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Carroll B. Johnson, «La Sexualidad En El Quijote», En Edad De Oro, IX (1990), Pp. 125-136.

ncherizola7 de Octubre de 2011

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Carroll B. Johnson, «La sexualidad en el Quijote», en Edad de Oro, IX (1990), pp. 125-136.

La división de nuestra especie en dos sexos fue advertida muy temprano. Sólo en años relativamente recientes, sin embargo, se ha constituido en tema obsesivo de las formas más variadas del discurso público. En su monumental historia de la sexualidad, Michel Foucault ha observado que «ningún otro tipo de sociedad ha acumulado, en tan breve tiempo, semejante cantidad de discursos preocupados por el sexo. Puede ser que hablemos más del sexo que de cualquier otro tema. Nos entregamos plenamente a la tarea. Nos convencemos de que lo ya dicho nunca es suficiente, y que siempre queda más por decir». [1] El ritmo de especulación y debate se ha intensificado a medida que la crítica feminista de Freud ha ido colocando en primer plano del discurso académico los temas de diferenciación sexual y la insuficiencia de definiciones en función de criterios falocéntricos. Se ha acumulado una bibliografía masiva que confieso no haber dominado. Es más, como hombre de mi edad, soy al mismo tiempo víctima y beneficiario de aquella ideología falocéntrica que la crítica feminista intenta echar abajo.

A base de las lecturas limitadas que he realizado, me he dado cuenta de que el debate actual sobre sexualidad enfoca sobre todo las nociones de diferencia o diferenciación e identidad sexuales. Efectivamente, una definición provisional de la sexualidad sería algo así como «las consecuencias físicas y psíquicas de la división biológica de nuestra especie en dos sexos». La primera consecuencia de esta división, evidentemente, es la necesidad de ser uno u otro. Pero las cosas no son tan fáciles. Resulta que la diferencia sexual no está dada, sino que, como todo lo humano, es lo que se ha descrito como «una construcción vacilante e imperfecta». Robert Stoller, colega remoto mío en la Facultad de Medicina de UCLA, ha hecho la importante distinción entre sexo (macho, hembra, un concepto biológico) y género (masculino, femenino, un concepto psicológico, eso es, social). Esta distinción no se ha generalizado todavía en el mundo de habla inglesa, en parte porque entre nosotros no existe la noción de género lingüístico distinto de sexo biológico que pudiera servir de modelo. El discurso a nivel popular, sobre todo, y en menor medida la comunicación entre profesionales, sigue identificando masculino con macho, femenino con hembra. [2] Si como Kate Millet ha hecho ver, Freud mismo, a pesar de sus intuiciones geniales a propósito de la identidad sexual, confundió una y otra vez estas dos categorías, no debe extrañarnos que los demás no hayamos sido capaces de evitar la misma confusión. [3]

Actualmente está de moda criticar a Freud, y habiéndome ido con la corriente del uso y cumplido con ese deber, quisiera añadir que, en un ensayo llamado «Se está pegando a un niño», Freud mismo introdujo la noción de la psico-bisexualidad humana. [4] Esto es, que los seres humanos nacemos sin diferenciación psicosexual, y que a medida que vamos creciendo reprimimos, o renunciamos a un complemento de características psicosexuales (de género, no de sexo) en favor de las que parecen coincidir con nuestro sexo biológico y con las expectativas de nuestra sociedad. De ahí surge nuestra identidad sexual. Unas investigaciones más recientes sugieren que la identidad sexual sufre modificaciones a medida que pasan los años. David L. Gutmann ha hecho ver que las características reprimidas vuelven a aparecer en la edad mediana y la vejez. Tanto los hombres como las mujeres, explica el psicólogo norteamericano, «empiezan a vivir la dualidad hasta ahora ocultada de su naturaleza primitiva». [5] Jacqueline Rose ofrece un resumen conciso de estos conflictos: «Hombres y mujeres se instalan en posiciones de oposición simbólica y polarizada, contra la corriente de una naturaleza multifaria y bisexual, que Freud fue el primero en identificar en el síntoma y que permanece, presente pero desapercibida, a lo largo de la vida adulta sexual normal. Las líneas de esta división son frágiles en proporción directa a la fuerza con que nuestra cultura insiste sobre ellas». [6] Volviendo a nuestra definición provisional de la sexualidad, podemos concluir que las consecuencias físicas y sobre todo las psíquicas de la división de nuestra especie en dos sexos son primero conflicto, inseguridad, relaciones perturbadas y problemáticas, con el prójimo y con nosotros mismos.

