Huellas De Schopenhauer En La Nivola De Unamuno (San Manuel Bueno, mártir)
irenemora130 de Abril de 2013
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Huellas de Schopenhauer en la nivola de Unamuno (San Manuel Bueno, mártir)
Joaquín Verdú de Gregorio Universidad de Ginebra
En todo trasfondo de la creación, tras el mito y la tragedia, ha fluido un camino interior por el que el ser humano ha pretendido captar el sentido del universo. La aparición de la filosofía subyace en el hombre que, desprovisto de su fábula y su cuento o desintegrado de ellos, comienza a preguntarse por su sentido. Por las cosas y el universo que le rodea. Y en el trasfondo de «su pregunta» siempre ha parecido translucirse una oscilación que se sitúa entre racionalismo -sobre todo a partir de Descartes y la física de Newton- e iluminismo. Y es que si el primero pretende ofrecer una claridad, unos límites comprensivos a través del concepto, la cuestión del iluminismo, en su claro nexo con el cansancio de la razón que comienza a perfilarse tras el Romanticismo, quiere mostrar aquellas fronteras que se ciernen sobre lo incomunicable, lo sensible y que llegará a integrar lo intuitivo.
Y dentro de esta última corriente -y más allá de Hegel y Kant- surge la fluencia del pensamiento de Schopenhauer, antecesor de ese pensamiento moderno que adquirirá sus más hondos reflejos en Nietzsche y Heidegger y en Bergson. En Unamuno y de honda manera en María Zambrano.
Hay una innovación en este pensador, influido por Platón, y el budismo, la filosofía oriental, a través de Las Upanishads.
Mas en lo inmediato, su obra esencial, El mundo como voluntad y representación, ha partido de la concepción kantiana que distingue entre fenómeno y cosa en sí, más otorgándole una diferente visión. Ya que para este filósofo el llamado fenómeno -lo conocido- equivale o supone la representación, lo que aparece en una primera visión, ese mundo que aparece en el primer despertar del hombre hacia lo que cree su sueño, creyendo que ese su sueño es lo real, lo conocido, en esa primera visión. Y que «toda comprensión es un acto de representación y queda como consecuencia, esencialmente en el terreno de la representación» (Schopenhauer 1992, pág. 194). Pero toda representación supone dos partes complementarias, sujeto y objeto, o sea, el que representa y lo representado. La representación parece ofrecer «el gran libro del mundo», un mundo que, a primera vista, es una visión que no podría ser comprendida sin el sujeto que la representa.
Y es que esa representación o ese reflejo fluye, tantas veces, como el velo maya, ilusoria, encubierta... en una fusión-compresión entre sujeto y objeto, podría apaciguar el miedo a la muerte, el terror delante de la perspectiva de ser sajado de este mundo y que subsistiría tras la desaparición que supone la muerte. Y que ese «mundo del que la muerte nos separa no era sino mi representación». Y algo hallamos de la huella de Calderón de la Barca en este creador que tanto admira y cita a los clásicos españoles. Sería el suponer que el mundo es un sueño, un gran teatro, en él que el soñador es el creador.
Y, en otro aspecto, y en honda relación con la sintonía que pretendemos entre Schopenhauer y la obra de Unamuno -no decimos obras, por el limitado espacio de este estudio- San Manuel Bueno, mártir. Ya que el pueblo parece permanecer en su sueño de representación y «trascendencia». O al menos así lo anhela Don Manuel -San Manuel y más tarde su discípulo Lázaro.
Mas para el filósofo de la modernidad el mundo no es representación, sino voluntad -y ello podría relacionarse con la concepción de la cosa en sí de Kant, independiente de las formas de conocimiento. Si podemos pensarlas a través de nuestra razón, no podemos concebirlas. Esa voluntad, ese querer vivir -y recordemos la importancia y acepciones de la expresión querer en nuestra lengua- va más allá del ser humano, lo depasa. Es algo íntimo y desconocido cual fuerza o instancia metafísica o quizás cosmológica. Pues que surge como potencia anónima que actúa, a su vez, como potencia y como destrucción... rupturas, deseos de amor, deseo de nueva vida que en los amantes supone la reproducción de la vida. Y en su envés, ello significa que el individuo como persona es ilusoria, sólo cuenta la especie.
Y es que la voluntad no se entronca tan sólo en el sujeto, lo depasa, lo desborda. Es un «elan» que se extiende más allá de él,
Fuera del hombre está la voluntad en todas partes, lo es todo, lo mismo la pesantez y la afinidad química que el instinto animal: todo tiende a algo, todo quiere. Solamente eso no tiende a nada. La voluntad nada quiere sino a sí misma. Carente de sentido y carente de fe, sería insensato enunciarla en el lenguaje de los valores. Todo lo que podemos hacer es explorar amargamente esa ciega potencia que impulsa, que se autodevora, ese ardor peligroso y destructor, y, al no poder destruir, hemos de esforzarnos en adormecerla al máximo.
