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Cultura Politica


Enviado por   •  21 de Enero de 2013  •  2.262 Palabras (10 Páginas)  •  270 Visitas

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El mandato del Nuevo Testamento es claro: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Pero ¿qué pasa si el César pide, exige o hasta confisca lo que no es “del César”? Según el mandato de Cristo, el cristiano debe darle al César – es decir al Príncipe, al gobernante y, por extensión, al Estado – lo que le corresponde. Pero ¿y si el Estado exige lo que no le corresponde? Lo cual nos lleva directamente a la pregunta esencial: ¿qué es lo que le corresponde al Estado?

Por desgracia, Santo Tomás no se dedicó en forma intensiva a la política. No tenemos un tratado de política proveniente de su pluma con la extensión y la profundidad específica que tienen, por ejemplo, la Política de Aristóteles o La República de Platón. El pensamiento político de Santo Tomás se halla esparcido por varios de sus escritos y para apreciarlo el único camino posible es ir a esos fragmentos y “re-armar” con ellos una síntesis que, por fuerza, será incompleta. Pero, aún así, esos fragmentos contienen observaciones y pensamientos que bien vale la pena estudiar y considerar.

Por de pronto, Santo Tomás sostiene que, “el arte imita a la naturaleza”, es decir: las actividades humanas tienden a un fin específico pero, para realizarlo, se inspiran en un conocimiento adquirido de la observación y comprensión de los fenómenos naturales. Consecuentemente, no cualquier actividad humana es lícita. De hecho, ni siquiera es posible cualquier actividad, realizada de cualquier modo. En el terreno práctico es, en primer lugar, la propia naturaleza la que pone los límites tanto de lo lícito como de lo posible. La actividad que pervierta o menoscabe un principio natural será ilícita; la que pretenda violarlo será de realización imposible. Por lo tanto, no cualquier medida política es lícita, no cualquier proyecto político es admisible, sea cual fuere su grado de legalidad formal o su nivel de consenso mayoritario. Como que tampoco cualquier Utopía es posible en el mundo real, sea cual fuere el grado de deseo o simpatía que despierte.

Pero, por desgracia, diferenciar lo lícito y lo posible no siempre es algo sencillo. Si bien la naturaleza misma nos marca los límites de lo lícito y de lo posible, el conocimiento que tenemos de esos límites no es perfecto ni absoluto, por lo que quedamos expuestos al riesgo del error de lo ilícito y también al riesgo del fracaso ante lo imposible. Por ejemplo, la comunidad humana es un fenómeno natural que es posible rastrear y demostrar hasta la prehistoria. El ser humano es, por naturaleza, un animal social. Desde hace decenas de miles y quizás hasta de millones de años, nace, crece, se reproduce y muere integrado a sociedades. Pretender construir artificialmente una Utopía de anacoretas – es decir: un conjunto humano sin lazos sociales – sería una tarea por completo imposible. Sería hasta biológicamente inviable: una sociedad así se extinguiría en una sola generación. Pero también, desde la misma cantidad de miles o quizás millones de años, toda asociación humana ha sido siempre jerárquica y del buen o mal funcionamiento de las jerarquías ha dependido tanto la paz social como el desarrollo pleno y el bienestar de sus miembros. El ser humano no es posible sin la sociedad y la sociedad no funciona sin gobierno, así como el barco no flota sin agua y no navega sin capitán. El ermitaño es un fenómeno excepcional, posible sólo en el caso de algunos – muy contados – individuos aislados. Una sociedad de ermitaños es un imposible, por antinatural. Pero la propuesta anarquista es un error porque tampoco es posible una sociedad sin gobierno.

En política hay, por lo tanto, al menos dos componentes en juego en forma simultánea: una teórica (el conocimiento) y otra práctica (la actividad), siendo que, en determinados casos, esta práctica se convierte en un verdadero arte. La comunidad política no es ni solamente una entidad objetiva como hecho de la naturaleza, ni tampoco es solamente una entidad moral, como producto de la voluntad humana. En otras palabras: la comunidad política no se explica ni por el “instinto gregario” ni por el “contrato social” en forma exclusiva. En política hay una teoría y una práctica que tienen entidad propia, y por lo tanto no deben ser confundidas, pero que actúan en conjunto, por lo que no deben ser separadas.

Ahora bien, siendo el ser humano, por naturaleza, miembro de una comunidad, resulta inevitable conceder que es parte de un todo. Siendo esto así, se hace obvio que, como dice Santo Tomás: “un todo no puede estar bien constituido si sus partes no le están ordenadas”. Con lo cual se hace evidente y se justifica el principio básico de que “el bien de la comunidad debe prevalecer sobre el bien particular”. No obstante, al igual que en el caso anterior de la teoría y la práctica, la relación que la política establece entre la parte y el todo no es ni unilateral ni absoluta sino recíproca. Porque, si bien el todo no puede estar bien constituido si sus partes no se le subordinan, estas partes tampoco pueden estar bien si el todo no les sirve; es decir: si no les brinda un servicio. Los bienes particulares, los egoísmos individuales, deben ceder ante el Bien Común; pero sólo ante el Bien y sólo si ese Bien es también Común. Por otro lado, el hombre es parte de la comunidad que lo integra y, por consiguiente, está subordinado a ella. Pero no en todo lo que la persona hace, ni en todo lo que posee, ni en todo lo que es. En otras palabras: el todo político de la comunidad no subordina el todo de la persona humana; solamente lo abarca. Todas las actividades de una persona se realizan íntegramente dentro del marco de la comunidad y, en la medida en que afectan o pueden afectar el Bien de dicho marco, deben subordinárseles; pero en la medida en que no lo afectan, la autoridad política cesa de tener jurisdicción ya que hay una esfera íntima, propia de cada ser humano, que queda fuera del ámbito específico de la política. Tal como expresamente señala Santo Tomás: “ (...) la ley humana no preceptúa todos los actos de todas las virtudes, sino sólo aquellos que son ordenables al bien común”.

La pregunta que formulamos al principio en cuanto a qué es lo que le corresponde al Estado se resuelve así en el pensamiento de Santo Tomás de un modo claro y unívoco: al Estado le corresponde lo que hace al Bien Común. El Estado tiene jurisdicción sobre lo que hace al Bien de la comunidad y tiene autoridad – incluido el poder de coerción – en todas aquellas cuestiones que se relacionan con ese Bien; principalmente en aquellas que hacen a las funciones del mantenimiento de la paz y la armonía internas, en aquellas que implican la previsión, la planificación y el aseguramiento del futuro comunitario, y en aquellas que resultan necesarias para el

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