Los Domingos
mikeyangelz23 de Febrero de 2014
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Cada domingo era lo mismo en mi familia. Todos los hermanos y hermanas de mi mamá se reunían para comer barbacoa en el rancho de mis abuelos. Yo ya estaba harto de ver siempre las mismas caras, de tener las mismas conversaciones y de ver a mi tío Baldomero cantar, llorar, pelearse y después volver a llorar porque estaba borracho. Era insoportable escuchar a la tía Lucia que lo único que hacía era hablar de la religión y de cómo el día del juicio final Dios nos iba a separar entre buenos y malos, y siempre terminar diciendo: Dios nos agarre confesados, y mi tío Rodolfo diciéndole: que a mi mejor me agarre bien vividito para que así al menos no tenga nada de qué arrepentirme. Yo no sé si de verdad había alguien que se divertía en esas comidas, mi pobre abuela tenía que cocinar desde el sábado y matar el borrego desde el viernes y después tener que limpiar todo el cuchitril que le dejaban los hijos, los nietos, los yernos, las cuñadas y toda la bola de haraganes que se hacían los aparecidos. Y lo peor de todo era que mi mamá se quejaba con todos mis tíos y primos de lo mal que me había portado en la semana, que si había tenido dos reportes en la escuela, que si me había escapado de la casa por la ventana, que si me había gastado el dinero que era para el pan en el cine, pero ¿Qué quería? ¿Creía que con tanto regaño yo iba a cambiar? Claro que no, hasta me hice más rebelde nomas para que me regañaran peor y yo poder mandarlos a la chingada mejor. El único que me caía bien y con el que de verdad disfrutaba platicar era con mi abuelo, ya no me acuerdo si platicábamos o si solamente nos sentábamos en silencio pero me acuerdo que siempre tenía una cara de hastío y fastidio cuando todos se acercaban a darle el beso por ser el “patriarca de la familia”. Una vez me dijo: chaval, tú no tengas tantos hijos porque uno los educa, los mantiene, los quiere y todos acaban chingándole la vida hasta el final. Mi abuelo tuvo que soportar muchos domingos como esos hasta que un sábado le dijo a mi abuela que se sentía muy cansado y que al día siguiente se quedaría en cama descansado, dijo que él ya no estaba como para andar del tingo al tango todo el día, se tomó su leche tibia con miel, cerró los ojos y no volvió a abrirlos. Al final, como era su costumbre, cumplió su palabra.¡Dios Santo! El velorio fue una pesadilla, mis seis tías lloraban como si toda su vida hubieran estado ensayando para ese momento, parecían un coro de urracas atropelladas. Tenían los mismos quejidos y los mismos sollozos, estaban a punto de sangrarme los oídos y envidié a mi abuelo por estar muerto y no tener que escucharlas, no falto el comentario de la comadre que dijo ¡ay parece que esta dormidito! Yo me pregunto de donde se sacaran esas frases tan cursis e inservibles. Luego mi tía Lucía nos pidió (obligó) a rezar tres padres nuestros, cinco aves marías y una plegaria especial para el eterno descanso de mi abuelo. Todos lo hicimos pero cuando estábamos por terminar al tío Baldomero, que ya estaba borracho, se le ocurrió decir que seguramente mi abuelo se estaba burlando de todas las pendejadas que hacíamos, yo no pude evitar reírme, me gané un buen pellizco de mi madre que me miró con desprecio. La tía Sonia no aguantó esa situación y le dio una cachetada al tío Baldomero, que apenado se fue a sentar a un rincón. Al terminar la misa mi papá fue el encargado de decir unas palabras sobre mi abuelo porque todas sus hijas eran un mar de lágrimas y sus hijos estaban muy borrachos como para decir algo sin sonar ridículos. Mi papá habló muy poco y dijo que mi abuelo había sido un hombre discreto y educado toda su vida, que nunca se metió en problemas y que siempre le admiro la fortaleza y temple para tomar decisiones, adiós don Porfirio que le vaya muy bien y si puede espéreme para que cuando lo vea pueda darle ese abrazo que nunca me atreví a darle. Lo llevamos al panteón y todos arrojamos un puño de tierra y dijimos unas palabras, casi todos dijeron los mismo que lo iban a extrañar mucho, que lo amaban, que se fue muy pronto, creo que todos llevaban un manual para saber que decir. Yo, que siempre fui un niño simple sin mucho que decir, me despedí prometiéndole que no