(Bangur 1984, pág. 206)
Y enigmática aparece esa fuerza que ya no es fe, ni destino y que asemeja poseer las raíces del mundo, las causas de un extraño movimiento, ya que
en presencia del mundo, esa fuerza se irradia, se manifiesta como unidad del todo en abolición de las categorías espaciales, de lo exterior y de lo interior, de sí mismo y del prójimo. Sí, es ese querer el que anima a la naturaleza entera, y los antiguos panteísmos son eternamente jóvenes, y los arcaicos animismos hallan su eco en el «homo sapiens». Y añade Schopenhauer, «soy yo la víctima que sufre bajo la mano del verdugo que me castiga ferozmente, y yo soy también el que apiadado digno de piedad que, llorando sobre su víctima, llora sobre sí mismo».
(Bangur, pág. 208)
El eco de estas palabras parecen resonar en las del protagonista de Unamuno -o quizás en él mismo- cuando el otro agonista le pregunta por su verdad. «La verdad, Lázaro, es acaso algo temible, algo intolerable, algo mortal; la gente sencilla no podría vivir con ella...». Esa verdad que tiene que expresar a Lázaro, el otro mundo social y científico... «Porque si no me atormentaría tanto, tanto, que acabaría gritándola en medio de la plaza, y eso jamás, jamás, jamás...». De ahí su necesidad de adormecerla para recrear a los otros en un sueño en el que no cree: «Yo estoy aquí para hacer vivir a las almas de mis feligreses, para hacerles felices, para hacerles que se sueñen inmortales y no para matarlos...» (Unamuno 1986, pag. 864).
Hay seres que no pueden o no soportarían el ver el otro lado del mundo, quizás atravesar ese dintel que significa el «velo maya» que supone la representación. Otros irán descubriendo la voluntad, trascendiéndola, que nunca negándola, mediante la contemplación, el arte, la compasión... e irán desentrañando y armonizando el dolor de la existencia.
Y es que esta voluntad reintegra al sujeto con su cuerpo para llegar a componer al individuo -individuum, no dividido. Y en este pasaje, tránsito desde el mundo de la representación al mundo de la voluntad, el ser inscribe su cuerpo en dos registros, hallando una cierta armonía, aunque tantas veces dolorosa.
El camino del ser como el de D. Manuel y Lázaro -fluye bajo la necesidad, quejas, muerte, y es que la voluntad surgiría como un deseo primario, que ni la sexualidad ni los bienes económicos, ni el poder podrían monopolizar... y esa tiranía del deseo se extiende incluso a los pensamientos, parece acunar un sentido absurdo de la existencia.
Pensar ociosos pensar para no hacer nada o pensar demasiado en lo que se ha hecho y no en lo que hay que hacer. A lo hecho, pecho, y a otra cosa que no hay, peor que remordimiento sin enmienda. ¡Hacer! ¡Hacer! Bien comprendí yo ya desde entonces que Don Manuel huía [nos dice la narradora] de pensar ocioso y a solas, que algún pensamiento le perseguía.
Se trasciende toda ordenación racional o causal del mundo... mas, a su vez, los subterráneos de ese mismo mundo parten de nuestro propio interior y no hay una unidad -que podría suponer el alma- cuando la voluntad supone dilatación del ser más allá de sus límites; y la dispersión tampoco aparece como Dios, pues quizás como tal dispersión es diabólica -y en este aspecto hallaríamos la importancia de lo demoníaco en los escritores Georges Bernanos y Fedor Dostoyewski- y sería interesante hallar las interrelaciones entre estos autores y la obra de Unamuno. Y es que en esa intimidad rota a veces, sólo a veces, Don Manuel, introduce en su universo un sentido de lo trágico, una tensión agónica entre su palabra hacia el pueblo -representación- y esa voluntad que le arrastra, mas cuyo destino desconoce... Pero más allá de la tragedia antigua... se presenta el
yo -el yo metafísico, no el yo psicológico, individual, empírico- que se experimenta en el fondo como espejo irresistible y ciego de la voluntad de vivir. Eso tiende con todas sus fuerzas, sin tender sin embargo a nada, y eso sufre en la medida en que ningún objeto puede colmar ese ardor que devora. Eso se conoce inmediatamente, fuera de todo tiempo y fuera de todo espacio. Eso no tiene ni comienzo ni fin; eso es la enfermedad hasta la muerte.
(Bangur, pág. 209)
Y San Manuel ha exclamado:
Yo no puedo perder a mi pueblo para ganarme mi alma... Yo no podría soportar las tentaciones del desierto. Yo no podría llevar solo la cruz del nacimiento.
Sobre eso palpita la gris espuma de los días, que ha engañado a los filósofos hasta el punto de hacerles tomar la apariencia por el ser, y de inspirarles esa carencia de sentido: la filosofía de la historia.
(Bangur, pág.
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