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Cap. 1 - Tres lecciones


Enviado por   •  26 de Julio de 2017  •  Ensayos  •  1.505 Palabras (7 Páginas)  •  112 Visitas

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Capítulo 1: Las tres lecciones.

El certificado expiró hace dos días, y aun no voy a poner frente a mi destino. 537,5 eran las semanas sin accidentes en la fábrica de cornos franceses más antigua del mundo, en Chechenia. Pero el calor asfixiante de las paredes aislantes del cuarto de pruebas, me hizo delirar al punto de sentirme en Guinea Ecuatorial, y reventar el cráneo de Jalil de cuatrocientos veintitrés “cornadas francesas”. Fue su culpa, no dejaba de hablar. Para él todo parecía tan normal, tan llevadero, tan inexorable, que me impacientaba al punto de sacar mis reacciones viscerales más reprimidas. Allí llegué tras mi autoexilio de Chile. La decisión la tomé una vez que se vendió el aire a los españoles, en el año 2101. Ardía profunda mi ira, y ya nada me unía a lo que mucho antes se llamó mi hogar. Era ese mismo aire, que a veces tenía olor a leña, lo único que me mantenía allí, aguantando estoico los embates de las pesqueras que nos quitaban lo poco que había para comer. Nada cambió desde el siglo pasado, solo la esperanza de vida, lo que implicaba una triste y extensa agonía de nuestros viejos, que viboreaba cada vez que se movía el Dow Jones. De cobre ya ni hablar, se vendió todo. La municipalidad de Calama llenó Chuquicamata con agua a tope, convirtiéndola en la terma a tajo abierto más grande del mundo. Al lugar llegaron muchas autoridades para celebrar tamaño evento: Estaba el corregidor de la provincia, el concejero regional, el primer ministro – que por cierto había sido parte de un escándalo mediático hacía poco con menores de edad en su jet privado –y el presidente de turno. Todos muy bien vestidos celebraron lo que sería para ellos “el orgullo de la nación”. Mentiras insulsas para mantener al pueblo tranquilo. Mi familia siempre fue pobre, y vivíamos a los saltos esperando que subiera el mar. Le digo mi familia de cariño, porque en realidad nunca conocí a mis padres. En el SENAME (Servicio Nacional de Menores) me dijeron que ambos murieron producto de la pena que les produjo tener un hijo tan feo, y que de ahí no saldría hasta que fuera por mis propios medios, porque nadie me querría adoptar… por feo. Pero se equivocaron, porque el día de mi cumpleaños número cuatro, se presentó a la puerta una pareja de encapuchados. Venían armados, y lo hicieron saber una vez que dispararon al aire. Me tomaron a mí y tres más, y corrieron hacia su triciclo, ubicado a media cuadra. Calle abajo tenían ventaja, porque el triciclo tenía espacio suficiente para transitar por la vereda, mientras que los honorables policías habían cambiado sus vehículos (por tercera vez en cinco años), y estos nuevos eran tan grandes, que sólo podían transitar por la congestionada arteria principal de la ciudad. Cuando ya perdieron a la policía, entramos en un galpón muy oscuro y húmedo, a dos cuadras de la caleta. Desde ahí sacaron un teléfono de esos que ya no quedan, para llamar a la oficina en que nos secuestraron. Hablaron con la afligida secretaria para proponer un trato. El acuerdo era cambiar a tres de los niños, por diez metros de costa, y dejar el otro en garantía para cinco metros más. Como las leyes no funcionan en Chile, era lógico que se encontraran en igualdad de condiciones para negociar, ya que la pareja no sería condenada por la justicia por secuestrar a cuatro niños del SENAME, así que la secretaria – previa autorización del ministerio de la infancia, y SERNAPESCA – accedió. A esta altura ya comenzaba a sentir admiración por los secuestradores. Tenían armas, un triciclo, escapaban de la policía, y por si fuera poco, podían darse el lujo de negociar con los dueños del país. Y que bueno que los admiré, porque cuando consultaron a la oficina a quién querrían dejar en garantía, la respuesta fue la lógica… a mí. Como toda promesa del gobierno, no se cumplió, y pasados seis meses de buscar a quién expropiar para entregar a la pareja los cinco metros de costa restantes, desistieron de recuperarme, por lo que se hizo efectivo el cobro de la garantía. El afecto de los captores hacia mí había crecido en gran parte gracias a la compasión. No podían entender cómo el sistema se había permitido abandonarme, cómo podían darse