Primer año De Vida Publica De Jesus
ram2516011 de Septiembre de 2014
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Primer año de la vida pública de Jesús
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Adiós a la Madre y salida de Nazaret. Llanto y oración de la Corredentora.
El interior de la casa de Nazaret. Veo una habitación. Parece un comedor, donde la Familia come o está en las horas de
descanso. Es una estancia muy reducida. Tiene una sencilla mesa rectangular frente a una especie de arquibanco que está
pegando a una de las paredes: éste es el asiento de uno de los lados. En las otras paredes hay: un telar y un taburete; otros dos
taburetes y un bazar, que tiene encima algunas lamparitas de aceite y otros objetos. Una puerta da a un pequeño huerto. Debe
estar atardeciendo, pues no hay son un recuerdo de sol sobre la copa de un alto árbol que apenas verdece con las primeras
hojas.
Jesús está sentado a la mesa. Está comiendo. María le sirve, yendo y viniendo por una puertecita que supongo conduce
al lugar donde está el fuego, cuyo resplandor se ve desde la puerta entreabierta.
Jesús le dice a María dos o tres veces que se siente... y que también coma Ella. Pero Ella no quiere; menea la cabeza
sonriendo tristemente, y trae, primero, unas verduras hervidas — me parece una sopa —; después, unos peces asados; luego,
un queso más bien blando (como de oveja, fresco) de forma redondeada (semeja a esas piedras que se ven en los torrentes),y
unas aceitunas pequeñas y oscuras. El pan, en pequeños moldes circulares (de la anchura de un plato común) y poco alto, está
ya en la mesa. Es más bien oscuro, como si no se le hubiera separado el salvado. Jesús tiene delante un ánfora con agua y una
copa; come en silencio, mirando a la Madre con doloroso amor.
María — se ve claramente — está apenada. Va, viene... para que no se le note. Enciende — aunque haya todavía luz
suficiente — una lamparita y la pone junto a Jesús (al alargar el brazo acaricia disimuladamente la cabeza de su Hijo), abre una
bolsa de color castaño — que a mí me parece hecha de esos paños de lana virgen tejidos a mano y, por tanto, impermeable —,
comprueba si está vacía, sale al huertecito, va hasta el otro lado de éste, a una especie de despensa, de donde sale con unas
manzanas ya más bien rugosas – conservadas desde el verano — y las mete en la bolsa; después coge un pan y mete también un
pequeño queso, aunque Jesús no quiera y diga que ya tiene suficiente.
María se acerca a la mesa de nuevo, por la parte más estrecha, a la izquierda de Jesús. Le mira mientras come. Le mira
con verdadera congoja, con adoración, con el rostro aún más pálido de lo normal y como más envejecido por la pena, con los
ojos agrandados por una sombra que los marca, indicio de lágrimas vertidas; parecen, incluso, más claros que de costumbre,
como lavados por el llanto que ya está casi apareciendo en ellos: ojos de dolor, cansados.
Jesús, que come despacio, claramente sin ganas, por complacer a su Madre, y que está más pensativo de lo habitual,
levanta la cabeza y la mira. Se encuentra con una mirada llena de lágrimas, y baja la cabeza para que no se sienta cohibida,
limitándose a cogerle la delicada mano que tiene apoyada en el borde de la mesa. La toma con la mano izquierda y se la lleva a
la cara; Jesús apoya en ella su mejilla como rozándola un momento para sentir la caricia de esa pobre mano temblorosa, y la
besa en el dorso con gran amor y respeto.
Veo a María llevándose la mano libre, la izquierda, hacia la boca, como para ahogar un sollozo; luego se seca con los
dedos una lágrima grande que ha rebasado el borde del párpado y estaba regando la mejilla.
Jesús continúa comiendo. María sale rápidamente al huertecillo, donde ya hay poca luz... y desaparece. Jesús apoya el
codo izquierdo sobre la mesa, y sobre la mano la frente, deja de comer y se sumerge en sus pensamientos.
Luego un momento de atención... Se levanta de la mesa. Sale Él también al huerto, mira a uno y otro lado y se dirige
hacia la derecha respecto al lado de la casa, entra por una abertura de una pared rocosa, dentro de lo que reconozco como el
taller de carpintero; esta vez todo ordenado, sin tablas, sin virutas, sin fuego encendido; el banco de carpintero y las
herramientas, todas en su sitio, nada más.
Replegada sobre sí, en el banco, María llora. Parece una niña. Tiene la cabeza apoyada en el brazo izquierdo doblado, y
llora, en voz baja pero con mucho dolor. Jesús entra despacio y se le acerca con tanta delicadeza, que Ella comprende que está
allí sólo cuando su Hijo le deposita la mano sobre la cabeza inclinada, llamándola "Mamá" con voz de amorosa reprensión.
