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Instrucción pública


Enviado por   •  4 de Abril de 2012  •  4.884 Palabras (20 Páginas)  •  516 Visitas

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La historia de la instrucción pública en el Perú se divide así en los tres períodos que señalan estas tres influencias (1). Los límites de cada período no son muy precisos. Pero en el Perú éste es un defecto común a casi todos los fenómenos y a casi todas las cosas. Hasta en los hombres rara vez se observa un contorno neto, un perfil categórico. Todo aparece siempre un poco borroso, un poco confuso.

En el proceso de la instrucción pública, como en otros aspectos de nuestra vida, se constata la superposición de elementos extranjeros insuficientemente combinados, insuficientemente aclimatados. El problema está en las raíces mismas de este Perú hijo de la conquista. No somos un pueblo que asimila las ideas y los hombres de otras naciones, impregnándolas de su sentimiento y su ambiente, y que de esta suerte enriquece, sin deformarlo, su espíritu nacional. Somos un pueblo en el que conviven, sin fusionarse aún, sin entenderse todavía, indígenas y conquistadores. La República se siente y hasta se confiesa solidaria con el Virreinato. Como el Virreinato, la República es el Perú de los colonizadores, más que de los regnícolas. El sentimiento y el interés de las cuatro quintas partes de la población no juegan casi ningún rol en la formación de la nacionalidad y de sus instituciones.

La educación nacional, por consiguiente, no tiene un espíritu nacional: tiene más bien un espíritu colonial y colonizador. Cuando en sus programas de instrucción pública el Estado se refiere a los indios, no se refiere a ellos como a peruanos iguales a todos los demás. Los considera como una raza inferior. La República no se diferencia en este terreno del Virreinato.

España nos legó, de otro lado, un sentido aristocrático y un concepto eclesiástico y literario de la enseñanza. Dentro de este concepto, que cerraba las puertas de la Universidad a los mestizos, la cultura era un privilegio de casta. El pueblo no tenía derecho a la instrucción. La enseñanza tenía por objeto formar clérigos y doctores.

La revolución de la Independencia, alimentada de ideología jacobina, produjo temporalmente la adopción de principios igualitarios. Pero este igualitarismo verbal no tenía en mira, realmente, sino al criollo. Ignoraba al indio. La República, además, nacía en la miseria. No podía permitirse el lujo de una amplia política educacional.

La generosa concepción de Condorcet no se contó entre los pensamientos tomados en préstamo por nuestros liberales a la gran Revolución. Prácticamente subsistió, en ésta como en casi todas las cosas, la mentalidad colonial. Disminuida la efervescencia de la retórica y el sentimiento liberales, reapareció netamente el principio de privilegio. El gobierno de 1831, que declaró la gratuidad de la enseñanza, fundaba esta medida que no llegó a actuarse, en "la notoria decadencia de las fortunas particulares que había reducido a innumerables padres de familia a la amarga situación de no serles posible dar a sus hijos educación ilustrada, malográndose muchos jóvenes de talento" (2). Lo que preocupaba a ese gobierno, no era la necesidad de poner este grado de instrucción al alcance del pueblo. Era, según sus propias palabras, la urgencia de resolver un problema de las familias que habían sufrido desmedro en su fortuna.

La persistencia de la orientación literaria y retórica se manifiesta con la misma acentuación. Felipe Barreda y Laos señala como fundaciones típicas de los primeros lustros de la República las siguientes: el Colegio de la Trinidad de Huancayo, la Escuela de Filosofía y Latinidad de Huamachuco y las Cátedras de Filosofía, de Teología dogmática y de Jurisprudencia del Colegio de Moquegua (3).

En el culto de las humanidades se confundían los liberales, la vieja aristocracia terrateniente y la joven burguesía urbana. Unos y otros se complacían en concebir las universidades y los colegios como unas fábricas de gentes de letras y de leyes. Los liberales no gustaban menos de la retórica que los conservadores. No había quien reclamase una orientación práctica dirigida a estimular el trabajo, a empujar a los jóvenes al comercio y la industria (Menos aún había quien reclamase una orientación democrática, destinada a franquear el acceso a la cultura a todos los individuos).

La herencia española no era exclusivamente una herencia psicológica e intelectual. Era ante todo, una herencia económica y social. El privilegio de la educación persistía por la simple razón de que persistía el privilegio de la riqueza y de la casta. El concepto aristocrático y literario de la educación correspondía absolutamente a un régimen y a una economía feudales. La revolución de la independencia no había liquidado en el Perú este régimen y esta economía (4). No podía, por ende, haber cancelado sus ideas peculiares sobre la enseñanza.

El Dr. Manuel Vicente Villarán, que representa en el proceso y el debate de la instrucción pública peruana el pensamiento demoburgués, deplorando esta herencia, dijo en su discurso sobre las profesiones liberales hace un cuarto de siglo "El Perú debería ser por mil causas económicas y sociales, como han sido los Estados Unidos, tierra de labradores, de colonos, de mineros, de comerciantes, de hombres de trabajo; pero las fatalidades de la historia y la voluntad de los hombres han resuelto otra cosa, convirtiendo al país en centro literario, patria de intelectuales y semillero de burócratas. Pasemos la vista en torno de la sociedad y fijemos la atención en cualquiera familia: será una gran fortuna si logramos hallar entre sus miembros algún agricultor, comerciante, industrial o marino; pero es indudable que habrá en ella algún abogado o médico, militar o empleado, magistrado o político, profesor o literato, periodista o poeta. Somos un pueblo donde ha entrado la manía de las naciones viejas y decadentes, la enfermedad de hablar y de escribir y no de obrar, de 'agitar palabras y no cosas', dolencia lamentable que constituye un signo de laxitud y de flaqueza. Casi todos miramos con horror las profesiones activas que exigen voluntad enérgica y espíritu de lucha, porque no queremos combatir, sufrir, arriesgar y abrirnos paso por nosotros mismos hacia el bienestar y la independencia. ¡Qué pocos se deciden a soterrarse en la montaña, a vivir en las punas, a recorrer nuestros mares, a explorar nuestros ríos, a irrigar nuestros campos, a aprovechar los tesoros de nuestras minas! Hasta las manufacturas y el comercio, con sus riesgos y preocupaciones, nos atemorizan, y en cambio contemplamos engrosar año por año la multitud de los que anhelan a todo precio la tranquilidad, la seguridad, el semi-reposo de los empleos públicos y las profesiones literarias. En ello somos

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