el lujo de cortar todo vínculo conmigo y dejarme desahuciado a la suerte de dos criminales. El escenario era tan crudo, que optaron por hacerme parte de su familia, y enseñarme a ganar mi suerte desde pequeño, procurando siempre que no me faltara la comida ni el abrigo. Al yugo de estos fantásticos “seres de luz” aprendí muchas cosas. Sin embargo, eran tres cosas las que sabía hacer bien, y que a la larga me ayudarían mucho en mi proyecto de autoexiliarme de – el país que llame siempre con un dejo de lamento – “España 2”. La primera la aprendí cuando tenía 8 años, después de que se aprobó la nueva Ley de pesca. Fuimos cientos los pequeños pescadores expropiados. Todo el esfuerzo, las capuchas, las armas, el triciclo, el teléfono, la negociación, la garantía, para cuatro miserables años de ínfimos diez metros de costa. Ahora mis padres estaban de vuelta en la nada, y con una boca más que alimentar. Fue así que aprendimos a bucear de noche, para sacar con nuestras redes, los pocos peces y moluscos que dejaba la barrida de los grandes barcos. De venderlos ni pensar, porque si te llegaba a descubrir una gran pesquera, eras hombre – o niño – muerto. Eran sólo los suficientes para comer. Lo que sí se podía vender eran las algas. De allí que aprendí la segunda cosa que me serviría mucho: caminar. Después de llevar la pesca nocturna al galpón para que mi madre cocinara, salíamos con mi padre a recorrer la costa de extremo a extremo, recolectando los cochayuyos que traía la luna llena. Los secábamos, y los llevábamos al mercado, donde teníamos un puesto tan precario como mis años en el SENAME. Las caminatas con mi padre fueron mi escuela, de ellas aprendí sobre letras, números, leyes, radiación, redes, historia, comida, fútbol, y cuanta cosa uno pudiera imaginar en su limitado mundo. Claro, sus fuentes nunca fueron del todo formales, pero lo admiraba tanto que le creía a ojos cerrados cada cosa que me decía. Incluso aquella vez que me dijo que la luna escapaba del Sol, porque éste la quería golpear, porque salía de noche. Un día, en una de las tantas caminatas con mi padre, aprendí la tercera cosa que me sirvió en mi salida del país. Las pequeñas barcazas abandonadas a orillas de la playa eran cada vez más abundantes, nido de amor ideal para que los jóvenes desataran sus pasiones, y la casa perfecta para los ratones que escapaban de la ciudad. Fue una tabla de esas mismas embarcaciones, que me arrebató al bandido más noble que había conocido: mi padre. Pisó firme, para no hundirse en la arena seca, sin percatarse de que la tabla tenía un clavo de cuatro pulgadas en su cubierta, oxidado por la inclemencia de la mar hace más de diez años. El clavo atravesó su pie, y a mi frágil hombro de quinceañero lo cargué hasta el hospital. Como el sistema de salud era costoso, aprendimos a cuidarnos en casa, con las recetas caseras de mi madre. Nunca creímos que mi padre pudiera tener diabetes, y que fuera ese clavo oxidado que lo obligara a someterse a múltiples amputaciones, hasta terminar en un tris con su vida, por un paro cardíaco en medio de una intervención. La fragilidad de la vida fue mi lección más importante. En lugar de apreciar lo que me quedó, maldije. Maldije a todo y a todos: a la salud, a las pesqueras, al barco, a las ratas, al SENAME, a la puta diabetes, a los cochayuyos, la luna, el Sol, las cuatro pulgadas del clavo, la secretaria, el triciclo, el primer ministro, y hasta a mí mismo. Todo esto para mis adentros, porque afuera estaba mi madre, que no podía siquiera verme llorar. Dentro de lo que aprendí, se me prohibió llorar, porque era un acto de fragilidad. Y cuando uno es pobre, la fragilidad es una contradicción natural. Su caso fue un ejemplo de cómo convulsiona el mundo cuando una persona muere. Mucha gente llegó a su velorio, queriendo enterarse del chisme, todos dijeron que era un gran hombre, todos abrazaron a la viuda. Luego vinieron las muestras de afecto a la distancia. En las redes las condolencias se extendieron como saludo de cumpleaños, uno que otro compartió un luto que luego olvidó con facilidad al primer partido de la selección chilena de fútbol. Siguió cada quien afrontando su destino, y yo mastiqué mi rabia ante su hipocresía, la misma que los llevó a declararme “pobrecito” al enterarse de mis años antes de conocer a ese gran hombre, cuando hice mi discurso en

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