El Higo Que Decidió Perderse
Carlos14964 de Octubre de 2014
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En el árbol de la solitaria colina, entre la espesa nube de hojas verdes, aún se encontraba un viejo y arrugado higo, canoso por el tiempo, débil por los años. En las grises mañanas que transcurrían una tras otra, él había de recordar los tiempos de antaño mientras se aburría con su presente.
Hasta que un día como cualquier otro, de súbito, y sin saber por qué, comenzó a precipitarse con una velocidad increíblemente lenta hacía el suelo, evadiendo con una precisión milimétrica los diferentes obstáculos que trataban de pararlo; las ramas, hojas y pájaros no se interpondrían en su camino, nada podría pararlo, pues él creía que no caía, que volaba.
Se sentía extasiado, sus ojos emitían un fulgor como pocas veces lo habían hecho en su vida, volaba y era libre, el recuerdo era su vuelo, su placer final. El recuerdo que él extrañaba más, el cual ocupó todo el tiempo de su caída, fue el tiempo, en el que él sin saber cómo, apareció un pequeño árbol de hojas rosadas, tan insignificante en la gran colina donde su higuera era tres veces más grande que ese árbol de hojas rosadas. Él siempre se lo decía y siempre se lo pensaba, desde el alto árbol donde él se ubicaba: ”Se cree algo ese árbol enano, que sin sus hojas rosadas no sería nada, pequeño e insignificante era, y así para siempre se quedará.”
No pudo estar más errado, aunque por nueve meses el higo pudo jactarse todo lo que quiso sobre la estatura de su higuera; que sosiego tan grande, el burlarse de las incertidumbres del otro, antes, claro, que ver las propias. El higo era el único que quedaba en su árbol, todo lo que alguna vez tuvo lo perdió, los amigo, la felicidad, las esperanzas, ahora, eran un sin sentido para él. Antes, quedarse viendo por los pequeños orificios que quedaban entre las ramificaciones, el despuntar del día y las puestas del sol era lo que más le emocionaba, pero al pasar tantos años, se levantaba después del alba y se acostaba antes del ocaso, sentirse bien le molestaba. Todo en su vida se volvió un desierto infinito de soledad, una llanura sin vista. El tiempo pasaba, y él pasaba con él, lo que antes brillaba delante de sus ojos hoy era opaco, el canto de un ruiseñor se convirtió en ruido. Nada era lo mismo, sino un destello casi olvidado en las sombras de su memoria.
Pero de vez en cuando al higo le quedaba un consuelo, que por el lugar donde estaba duraba poco y era escaso, era el sonido de la lluvia, la melancolía que reflejaba, la armonía en cada gota que chocaba con el suelo, en cada hoja, que sin tener que mencionar palabra, que sin tener que tocar un acorde, se escucha la melodía más hermosa de la naturaleza según el higo.
La vida está llena de instantes y uno te la puede cambiar totalmente, un sonido agradable, una sonrisa indiscreta, un instante es lo que falta para completar muchas vidas, tratar de hallar esa pieza restante, en un desierto una gota puede saciar una sed, un destello salvar a un hombre. Después de nueve meses, el enano árbol de hojas rosadas había producido un fruto, una pequeña, diminuta y tierna guinda. De esto el higo se acuerda claramente, de ese comienzo del verano, de esa firme y esbelta cereza; atónito y triste lo dejó el descubrimiento, porque sabía con toda certeza, que aunque con toda su alma la desease, ella a él no le correspondía, y aunque él la queriese, ella a él, no lo desearía. Estaba totalmente seguro de esto, se lo decía a si mismo todo el día. Los meses pasaron,no creció otra guinda, él la contemplaba en secreto, ella jugaba con las libélulas, pero nada le decía. Mientras ella dormía, él se desvelaba para observarla, su cándida sonrisa, y el anhelo que en su rostro de ensueño se
embozaba.
La veía sola y la deseaba, él se veía solo y la necesitaba.
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