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La Gran Guerra


Enviado por   •  4 de Noviembre de 2013  •  Ensayos  •  1.079 Palabras (5 Páginas)  •  257 Visitas

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Héroe representativo de la Gran Guerra, aviador casi niño, combatiente solitario, hijo predilecto de la victoria elegante, maestro de geometría celeste, primogénito de la raza de hombres del aire, diminuto corazón perdido de pronto en la luminosidad del éter sonoro. Y un día, hastiado del cielo material, del cielo metafórico que no le dejaba romper para siempre las ligas con la tierra, se arroja a morir entre las nubes y, en vuelo de transfiguración, desaparece.

El nombre mismo de Guynemer suena como a grito de guerra. Entre los versos de la Canción de Rolando, se le oiría como en su sitio: Montjoie! Guynemer!

Era celta. Raza misteriosa la celta; gran vencida de la historia se la ha llamado. Raza de alma extremada y aventurera, capaz de melancolías heroicas y de gritos líricos inmortales. Raza de ardiente fe; la única que presta dinero reembolsable para en la otra vida, sobre el juramento de la oración.

Nació Guynemer la Nochebuena de 1894. El día de la movilización Guynemer tenía diecinueve años, y un aspecto frágil, femenino. Dos veces lo rechazaron: no parecía duro para la guerra. Pero es que él no iba a hacer la guerra grosera, sino una guerra casi etérea, voladora; guerra de saeta y de insecto, de libélula, de saltarela.

Al fin lo aceptaron como aprendiz mecánico. En marzo de 1915, comenzó a volar. El 13 de junio partió hacia la línea enemiga. Dos días después, los obuses lo saludaban ya, en el aire, como a veterano conocido. Sus notas nos dicen que no experimentó ninguna emoción, fuera de la curiosidad satisfecha. ¿Era, pues, un hombre de hierro?

No: era de pluma, era un pájaro. Hijo de una familia unida, vivía entre mujeres y como en su blando regazo: la abuela, la madre y dos hermanas se ocupaban de sus materialidades, lo acariciaban, le suavizaban la senda —buenas hadas—, de modo que el niño héroe tenía esa dulzura, esa delicadeza que tanto desconcertaba, al principio de su carrera, a sus camaradas. Le llamaban Mademoiselle.

Cuando comenzó a volar en la heroica escuadra de las Cigüeñas (22 muertos, 23 desaparecidos), aseguró que no se dejaría coger vivo por los contrarios. Partía en persecución del enemigo, ebrio de trepidación y retumbos, mirando estallar aquí y allá las estrellas momentáneas de la granada; se lanzaba como gavilán sobre la presa, que casi chocaba contra ella; el humo lo envolvía un instante, y las baterías lo cercaban en collares de truenos; el latido de su motor se injertaba en la palpitación de su sangre. Y súbitamente, el contrario se desgajaba entre llamas, en fantástica caída vertical de aspas y ruedas, por el camino de Luzbel.

Y Guynemer volvía, casi saltando de entusiasmo en el aire, como un chiquillo regocijado; volvía de jugar a la guerra. Y el triunfo sin crueldad, el triunfo de alarde, el triunfo sin sangre, el triunfo de la velocidad, de la puntería, del ojo certero, de la visión justa como la del ave a todo vuelo, el triunfo del reflejo exacto, del pestañeo oportuno, el triunfo del movimiento único, le entraba hasta el alma en bocanadas de gozo, con un estremecimiento que se comunicaba, abajo, a la hormigueante trinchera.

Al llegar, hacía cantar su motor. Y cuando cruzaba sobre las trincheras, acostumbraba piruetear un rato, saltar

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