EL PALADIN CONTRA LA MUERTE
MANUELITO12348 de Septiembre de 2013
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EL PALADÍN CONTRA LA MUERTE
I
En los asombrosos y sensacionales años que transcurrieron entre 1860 y 1870, en
tanto Pasteur se dedicaba a salvar la industria del vinagre, maravillando a reyes y
pueblos, mientras diagnosticaba las enfermedades de los gusanos de la seda, un
alemán miope, serio y de baja estatura, estudiaba medicina en la Universidad de
Gotinga. Se llamaba Roberto Koch. Era buen estudiante, pero soñaba con cacerías de
tigres mientras atasajaba cadáveres. Memorizaba a conciencia los nombres de cientos
de huesos y músculos, pero el lamento imaginario de las sirenas de los barcos que
partían rumbo a Oriente le hacían olvidar aquella jerga de latín y griego.
El sueño de Koch era ser explorador, o médico militar para ganar Cruces de
Hierro, o por lo menos médico naval para tener la oportunidad de visitar países
remotos; pero, después de recibirse, tuvo que hacer su internado en el poco
interesante manicomio de Hamburgo. Ocupado en atender a los locos furiosos y a los
idiotas incurables, difícilmente podrían llegar a sus oídos los ecos de las profecías de
Pasteur sobre la existencia de seres tan terribles como los microbios asesinos. Aún
seguía escuchando las sirenas de los vapores cuando al atardecer se paseaba por los
muelles con Emma Frantz, a quien le rogó se casara con él, hablándole de lo
románticos viajes que habrían de realizar alrededor del mundo. Emma respondió a
Roberto que se casaría con él, a condición de que se olvidara de todas aquellas
nececedades de una vida aventurera, y se estableciera en Alemania para ejercer su
profesión como un buen y útil ciudadano.
Koch accedió; el atractivo de cincuenta años de dicha junto a ella, logró hacer que
se esfumaran sus sueños de elefantes y países exóticos, y se decidió a practicar la
medicina, ejercicio que siempre encontró, monótono, en una serie de pueblos
prusianos.
Mientras Koch escribía recetas y atravesaba a caballo grandes lodazales, para
pasar en vela las noches a la cabecera de las parturientas campesinas prusianas,
Líster comenzaba en Escocia a salvarles la vida mediante la asepsia. Los profesores y
estudiantes de las facultades de medicina de Europa empezaban a interesarse por las
teorías de Pasteur y a discutirlas. Aquí y allá se hacían toscos experimentos, pero
Koch se hallaba tan aislado del mundo científico como Leeuwenhoek, doscientos años
antes, cuando empezó a tallar lentes en Delft, en Holanda. Parecía que su destino
sería el de consolar enfermos y la también encomiable tentativa de salvar la vida de
los moribundos, cosa que, naturalmente, no conseguía en la mayoría de los casos,
Emma, su mujer, estaba muy satisfecha con su situación, y se sentía orgullosa
cuando su marido ganaba veinte pesos en dos días de mucho trabajo.
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Pero Roberto Koch estaba inquieto; como se suele decir: iba tirando. La pasaba
de un pueblo aburrido a otro aún menos interesante, hasta que por fin llegó a
Wollstein, en la Prusia Oriental, donde Frau Koch, para festejar el vigésimoctavo
cumpleaños de su marido, le regaló un microscopio para que se distrajera.
Podemos imaginarnos a aquella buena mujer diciendo:
—Quizá con esto se distraiga Roberto de lo que llama su estúpido trabajo. Tal vez
le proporcione alguna satisfacción, ya que siempre está mirándolo todo con esa vieja
lupa que tiene.
¡Pobre mujer! Este microscopio nuevo, este juguete, llevó a su marido a
aventuras mucho más curiosas que las que hubiera podido correr en Tahití o en
Lahore; lances extraños, soñados por Pasteur, pero que hasta entonces nadie había
experimentado y que se originaron en los cadáveres de ovejas y vacas. Estos nuevos
paisajes, estas maravillosas aventuras lo asaltaron del modo más increíble en la
misma puerta de su casa, en su propia sala de consulta, que tanto le aburría y que ya
empezaba a detestar.
—Odio todo este engaño al que en resumidas cuentas se reduce el ejercicio de la
Medicina, y no porque no quiera salvar a los niños de las garras de la difteria, sino
porque, cuando las madres acuden a mí, rogándome que salve a sus hijos, ¿qué
puedo hacer yo? Tropezar, andar a tientas, darles esperanzas, cuando sé que no las
hay. ¿Cómo puedo curar la difteria, si desconozco su causa? ¿Si el doctor más sabio
de toda Alemania tampoco la conoce?
