SAN MANUEL, MÁRTIR
porotex13 de Septiembre de 2011
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Miguel de Unamuno
SAN MANUEL, MÁRTIR
PRÓLOGO
En La Nación, de Buenos Aires, y algo más tarde en El Sol, de Madrid, número del 3 de diciembre de 1931 [...], Gregorio Marañón publicó un artículo sobre mi SAN MA¬NUEL BUENO, MÁRTIR, asegurando que ella, esta novelita, publicada en La Novela de Hoy, número 461 y último de la publicación, correspondiente al día 13 de marzo de 1931 -estos detalles los doy para la insaciable casta de los bi¬bliógrafos-, ha de ser una de mis obras más leídas y gus¬tadas en adelante como una de las más características de mi producción toda novelesca. Y quien dice novelesca -agrego yo-, dice filosófica y teológica. Y así como él pienso yo, que tengo la conciencia de haber puesto en ella todo mi sentimiento trágico de la vida cotidiana.
Luego hacía Marañón unas brevísimas consideraciones sobre la desnudez de la parte puramente material en mis relatos. Y es que creo que dando el espíritu de la carne, del hueso, de la roca, del agua, de la nube, de todo lo demás visible, se da la verdadera e íntima realidad, dejándole al lector que la revista en su fantasía.
Es la ventaja que lleva el teatro. Como mi novela Nada menos que todo un hombre, escenificada luego por Julio de Hoyos bajo el título de Todo un hombre, la escribí ya en vista del tablado teatral, me ahorré todas aquellas descripciones del físico de los personajes, de los aposentos y de los paisajes, que deben quedar al cuidado de actores, escenógrafos y tramoyistas. Lo que no quiere decir, ¡claro está!, que los personajes de la novela o del drama escrito no sean tan de carne y hueso como los actores mismos, y que el ámbito de su acción no sea tan natural y tan con¬creto y tan real como la decoración de un escenario.
Escenario hay en SAN MANUEL BUENO, MÁRTIR, suge¬rido por el maravilloso y tan sugestivo lago de San Mar¬tín de Castañeda, en Sanabria, al pie de las ruinas de un convento de Bernardos y donde vive la leyenda de una ciudad, Valverde de Lucerna, que yace en el fondo de las aguas del lago. Y voy a estampar aquí dos poesías que es¬cribí a raíz de haber visitado por primera vez ese lago el día primero de junio de 1930. La primera dice:
San Martín de Castañeda, espejo de soledades,
el lago recoge edades
de antes del hombre y se queda
soñando en la santa calma
del cielo de las alturas,
la que se sume en honduras
de anegarse, ¡pobre! el alma.
Men Rodríguez, aguilucho
de Sanabria, el ala rota
ya el cotarro no alborota
para cobrarse el conducho.
Campanario sumergido
de Valverde de Lucerna,
toque de agonía eterna
bajo el caudal del olvido.
La historia paró; al sendero
de San Bernardo la vida
retorna, y todo se olvida,
lo que no ha sido primero.
Y la segunda, ya de rima más artificiosa, decía y dice así:
Ay Valverde de Lucerna,
hez del lago de Sanabria,
no hay leyenda que dé cabria
de sacarte a luz moderna.
Se queja en vano tu bronce
en la noche de San Juan,
tus hornos dieron su pan
la historia se está en su gonce.
Servir de pasto a las truchas
es, aun muerto, amargo trago;
se muere Riba de Lago
orilla de nuestras luchas.
En efecto, la trágica y miserabilísima aldea de Riba de Lago, a la orilla del de San Martín de Castañeda, agoniza y cabe decir que se está muriendo. Es de una desolación tan grande como la de las alquerías, ya famosas, de las Hurdes. En aquellos pobrísimos tugurios, casuchas de ar¬mazón de madera recubierto de adobes y barro, se hacina un pueblo al que ni le es permitido pescar las ricas tru¬chas en que abunda el lago y sobre las que una supuesta señora creía haber heredado el monopolio que tenían los monjes Bernardos de San Martín de Castañeda.
Esta otra aldea, la de San Martín de Castañeda, con las ruinas del humilde monasterio, agoniza también junto al lago, algo elevada sobre su orilla. Pero ni Riba de Lago, ni San Martín de Castañeda, ni Galende, el otro pobladi¬llo más cercano al lago de Sanabria -este otro mejor acomodado-, ninguno de los tres puede ser ni fue el mo¬delo de mi Valverde de Lucerna. El escenario de la obra de mi Don Manuel Bueno y de Angelina y Lázaro Carba¬llino supone un desarrollo mayor de vida pública, por po¬bre y humilde que esta sea, que la vida de esas pobrísimas y humildísimas aldeas. Lo que no quiere decir, ¡claro está!, que yo suponga que en estas no haya habido y aún haya vidas individuales muy íntimas e intensas, ni trage¬dias de conciencia.