Cervantes explora este terreno resbaladizo en las vidas de casi todos sus personajes. El Quijote ofrece algo para todos los gustos en materia de motivación psicosexual y comportamiento sexual, sea éste realizado, fantaseado o amenazado. Hay encuentros eróticos clandestinos en hoteles de ínfima categoría. Hay unos yuppies florentinos que montan un extraño ménage à trois. Puedo contar cuatro parejas consistentes en hombres ya maduros con mujeres de edad más propia para hijas que para amantes. Hay viejos que se lanzan gallardamente a la palestra amorosa, hay parejas adolescentes, parejas interraciales, una feminista cerrada que se niega totalmente a participar. Hay todo aquello que Avalle-Arce ha calificado de «infamante cachondeo» en el palacio de los duques. ¿Qué diremos nosotros de la amistad de Anselmo y Lotario que no haya sido dicho ya? Hay hombres maduros con niños adolescentes, y por supuesto mucha servidumbre y disciplina sadomasoquistas, sobre todo en el segundo tomo. El travestismo, con la resultante atención que llama sobre la identidad sexual, está presente en todas las mutaciones posibles: sacerdotes católicos igual que laicos vestidos de mujer con o sin barba, mujeres vestidas de hombre, muchachos vestidos de muchacha. La identidad sexual es frágil. El deseo es universal. La contienda descrita por Jacqueline Rose entre las normas impuestas por la sociedad y la psique de los personajes está omnipresente en las páginas cervantinas.

En lo que sigue quiero ensayar el estudio de unos personajes femeninos así como masculinos, y su sexualidad, intentando definir sexualidad de modo que incluya tanto la cuestión de identidad sexual como el hecho de deseo, en relación con las normas sociales. Lo que está en juego para los personajes, creo, es cómo viven su propia identidad sexual, y, en vista de ello, cómo viven sus relaciones con el sexo opuesto y el propio, y cómo estas actitudes encuentran su expresión en el comportamiento. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que estos personajes son entes de ficción que existen sólo para ser leídos, de modo que su sexualidad es una sexualidad imaginada por el lector, una sexualidad que interesa sólo en la medida en que salga del texto y haga engranaje con algo en el lector, en la construcción, vacilante e imperfecta, que el lector está siempre realizando de su propia identidad sexual.

Entre los muchos personajes definidos por su sexualidad, el más importante es don Quijote. Como he propuesto en otra parte, su identidad es el resultado de haber huido de sus propios deseos eróticos inaceptables. [7] Es grato observar que este concepto del personaje, al principio tan chocante, se ha abierto camino en la crítica respetable, al menos en Estados Unidos. Ruth El Saffar, en un artículo reciente titulado «In Praise of What Is Left Unsaid» (‘en loor de lo que se deja de decir’), califica a don Quijote de «el héroe que simultáneamente busca y se escapa de las mujeres», y observa que el personaje «se siente espoleado por las exigencias inaguantables de sus impulsos eróticos, pero incapaz de reconocerlos por suyos». [8]

A propósito de lo que se deja de decir, la historia no narrada de Marcela y el tío tutor que administra su hacienda me ha fascinado siempre. Lo más visible en este episodio es el miniseminario convocado por Cervantes sobre la teoría y práctica de la narración, el punto de vista narrativo y la relación entre historia y discurso: una lección de narratología. Todo lo que sabemos a propósito de Marcela, lo sabemos a través de una serie de narradores masculinos. Cada uno tiene un conocimiento fragmentario de los hechos, pero todos coinciden en hacer responsable a Marcela de la muerte de Grisóstomo, que no vacilan en calificar de asesinato. Al repartir el recuento de la historia entre varios narradores, Cervantes llama la atención sobre las cuestiones teóricas y prácticas que acabo de mencionar. ¿Quién cuenta esta historia? ¿Cuánto sabe? ¿En qué medida el discurso que produce viene determinado por su conocimiento limitado, su visión parcial, y sobre todo por sus actitudes y deseos, productos de su identidad sexual masculina?

Pero, coexistente con estas cuestiones de metaficción, hay una ficción, en la que Marcela es un personaje verosímil que se comporta como los seres reales nos comportamos. Dejando de lado por el momento los diferentes discursos, masculinos o femeninos, que surgen alrededor de su comportamiento e intentan explicarlo, lo más importante de la historia de Marcela es su huida al campo para evitar ser dominada por el orden social patriarcal. Su tío sacerdote no es su padre biológico, sino un soltero célibe, pero encarna la función paterna, y pertenece a una clase de hombres definidos por una paternidad ficticia y que se hacen llamar padre. Marcela puede verse, así, de una manera totalmente compatible con la teoría feminista, en función de la cuestión de identidad sexual. Se niega a ser definida a base de criterios falocéntrico-patriarcalistas. El que su herencia, administrada por su tío, figure tanto en lo que se dice de ella sugiere que su huida al bucolismo simboliza su negativa a dejarse

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