Desarrollo.

Tanto de las palabras de Cicerón y Atiyah, podemos desprender que todos esperamos acceder, comprar u obtener algún bien o servicio que nos permita satisfacer alguna necesidad y mejorar nuestra situación personal. La arista está dada por la disposición de los sujetos a materializar esa negociación en un acuerdo. Sin duda, nadie, en una sociedad en la cual los bienes son finitos, está dispuesta a hacerlo a cualquier costo. Todo negociador pretende maximizar su utilidad al menor costo posible, es decir, usted y yo al negociar cualquier cosa pretendemos incrementar nuestras tasas de bienestar individual, entregando o disponiendo de la menor cantidad de recursos que sea posible.

Si esta disposición es conocida por ambos negociantes y por todos quienes concurrimos al mercado de bienes y servicios a satisfacer necesidades, la problemática económica no es ajena a la moral y a la ética propia de dicha actividad. El problema, de la maximización de utilidades por medio de una negociación y un contrato que la permita por medio del intercambio de bienes o servicios trasciende, a su vez, en el problema de determinar si la forma o los medios a través de los cuales puedo perseguir esa finalidad económica es correcta y legítima.

Con todo, una mirada más aguda sugiere que este problema no parece agotarse en un asunto estrictamente moral. La cosas no parecen ser tan sencillas.

Lo que pretendo sugerir es que la disyuntiva de todo negociador en las tratativas preliminares, la etapa de formulación y discusión de la oferta, así como la de conclusión de un acuerdo no sólo se ve enfrentado a la pregunta de cómo maximizar sus utilidades por medio de esa transacción, ni a la interrogante sobre si los medios empleados son correctos y legalmente admitidos, sino también a la disyuntiva de verse expuesto a la paradoja de que algún comportamiento oportunista, especulativo o éticamente reprochable que pueda, en el caso concreto o a la postre, significar “pan para hoy, hambre para mañana”.

II. Desarrollo.

Los ejemplos reales suelen colaborar en un análisis como el que se propone.

Consideremos lo sucedido con la compra de los terrenos originarios de lo que ahora es el parque de diversiones de Walt Disney. En el verano de 1966, Paul Curtis, interesado en comprar un terreno en Lake Count, Orlando, Estados Unidos, tomó contacto con su propietario, Robert Chapman. Ambos eran destacados corredores de propiedades de la zona. Luego de algunas conversaciones, en agosto de ese año se cerró el trato y Curtis terminó pagando US$47.500, lo que, de acuerdo a las condiciones de mercado de aquel entonces, representaba un precio equivalente a 1.5 veces el valor del terreno. Tanto Curtis como Chapman consideraban haber hecho un muy buen negocio.

La historia hubiera quedado hasta ahí́, salvo por un detalle: Curtis poseía información desconocida por Chapman. que no reveló a la hora de llevar adelante las negociaciones sobre la compra del terreno. En efecto, Curtis sabía que Walt Disney había considerado construir Disneyworld en la zona. Como es de suponer, el impacto de la decisión de Walt Disney en el valor de los inmuebles del lugar, incluido el que fue

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