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La Infancia

199620124 de Septiembre de 2014

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LA INFANCIA

Philippe Aries (1914-1984)

La actitud de los adultos frente al niño ha cambiado mucho en el curso de la Historia y, ciertamente sigue cambiando hoy día ante nuestros ojos. Sin embargo esos cambios han sido tan lentos e imperceptibles que nuestros contemporáneos no se han dado cuenta de ellos (en la actualidad, ya que todo se mueve apresuradamente, se notan mejor). En otros tiempos, esas mutaciones no se distinguían de los datos constantes de la naturaleza; las etapas de la vida humana se identificaban, de hecho con las estaciones. No es que el hombre estuviese completamente inerme en su enfrentamiento con la naturaleza, pero no estaba en condiciones de influir en ella excepto con intervenciones mínimas, modestas y anónimas que resultaban eficaces sólo porque se repetían durante mucho tiempo: el observador sólo podía descubrirlas en el momento en que se acumulaban tamo que su densidad las hacía evidentes. Con él niño, pues, ha sucedido lo mismo que con la agricultura: no se puede hablar de revolución de la infancia, como no se puede hablar de revolución agrícola..., aunque también se haya intentado hacerlo.

Parece que la historia del niño, como la de la familia, en la antigüedad romana, se vio complicada durante mucho tiempo por una problemática nociva: el llamado tránsito de la familia gentilicia a la familia nuclear (los historiadores de la Edad Media y de la era moderna han señalado el mismo contrasentido). Para verlo con mayor claridad es preferible esperar los resultados de las investigaciones de Veyne y de Manson. No obstante, ya se pueden formular algunas observaciones. Se sabe que el niño romano recién nacido se lo posaba en el suelo. Correspondía entonces al padre reconocerlo cogiéndolo en brazos; es decir, elevarlo (elevare) del suelo: elevación física que en sentido figurado, se ha convertido en criarlo. Si el padre no lo "elevaba" al niño éste era abandonado, expuesto ante la puerta, al igual que sucedía con los hijos de los esclavos cuando el amo no sabía qué hacer con ellos.

¿Se debe, pues, interpretar aquel gesto como una especie de procedimiento de adopción, según el cual no se aceptaba al niño como un crecimiento cuales constituía un nada, un nihii destinado a desaparecer, a no ser que se le reconociere mediante una decisión reflexiva del padre? La vida le era dada dos veces, la primera cuando salía del vientre de la madre y la segunda cuando el padre lo "elevaba". Es tentador (relacionar este hecho con la frecuencia con la que se producían las adopciones en Roma. Según Veyne, en realidad los lazos sanguíneos contaban mucho menos que los vínculos electivos, y cuando un romano se sentía movido a la función de padre prefería adoptar el hijo de otro o criar el hijo de un esclavo, o un niño abandonado, antes que ocuparse automáticamente del hijo por él procreado.

En último caso, los niños "elevados" habrían sido favorecidos por una elección, mientras que a los otros se les abandonaba: se mataba a los hijos no deseados de los esclavos, o a los niños libres no deseados por las más diversas razones, no sólo a los hijos de la miseria y del adulterio. Así, Augusto hizo abandonar recién nacidos a las puertas del palacio imperial. Y Veyne señala que el abandono de los niños desempeñaba entre los romanos la función que entre nosotros tiene el aborto.

Por otra parte, a la vista de cuanto se sabe sobre la historia de la familia del niño y de la anticoncepción, se puede advertir una correlación entre los tres factores siguientes: lo elevado del niño en el momento del nacimiento; la práctica, muy difundida, de la adopción, y la existencia del infanticidio. La sexualidad se encuentra, pues, separada de la procreación. La elección de un heredero es voluntaria. Los subproductos del amor, sea conyugal o no lo sea, quedan suprimidos.

Esa situación cambió a lo largo de los siglos II y III, pero no por méritos al cristianismo: los cristianos sólo se apropiaron de la nueva moral. Aparece entonces un modelo distinto de la familia y el niño. Se le reconoce fácilmente en las lápidas funerarias italianas y galo-romanas, en las que se representa a los cónyuges junto con sus hijos: los esposos repiten exactamente el gesto ritual de las nupcias, la dextrarum junctio, cogiéndose de la mano derecha.

A partir de ese momento, el matrimonio asume una dimensión psicológica y moral que no tenía en la Roma más antigua; se extiende más allá de la vida, a la muerte, como demuestra el hecho de que reproduzca la simbología sobre la tumba. La unión de los dos cuerpos se hace sagrada, al igual que los hijos que son el fruto de ella. Los vínculos naturales camales y sanguíneos son más importantes que las decisiones de la voluntad. El matrimonio es más importante que el concubinato, el nacimiento que la adopción.

