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LOS RITOS


Enviado por   •  28 de Abril de 2015  •  5.070 Palabras (21 Páginas)  •  130 Visitas

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Los ritos

Lo que abyectamente me hacía falta era sol, mosquitos, remar hasta quedar echado, olvidarme, por medio del embruteci­miento físico, de dos o tres ideas grandiosas que en los últimos tiem­pos venían acosándome: el suicidio, entre ellas. Empeñé, por lo tanto, la máquina de escribir, le dije a la señora Magdalena que necesi­taba unos pesos, miré tu retrato, Virginia –tu retrato a lápiz hecho por mí una tarde de canteros andaluces y otoño, en el Rosedal–, murmuré entre dientes y no sin ternura que todas las mujeres son una manga de hijas de puta, y, considerando mejor el empeño de la máquina, vendí por lo que me dieron las figulinas japonesas y las terracotas, tus tortugas de caparazón de nuez y hasta el abominable bonzo de arcilla que me obligaste a comprarte en Montevideo, tiré a la basura lo invendible, desempeñé la Remington, tapié de libros como lápidas la repisa y me tomé un tren para San Pedro.

Tres horas más tarde, los naranjales dorados y el peculiar olor a podrido de la refinería que han hecho a la entrada del pueblo me hicieron olvidar los muñequitos. Venía pensando en ellos, en tu costumbre de ordenarlos a tu modo: un caballo de mar junto a la geisha; la tortuga de caparazón de nuez fingiéndole –jurándole, decías vos– amor eterno al samurai de la enorme maza; una mi­niatura de Balí, tallada a mano, dejándose cortejar por cualquier kokeshi de cincuenta pesos, todos en el más heterodoxo desorden, sin el menor respeto por las leyes de la perspectiva, las jerarquías, la unidad de estilo o la Lógica, pero amándose. Me acuerdo de la primera noche en que, al darme vuelta en la cama, no te encontré a mi lado. Estabas ahí, de pie junto a la biblioteca, cubierta a medias con una camisa mía y con un gesto de preocupación tan grande que solté la risa. Me miraste con seriedad y dijiste:

–Vos no sabes querer. ¿Nunca te lo dijeron?

–Mira, no. Y menos a esta hora, y menos una mocosa después de una primera noche de alto vuelo como ésta –respuesta que, en vez de cínica o inteligente, me salió más bien tirando a puerca. Pensé, con estupidez, que ibas a llorar.

Entonces te reíste.

–Yo te los arreglo –dijiste.

Y ésa fue la primera vez que ordenaste, a tu modo cachi­vachero, los muñequitos de la repisa. Después, durante tres años, cada vez que venías a mi departamento te ocupabas, a tu manera, de reordenarme el mundo.

Y esto lo recordaba no ya en el tren, sino, unos días más tarde, en la vieja casa de San Pedro, de espaldas en la cama y miran­do el techo mientras trataba de averiguar, Virginia, por qué una muchacha como vos, es decir con tus ojos, con tus maneras de bachillerato nocturno, se tiene que meter en la vida de un sujeto como yo, en vez de casarse, como corresponde, con un buen emplea­do de Correos o un cuentacorrentista y parir unos cuantos hijos, y criarlos. Porque, a decir verdad, los sentimientos son una cuestión de perspectiva. Tumbado al sol en el Club Náutico de San Pedro, o mirando un techo que aún repite antiguas rajaduras de infancia, la única mujer que tiene sentido es la que se tuesta al sol con uno o nos enciende el cigarrillo, en la cama.

–En qué pensás –oí, al sol.

–En vos –dije.

–Originalísimo –oí.

Adela era inteligente. Y las mujeres inteligentes que se tuestan al sol con uno son la sal de la tierra. Nos conocíamos desde la adolescencia; leales amigos que cada dos o tres años no desdeñan dormir juntos, en vacaciones, y pueden jurar durante ese mes que, en realidad, el otro siempre ha sido el gran, el único amor de su vida.

–Cierto –dije–. No pensaba en vos, sino en María Fer­nanda, la mujer del bioquímico –y pensaba, Virginia, que lo peor de todo era haberse acostumbrado finalmente a verte llegar a mi de­partamento con un caracol recogido en cualquier plaza o una figuli­na de teja envuelta en un papel de seda, o a encontrarte sentada tranquilamente en el umbral de la puerta de calle y hasta en el cor­dón de la vereda, sin preocuparme a mí de dónde venías o adonde ibas cuando no estabas, porque lo fundamental era que no metieras ruido ni molestaras mucho; verte aparecer, simplemente, al rato de habernos separado o un mes después, trayendo una hoja de árbol que a vos te parecía la cúspide de lo bello, y que era una hoja de amaranto seco o de paraíso–. No hago más que pensar en eso desde que vine –le dije a Adela–, en que me gustaría saber cómo hizo el bioquímico, con esa cara, para casarse con una mujer como María Fernanda.

María Fernanda era la mujer de un bioquímico, el que, en efecto, tenía una más que regular cara de idiota. Ella era altísima, de manos góticas, le encantaban (supe esa noche) los intelectuales rebeldes, de izquierda, tenía un vago aspecto de orquídea o de plan­ta carnívora, pero había en ella cierta claridad que me daba ánimos; y ahora estaba tomando sol justamente detrás de nosotros.

–Callate que te va a oír –dijo Adela–. Está tirada jus­tamente detrás de nosotros.

–Ya lo sé –dije yo–. Si lo que quiero, justamente, es que me oiga.

Motivo por el cual esa misma noche, en el baile del Club Náutico, Adela bailaba con el marido bioquímico, y yo, en una mesa junto a los ventanales que dan al Paraná, me encontré con­tándole a María Fernanda, sin razón alguna y como en un arrebato de delirio, la historia de las figulinas de mi repisa. Antes, natural­mente, hablamos de la condición humana en general, de astrología, de música concreta y de una teoría que inventé allí mismo acerca de mi concepción de Lo Poético. Yo quería escribir libros asquerosos. Ya que el martillero público y la señora del escribano y el bioquí­mico, es decir el Burgués, son mi desocupado lector, había que enchastrarlos todos. Que al abrir la caja de Pandora, en vez de la Esperanza, les quede para lo último una cagada de vaca. Y María Fernanda me observaba con divertida curiosidad y, al ritmo de la música, yo me volvía más pantanesco y cloacal. Ella se reía y adora­ba, en mí, a los intelectuales de izquierda. "Sobre todo", dijo, "si somáticamente parecen de derecha."

–Linda frase –dije yo–. El día menos pensado la per­petúo –me reí, con disgusto; ella había agregado:

–Y sobre todo si, como vos, no se diferencian en nada de nosotros. Dame whisky.

–¿Nosotros? ¿Qué ustedes?

–Los malos. –Me miraba, alegremente.

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