Y en cuanto al fondo de la tragedia de los tres protago¬nistas de mi novelita, no creo poder ni deber agregar nada al relato mismo de ella. Ni siquiera he querido añadirle algo que recordé después de haberlo compuesto -y casi de un solo tirón-, y es que al preguntarle en París una dama acongojada de escrúpulos religiosos a un famoso y muy agudo abate si creía en el infierno y responderle este: «Se¬ñora, soy sacerdote de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana, y usted sabe que en esta la existencia del infierno es verdad dogmática o de fe», la dama insistió en: «Pero us¬ted, monseñor, ¿cree en ello?», y el abate, por fin: «¿Pero por qué se preocupa usted tanto, señora, de si hay o no in¬fierno, si no hay nadie en él ...?» No sabemos que la dama le añadiera esta otra pregunta: «Y en el cielo, ¿hay alguien?»
Y ahora, tratando de narrar la oscura y dolorosa con¬goja cotidiana que atormenta al espíritu de la carne y al espíritu del hueso de hombres y mujeres de carne y hueso espirituales, ¿iba a entretenerme en la tan hacedera tarea de describir revestimientos pasajeros y de puro viso? Aquí lo de Francisco Manuel de Melo en su Historia de los movimientos, separación y guerra de Cataluña en tiempo de Felipe IV y política militar, donde dice: «He deseado mostrar sus ánimos, no los vestidos de seda, lana y pieles, sobre que tanto se desveló un historiador grande de estos años, estimado en el mundo.» Y el colosal Tucí¬dides, dechado de historiadores, desdeñando esos realis¬mos, aseguraba haber querido escribir «una cosa para siempre, más que una pieza de certamen que se oiga de momento». ¡Para siempre!
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Pero voy más lejos aún, y es que no tan sólo importan poco para una novela, para una verdadera novela, para la tragedia o la comedia de unas almas, las fisonomías, el vestuario, los gestos materiales, el ámbito material, sino que tampoco importa mucho lo que suele llamarse el ar¬gumento de ella.
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[...] Poniéndome a pensar, claro que a redromano o a posteriori, en ello, he creído darme cuenta de que [...] a Don Manuel Bueno [...] lo que le atosigaba era el pavo¬roso problema de la personalidad, si uno es lo que es y se¬guirá siendo lo que es.
Claro está que no obedece a un estado de ánimo espe¬cial en que me hallara al escribir, en poco más de dos me¬ses [esta novela junto a la novela de Don Sandalio, juga¬dor de ajedrez y Un pobre hombre rico o el sentimiento cómico de la vida], sino que es un estado de ánimo gene¬ral en que me encuentro, puedo decir que desde que em¬pecé a escribir. Ese problema, esa congoja, mejor, de la conciencia de la propia personalidad -congoja unas ve¬ces trágica y otras cómica- es el que me ha inspirado para casi todos mis personajes de ficción. Don Manuel Bueno busca, al ir a morirse, fundir -o sea salvar- su personalidad en la de su pueblo [...].
¿Y no es, en el fondo, este congojoso y glorioso pro¬blema de la personalidad el que guía en su empresa a Don Quijote, el que dijo lo de «¡yo sé quién soy!» y quiso sal¬varla en aras de la fama imperecedera? ¿Y no es un pro¬blema de personalidad el que acongojó al príncipe Segis¬mundo, haciéndole soñarse príncipe en el sueño de la vida?
Precisamente ahora, cuando estoy componiendo este prólogo, he acabado de leer la obra O lo uno o lo otro (Entera-Eller) de mi favorito Sáren Kierkegaard, obra cuya lectura dejé interrumpida hace unos años -antes de mi destierro-, y en la sección de ella que se titula «Equi¬librio entre lo estético y lo ético en el desarrollo de la per¬sonalidad» me he encontrado con un pasaje que me ha herido vivamente y que viene como estrobo al tolete para sujetar el remo -aquí pluma- con que estoy remando en este escrito. Dice así el pasaje:
Sería la más completa burla al mundo si el que habría expuesto la más profunda verdad no hubiera sido un so¬ñador, sino un dudador. Y no es impensable que nadie pueda exponer la verdad positiva tan excelentemente como un dudador; sólo que este no la cree. Si fuera un impostor, su burla sería suya; pero si fuera un dudador que deseara creer lo que expusiese, su burla sería ya enteramente objetiva; la existencia se burlaría por medio de él; expondría una doctrina que podría esclarecerlo todo, en que podría descansar todo el mundo; pero esa doctrina no podría aclarar nada a su propio autor. Si un hombre fuera precisamente tan avisado que pudiese ocul¬tar que estaba loco, podría volver loco al mundo entero.
Y no quiero aquí comentar ya más ni el martirio de Don Quijote ni el de Don Manuel Bueno, martirios quijo¬tescos los dos.
Y adiós, lector, y hasta más encontrarnos, y quiera Él que te encuentres a ti mismo.
Madrid, 1932.
Si sólo en esta vida esperamos en Cristo, somos los
más miserables de
...