Se inicia entonces un largo periodo que termina en nuestra época, en la que el concubinato y la adopción recuperan una función que habían perdido tras la gran transformación psicológica del siglo III.

Se había superado una etapa notable. Pero el matrimonio, que prevalecía sobre otras formas de unión libre, era un matrimonio monogámico.

Monogamia, este tipo de unión estable y respetada se parece a la situación vigente actualmente en los países musulmanes.

Para que se convierta en la familia occidental de hoy (como se presenta actualmente, a pesar de las contestaciones) es necesario añadirles la indisolubilidad, que sí se impuso bajo el influjo de la Iglesia, pero también, probablemente, gracias al consenso de la propia comunidad, sobre la que la Iglesia y el Estado, hasta el siglo XI aproximadamente, tenían poco poder en lo referente a la vida privada (y el matrimonio ha sido durante mucho tiempo un hecho de la vida privada).

La indisolubilidad consagraba una evolución antigua, precristiana, del matrimonio, en el sentido del reforzamiento de los elementos biológicos, naturales, en perjuicio de las intervenciones de la voluntad consciente y de la mente lúcida. Se sustraía la procreación a la elección y se la dejaba a la naturaleza, a una naturaleza creada por Dios. No es de sorprender que el matrimonio se convierta entonces en un sacramento, aunque siga siendo un hecho de la vida privada. En esas condiciones, la procreación ya no estaba separada como en tiempos de los antiguos romanos, de la sexualidad: el coito se había convertido en acto de placer, pero también de fecundación.

Como ha demostrado Duly, en un castillo del siglo X, o del XI, la cama del señor y de su dama era el lugar más importante del domus. Sin duda sólo había un solo lecho, el de los señores, el único no desmontable; las camas de los demás ocupantes de la casa eran simples camastros. De esto quedan trazas en el hogar burgués contemporáneo, donde impera "la cama de matrimonio".

El día de la boda, el séquito acompañaba a los esposos hasta la cama. La bendición del lecho para que fuese fecundo fue seguramente la primera intervención del sacerdote en la ceremonia nupcial. En aquellos remotos tiempos, los nacimientos suponían verdadera riqueza, esa que permitía dominar sobre los demás. Es necesario que esto se entienda claramente, porque la importancia entonces reconocida a la fecundidad va a ser determinante para las culturas occidentales y va a preparar a muy largo plazo la función y que desempeñará el niño.

El nasciturus ya no era el fruto del amor que se podría evitar con alguna atención y sustituir con ventaja mediante una elección, con la adopción, como sucedía en la época de los antiguos romanos. El hijo se convierte en un producto indispensable, en cuanto que es insustituible. En el siglo VI empiezan, y durarán mucho, tiempo duros, en los que las ciudades se contraen y se fortifican, se erigen castillos, y en los que diversos vínculos de dependencia sustituyen a las relaciones de derecho público existentes en la polis antigua y en los estados griegos: vínculos de lealtad personal, compromisos de hombre a hombre. El poder de un individuo ya no depende de su rango, del cargo que ocupa, sino del número y de la lealtad de su clientela, la cual se confunde con la familia, y de las alianzas que se puedan establecer con otras redes de clientelas.

Estos vínculos personales se sancionan con un simbolismo fastuoso (la ceremonia del homenaje) que hace presa en los ánimos. A pesar de todo, la fidelidad más segura es la de la sangre, la del nacimiento. Eso vale para los varones: el primogénito garantiza la continuidad del apellido; los hijos menores colaboran con todos sus medios (cuando no salen huyendo). Eso vale también para las hembras, que en aquella sociedad aparentemente viril, constituyen una importante moneda de intercambio en las estrategias para extender y reforzar las alianzas.

De ese modo, los lazos sanguíneos -tanto legítimos como ilegítimos- adquieren un valor extraordinario. Hacen falta hijos, muchos hijos, más de lo que parecería necesario, porque hay que constituir una reserva a la cual recurrir en el caso, frecuente, de incidentes y de mortalidad.

Esta actitud tendrá como consecuencia la revalorización de la fecundidad, así como la indirecta y ambigua revalorización del niño.

La revalorización de la fecundidad; una familia poderosa, era necesariamente una familia numerosa, por supuesto en los castillos, pero también sin duda en las cabañas, para garantizar la seguridad y la mano de obra. Este culto a la fecundidad se explica fácilmente en un mundo lleno de incertidumbre y aún poco poblado, pero sorprende que se haya perpetuado en un mundo superpoblado y seguro. Las clases populares, que tuvieron que sufrir sus consecuencias, fueron las últimas en abandonarlo.

Y

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