Estas eran las amargas reflexiones que Koch expresaba a su mujer, quien se
sentía molesta y desorientada, pues pensaba que lo único que a un médico joven le
incumbía era poner en práctica el caudal de conocimiento adquiridos en la Facultad.
¡Qué hombre aquel! ¡Nunca estaba satisfecho!
Pero Koch tenía razón, pues, en realidad, ¿qué es lo que sabían los médicos sobre
las misteriosas causas de las enfermedades? A pesar de su brillantez, los
experimentos de Pasteur nada probaban acerca del origen y la causa de los
padecimientos de la Humanidad. Había abierto brecha, es cierto; era un precursor que
profetizara grandes victorias sobre las enfermedades, y había perorado sobre
magníficas maneras de eliminar las epidemias de la faz de la tierra. Pero, entre tanto,
los mújiks de las desoladas estepas rusas seguían combatiendo las plagas como sus
antepasados; enganchando cuatro viudas a un arado para labrar un surco alrededor
del pueblo en la oscuridad de la noche; y los médicos no conocían otro medio de
protección más eficaz.
Tal vez Frau Koch trató de consolar a su marido diciéndole: —Pero Roberto, los
profesores y las eminencias de Berlín forzosamente tienen que saber la causa de estas
enfermedades que tú no sabes detener.
Hay que repetir, no obstante, que en 1873 los médicos más eminentes no
ofrecían mejor explicación del origen de las enfermedades que la que pudieran dar los
ignorantes rusos que enganchaban a las viudas del pueblo en los arados. Cuando
Pasteur predicó en París que no pasaría mucho tiempo sin que se descubriera que los
microbios eran los asesinos de los tuberculosos, todo el cuerpo médico de París,
capitaneado por el distinguido doctor Pidoux, se levantó contra este profeta
descabellado.
—¡Qué! —rugió Pidoux—. ¿La tuberculosis causada por un germen, por un germen
específico? ¡Qué necedad! ¡Qué idea más funesta! ¡La tuberculosis es una enfermedad
múltiple: su término es la destrucción neocrobiótica e infecciosa del tejido plasmático
de los órganos, proceso que tiene lugar por vías diferentes, que los higienistas y
médicos deben tratar de obstruir.
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Así, con palabrería insensata, y a menudo idiota, era como los médicos luchaban
contra las profecías de Pasteur.
II
El carbunco era por aquel entonces una enfermedad misteriosa, que traía
preocupados a los campesinos de toda Europa: unas veces arruinaba a un próspero
ganadero poseedor de mil ovejas, y otras, solapadamente, mataba una vaca único
sostén de una pobre viuda. Esta plaga, en sus andanzas, no guardaba regla ni norma;
un hermoso cordero podía estar triscando alegremente por la mañana, y aquella
misma tarde, con la cabeza un poco caída, se negaba a comer; a la mañana siguiente
lo encontraba su dueño tieso y frío, con la sangre convertida en una masa negruzca, y
lo mismo podía suceder a otro cordero y a una, cuatro o seis ovejas, sin que hubiera
manera de impedirlo. Y aun más, a los mismos ganaderos, los pastores, los
escogedores de lana y los tratantes en * pieles, les salían a veces granos horribles o,
lo que era peor, exhalaban el último suspiro víctimas de una pulmonía fulminante.
Entonces fue cuando empezó a reconcentrarse, a olvidarse de hacer visitas
profesionales, cuando encontraba en el campo una oveja muerta, a recorrer las
carnicerías para enterarse de cuáles eran las granjas donde estaba haciendo estragos
el carbunco. No disponía Koch para sus observaciones de tanto tiempo libre como
Leeuwenhoek, pues tenía que aprovechar los ratos perdidos entre extender una receta
para un niño que berreaba con dolor de tripas y sacar una muela a un lugareño. En
estos momentos, frecuentemente interrumpidos, ponía gotas en la sangre negra de
vacas muertas de carbunco, entre dos láminas de cristal muy delgadas y
perfectamente limpias; un día, al mirar por el microscopio, vio entre los diminutos
glóbulos verdosos a la deriva, unas cosas extrañas, que parecían bastoncitos cortos y,
poco numerosos, que flotaban agitados por un ligero temblor, entre los glóbulos
sanguíneos; otras veces aparecían engarzados, sin solución de continuidad, dando la
sensación de largas fibras mil veces más tenues que la seda más fina.
Otros hombres de ciencia. Davaine y Rayer, en Francia, habían visto las mismas
cosas en la sangre de las ovejas muertas, y habían dicho que aquellos bastoncitos
eran bacilos, gérmenes vivos, causa real
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