, por lo común preferiría confesar sus faltas a comunicar sus fantasías. Por eso mismo puede creerse el único que forma tales fantasías, y ni sospechar la universal difusión de parecidísimas creaciones en los demás. Esta diversa conducta del que juega y el que fantasea halla su buen fundamento en los motivos de esas dos actividades, una de las cuales es empero continuación de la otra.

El jugar del niño estaba dirigido por deseos, en verdad por un solo deseo que ayuda a su educación; helo aquí: ser grande y adulto. Juega siempre a «ser grande», imita en el juego lo que le ha devenido familiar de la vida de los mayores. Ahora bien, no hay razón alguna para esconder ese deseo. Diverso es el caso del adulto; por una parte, este sabe lo que de él esperan: que ya no juegue ni fantasee, sino que actúe en el mundo real; por la otra, entre los deseos productores de sus fantasías hay muchos que se ve precisado a esconder; entonces su fantasear lo avergüenza por infantil y por no permitido.

Preguntarán ustedes de dónde se tiene una información tan exacta sobre el fantasear de los hombres, si ellos lo rodean de tanto misterio. Pues bien; hay un género de hombres a quienes no por cierto un dios, sino una severa diosa -la Necesidad-, ha impartido la orden de decir sus penas y alegrías. Son los neuróticos, que se ven forzados a confesar al médico, de quien esperan su curación por tratamiento psíquico, también sus fantasías; de esta fuente proviene nuestro mejor conocimiento, y luego hemos llegado a la bien fundada conjetura de que nuestros enfermos no nos comunican sino lo que también podríamos averiguar en las personas sanas.

Procedamos a tomar conocimiento de algunos de los caracteres del fantasear. Es lícito decir que el dichoso nunca fantasea; sólo lo hace el insatisfecho. Deseos insatisfechos son las fuerzas pulsionales de las fantasías, y cada fantasía singular es un cumplimiento de deseo, una rectificación de la insatisfactoria realidad. Los deseos pulsionantes difieren según sexo, carácter y circunstancias de vida de la personalidad que fantasea; pero con facilidad se dejan agrupar siguiendo dos orientaciones rectoras. Son deseos ambiciosos, que sirven a la exaltación de la personalidad, o son deseos eróticos. En la mujer joven predominan casi exclusivamente los eróticos, pues su ambición acaba, en general, en el querer-alcanzar amoroso; en el hombre joven, junto a los deseos eróticos cobran urgencia los egoístas y de ambición. Sin embargo, no queremos destacar la oposición entre ambas orientaciones, sino más bien su frecuente reunión; así como en muchos retablos puede verse en un rincón la imagen del donador, en la mayoría de las fantasías egoístas se descubre en un rinconcito a la dama para la cual el fantaseador lleva a cabo todas esas hazañas, y a cuyos pies él pone todos sus logros. Ya ven ustedes: hay aquí hartos y poderosos motivos de ocultación; es que a la mujer bien educada sólo se le admite un mínimo de apetencia erótica, y el hombre joven debe aprender a sofocar la desmesura en su sentimiento de sí, en que lo malcriaron en su niñez, a fin de insertarse en una sociedad donde sobreabundan los individuos con parecidas pretensiones.

Guardémonos de imaginar rígidos e inmutables los productos de esta actividad fantaseadora: las fantasías singulares, castillos en el aire o sueños diurnos. Más bien se adecuan a las cambiantes impresiones vitales, se alteran a cada variación de las condiciones de vida, reciben de cada nueva impresión eficaz una «marca

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