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Inteligencia Emocional

FofinhaPomme10 de Octubre de 2013

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I. LA INTELIGENCIA

La inteligencia es la capacidad del ser humano para comprender el mundo de las relaciones y tomar conciencia de él; y para resolver situaciones nuevas con respuestas también nuevas o aprender a hacerlo.

Profundicemos un poco: la relación entre el ajedrez, los niños superdotados y la inteligencia.

El test del Cociente Intelectual es una de las herramientas más conocidas a la hora de valorar el nivel de inteligencia de las personas.

Existe la idea de que el Cociente Intelectual es un dato con un gran peso genético que no puede ser modificado, y que va a determinar el éxito o el fracaso en las actividades que emprendamos a lo largo de nuestra vida.

El estudio del Cociente Intelectual tiene ya más de cien años de historia, y busca medir el nivel de la inteligencia de una persona, sin más. No nos dice si esa inteligencia se aplica bien o nos proporciona más quebraderos de cabeza que otra cosa, ni si se puede desarrollar o canalizar para ser más brillantes en alguna actividad en concreto. Tan sólo pone un número en una escala de 0 a 140 a nuestro intelecto. Se han establecido unos niveles para acotar la inteligencia baja, media y alta, y el máximo es un punto a partir del cual se puede considerar que un individuo es superdotado.

La inteligencia suele revelarse en la rapidez de cálculo, en la habilidad a la hora de comprender textos o instrucciones, en la capacidad de imaginar fácilmente objetos que no vemos a partir de una explicación precisa o de comprender el orden lógico que se esconde tras una serie de números o de acontecimientos. No obstante, hay algo más que la inteligencia detrás de estas aptitudes, como veremos más adelante.

El hecho de ser inteligente, más inteligente que otros, en general, aporta algunas ventajas. Facilita el trabajo cotidiano, nos permite un esfuerzo intelectual menor al de nuestros compañeros a la hora de llegar a las mismas metas y puede llegar a ser gratificante por el mero placer de obtener resultados válidos con rapidez. Sucede algo parecido con el atleta que tiene las piernas largas: es capaz de dar zancadas más largas durante la carrera, pero no por ello llegará el primero. Hay otros factores que cuentan.

En cierta ocasión, un Gran Maestro ruso de ajedrez jugó una partida con un tendero en una estación de trenes mientras esperaba la salida del suyo. El tendero lo derrotó rápidamente y el Gran Maestro, sorprendido, tuvo curiosidad por saber por qué su brillante adversario no había movido las piezas de los caballos. El tendero respondió que no conocía exactamente las normas respecto a sus posibles movimientos, por lo que nunca los utilizaba. Sin embargo, había vencido. Si ese hombre hubiera aprendido todas las normas del juego y hubiera sido consciente de su habilidad, probablemente habría sido otra de las grandes figuras del ajedrez en la historia. Hoy en día, nadie recuerda su nombre. Y es que la inteligencia se puede entrenar y mejorar.

En esta línea, los niños a los que se les detecta características que permiten afirmar que son superdotados, requieren una educación especial de modo que se potencien sus habilidades.

Y aquí se refleja la vertiente negativa de una inteligencia superior y desconocida. Probablemente el niño que sea superdotado sin el conocimiento de sus mayores se aburra en el colegio en tanto le resulte todo en exceso simple. De este modo acaba desconectando de su grupo de amigos y de las explicaciones y termina por obtener malas notas.

Es lo que sucede con los grandes jugadores de ajedrez: tienen una imaginación espacial muy desarrollada, una importante capacidad de cálculo y son capaces de pensar en muchas opciones en muy poco tiempo. A partir del conocimiento de estas características desarrollan sus habilidades frente a un tablero, canalizan sus aptitudes y se convierten en grandes ajedrecistas. Si no lo hacen, pueden obtener buenos resultados de una forma imprevista, como si fuera por azar, igual que el tendero que venció al Gran Maestro.

No obstante, una persona puede ser muy inteligente y presentar un carácter poco atractivo. Esto va a generar de inmediato un grave problema de relación y de comunicación con su entorno, hasta el punto de que el “inteligente” sólo sea capaz de relacionarse con normalidad con personas de su mismo nivel o superior. Sería el caso de un brillante investigador que tan sólo se sintiese a gusto en su laboratorio y apenas tuviera amigos o que en su casa viviera aislado del resto de su familia.

Esto último suponiendo que esa consciencia de la propia inteligencia no le lleve a una constante competición con los demás por demostrarla y superar a todos en brillantez, en cuyo caso la persona vería fracasar sus relaciones personales en el trabajo y obtendría pobres resultados.