María levanta la cabeza y mira a Jesús entre un velo de llanto, y se apoya, con las dos manos unidas, en su brazo
derecho. Jesús con un extremo de su ancha manga le seca la cara y la abraza, la estrecha contra su pecho, la besa en la frente.
Jesús tiene aspecto majestuoso, parece más viril de lo habitual, y María más niña, salvo en la cara marcada por el dolor.
- Ven, Mamá - le dice Jesús, y, apretándola estrechamente con el brazo derecho, se encamina de nuevo hacia el huerto;
allí se sienta en un banco que está apoyado en la pared de la casa. El huerto está silencioso y ya oscuro. Hay sólo un hermoso
claro de luna y la luz que sale de la estancia. La noche está serena.
Jesús le habla a María. No percibo al principio las palabras, apenas susurradas, a las que María asiente con la cabeza.
Después oigo:
- Y di a la familia..., a las mujeres de la familia, que vengan. No te quedes sola. Estaré más tranquilo, Madre, y tú sabes
la necesidad que tengo de estar tranquilo para cumplir mi misión. Mi amor no te faltará. Vendré frecuentemente y, cuando esté
en Galilea y no pueda acercarme a casa, te avisaré; entonces vendrás tú adonde este Yo. Mamá, esta hora debía llegar. Empezó
aquí, cuando el Ángel se te apareció; ahora se cumple y debemos vivirla, ¿no es verdad, Mamá? Después vendrá la paz de la
prueba superada, y la alegría. Antes es necesario atravesar este desierto, como los antiguos Padres para entrar en la Tierra
Prometida. Pero el Señor Dios nos ayudará como hizo con ellos, y su ayuda será como maná espiritual para nutrir nuestro
espíritu en el esfuerzo de la prueba. Digamos juntos al Padre nuestro...». Jesús se levanta y María con Él, y levantan la cara al
cielo. Dos hostias vivas que resplandecen en la oscuridad.
Jesús dice lentamente, pero con voz clara y remarcando las palabras, la oración del Señor. Hace mucho hincapié en las
frases: «venga a nosotros tu Reino, hágase tu voluntad», distanciando mucho estas dos frases de las otras. Ora con los brazos
abiertos (no exactamente en cruz, sino como los sacerdotes cuando dicen: «El Señor esté con vosotros»), María tiene las manos
juntas.
Entran de nuevo en casa, y Jesús — a quien no he visto nunca beber vino — echa en una copa un poco de vino blanco
de un ánfora de la despensa y la lleva a la mesa; coge de la mano a María y la obliga a sentarse junto a Él y a beber de ese vino
(en que moja una rebanada de pan que le ofrece). Tanto insiste, que María cede. El resto lo bebe Jesús. Luego estrecha a su
Madre contra su costado, y así la sujeta, contra su persona, en el lado del corazón. Ni Jesús ni María están reclinados, sino
sentados como nosotros. No hablan más. Esperan. María acaricia la mano derecha de Jesús y sus rodillas. Jesús acaricia el brazo
y la cabeza de María.
Jesús se levanta y con Él María, se abrazan y se besan amorosamente una y otra vez; y una y otra vez parece que
quieren despedirse, pero María vuelve a estrechar contra su pecho a su Hijo. Es la Virgen, pero es una madre a fin de cuentas,
una madre que debe separarse de su hijo y que sabe a dónde conduce esa separación. Que ya no se me venga a decir que María
no ha sufrido. Antes lo creía poco, ahora no lo creo en absoluto.
Jesús coge el manto (azul oscuro), se lo echa a los hombros y con él se cubre la cabeza a manera de capucha. Luego se
pone en bandolera la bolsa, de forma que no le obstaculice el camino. María le ayuda, nunca termina de ajustarle la túnica y el
manto y la capucha, y, mientras, lo vuelve a acariciar.
Jesús va hacia la puerta después de trazar un gesto de bendición en la estancia. María lo sigue y, en la puerta, ya
abierta, se besan una vez más.
La calle está silenciosa y solitaria, blanca de luna. Jesús se pone en camino. Dos veces se vuelve aún a mirar a su Madre,
que está apoyada en la jamba, más blanca que la Luna, toda reluciente de llanto silencioso. Jesús se va alejando por la callejuela
blanca. María continúa llorando apoyada en la puerta. Y Jesús desaparece en una equina de la calle.
Ha empezado su camino de Evangelizador, que terminará en el Gólgota. María entra llorando y cierra la puerta.
También para Ella ha comenzado el camino que la llevará al Gólgota. Y por nosotros...
Dice Jesús:
- Éste es el cuarto dolor de María, Madre de Dios: el primero fue la presentación en el Templo; el segundo, la huida a
Egipto; el tercero, la muerte de José; el cuarto, mi separación de Ella.
Conociendo el deseo del Padre, te dije ayer por la noche que voy a acelerar la descripción de "nuestros"
...