Un caso de buena combinación de inteligencia y capacidad de relación parece ser el de Albert Einstein, brillante en su trabajo y agradable en sus relaciones sociales (aunque recientes estudios apuntan que en su vida privada no era precisamente un marido ejemplar).

II. LAS EMOCIONES

Las emociones producen estados de ánimo que oscilan entre el placer y el malestar. Son sensaciones internas ante alguien o algo, que pueden oscilar entre la atracción y el rechazo hacia la persona o situación que las genere.

La construcción de una presa para las emociones.

Como casi todo, no tener un cierto control sobre las propias emociones tiene una parte positiva y otra negativa.

La vertiente positiva es que la persona que no ejerce un control sobre la expresión de sus emociones es más espontánea y directa que quien se muestra menos “transparente”. Su carácter resulta más accesible y ello facilita la comunicación con su entorno. Se trata de un tipo de personas que no nos sorprende con sus reacciones en tanto éstas son inmediatas y espontáneas.

Pero una personalidad que responda de un modo tan inmediato a las emociones puede ser también voluble, cambiante, puesto que nuestras emociones pueden modificarse en pocos minutos debido a diferentes estímulos. Así, quien no sepa controlar la expresión de sus sentimientos dará una imagen de inestabilidad o exceso de sensibilidad que, en este sentido, dificultará la relación con su entorno, que lo considerará un individuo en exceso voluble o cambiante. Le sucederá algo así como al encantador Doctor Jeckyll, que se transformaba en el horrible Sr. Hyde tras ingerir una pócima. O como al alcohólico que se toma un par de copas esporádicamente: el cambio de estado de ánimo es fulminante.

Al igual que con los ríos, las emociones se pueden encauzar gracias a los embalses y las presas. Todo nuestro proceso de desarrollo personal y de adaptación a nuestra propia familia y al resto de nuestro entorno durante la infancia y la adolescencia, busca, entre otras cosas, canalizar nuestros instintos y emociones de modo que sean compatibles con la vida en sociedad. Es lo que llamamos “educación”.

Esto supone que aprendemos a tener en cuenta nuestras emociones en circunstancias normales, del mismo modo que desarrollamos unos principios básicos de lo que “está bien” y lo que “está mal”. Parte del aprendizaje está en asumir que pueden presentarse situaciones que nos superen y en las cuales nuestras emociones tomen las riendas de nuestros actos, y no nuestra capacidad de análisis: aprendemos que, en determinados momentos, será el corazón, y no la cabeza, quien guíe nuestros actos.

Las personas que den un paso más allá y controlen totalmente sus emociones elaborarán un escudo protector a su alrededor, pero éste les hará menos accesibles, más difíciles al trato en tanto será más complicado conocerles a fondo. Está claro que se mostrarán más estables y fríos frente a las situaciones conflictivas o extremas. Habrán alcanzado lo que llamamos un “alto nivel de autocontrol”, pero eso supondrá un esfuerzo constante que lleva a la rigidez y que puede generar problemas psicológicos graves, como la depresión o la ansiedad.

Y, al igual que sucede con los embalses, si no se libera agua de vez en cuando, si no se expresan las emociones, puede romperse en un momento dado el muro de contención, y, entonces, el flujo de agua, la expresión de las emociones, resulta devastador.

Si no ejercemos un cierto control sobre nuestra propia vida emocional estaremos luchando con nosotros mismos permanentemente, y eso saboteará nuestra capacidad de pensar con claridad y tomar decisiones oportunas.

***

El punto de equilibrio, y nos referimos tanto al equilibrio personal como al de la relación con nuestros compañeros, clientes, amigos o familiares, está en un relativo control de las emociones. Se trata de no entregarnos a los impulsos o instintos que podamos experimentar, pero sin ocultar necesariamente nuestro estado de ánimo por algo que nos haya pasado o por la situación que estemos atravesando en ese momento.

Evidentemente, en nuestro trabajo sabremos cuándo conviene ser más o menos expresivos con referencia a nuestras emociones, y, lo más importante, no constituirá un problema para nosotros, no será un ejercicio constante y agotador.

Lo mismo pasará con la inteligencia, sabremos hasta dónde podemos llegar con nuestras capacidades y eso no constituirá un problema para nosotros, sino un autoconocimiento. Y consideraremos la inteligencia de nuestro interlocutor para facilitar una buena comunicación.

Un paso más allá será cultivar

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