iba a tener tantos hijos. Mi prima Cecilia que tenía seis años en ese entonces, se acercó a la tumba de mi abuelo y le dijo: qué bueno que ya eres una estrella libre y no una miedosa como el resto de nosotros, nadie puso atención a lo que dijo pero a mí se me quedó grabado en la memoria para toda mi vida. Cecilia era una niña bonita con el cabello rubio y piel bronceada, tenía ojos grandes y una boca pequeña. No era precisamente de nuestra familia porque mi tío Joaquín se había casado con una mujer argentina que ya tenía a Cecilia cuando la conoció. Creo que fueron esas palabras las que hicieron que me enamorara de Cecilia, en sus ojos estaba el universo y lo que más me gustaba de ella es que siempre jugaba sola. Amé a Cecilia con toda la locura que se puede amar, la amaba cuando sonreía, la amaba cuando hablaba, la amaba cuando me miraba, la amaba cuando jugaba con su perro, la amaba hasta cuando no la veía. Yo tenía nueve años y estaba completamente enamorado, no podía pensar en otra cosa que no fuera Cecilia, le escribía poemas que jamás le leí, repetía su nombre, cada que doblaba una esquina creía ver su largo y rubio cabello. Soñaba con ella todas las noches, era una estrella azul que flotaba en el cielo purpura, cuando habría los ojos se podían ver todas las constelaciones y cuando quería tocarla ella se elevaba por los aires y desaparecía de mi vista como un globo llevado por el viento. En la escuela deberían enseñarte como hablarle a una niña de la que estas enamorado porque yo era un completo idiota cuando estaba con ella. Ella me hablaba de que en Saturno la fuerza de gravedad es tan fuerte que atrae a los meteoritos que vienen a chocar con la tierra, de que todos fuimos creados con polvo de estrella y que algún día, al igual que el abuelo, nos íbamos a convertir en estrellas para viajar a otros planetas. Me contaba que su mayor sueño era sumergirse en el agua y escuchar el silencio. Cuando Cecilia nació Urano estaba en la novena luna de Saturno junto con una lluvia de estrellas que convirtió su alma en color transparente, o al menos yo no encontraba otra explicación a la maravilla que era Cecilia. Hablamos de muchísimas cosas, me contó sus sueños y yo le conté los míos, nos burlábamos de la tía Lucía que siempre trato de decirle a Cecilia que tenía que ir a confesarse o si no se iba a ir al infierno, una vez cuando Cecilia tenía ocho años se cansó de que la tía Lucía le dijera siempre lo mismo y le contestó que el infierno no existía y que si existiera estaría feliz de estar ahí con tal de no tener que escuchar a más gente como ella. A la tía Lucía casi le da un infarto, mandó llamar a mi tío Joaquín y a su esposa para decirles la blasfemia que acababa de decir esa malcriada y de cómo no estaba bien educada. Castigaron a Cecilia y la mandaron a un internado para señoritas en Canadá. A partir de ese día odie a la tía Lucía, por culpa de esa santurrona se llevaron lejos a mi Cecilia y no podía verla más que en vacaciones de verano y en navidad. Siempre que regresaba me traía un regalo y me contaba historias sobre lo mucho que estaba aprendiendo y de cómo era la gente allá y que estaba muy contenta de haberse ido pero que lo único que lamentaba era que yo no estaba allá con ella. Cuando Cecilia finalmente regresó tenía trece años y yo dieciséis, estaba tan enamorado que sentía que el corazón me iba a explotar. Cecilia se había convertido en una criatura hermosa y no hacía falta que me dijera algo porque con solo verla me temblaban las manos y sentía un nudo en la garganta. Un día no pude resistir más y la besé, fue el beso más hermoso que el mundo haya conocido. Podía escuchar como su corazón no palpitaba como el resto de los demás. Nuestro palpitar, el de la gente común, es como un tambor que sigue un ritmo pero el de ella, el de mi Cecilia, su palpitar era un susurro, tenue y ligero como si el viento estuviera dentro de ella. Pude sentir sus labios que estaban húmedos y temblorosos, por un momento abrí los ojos y vi sus mejillas sonrojadas, tomé su mano y fue como si tocara terciopelo. A partir de ese beso fuimos uno solo. Las reuniones de los domingos continuaron y por primera vez las disfruté porque Cecilia y yo nos amábamos y corríamos juntos por el pasto verde y su cabello flotaba en el aire como si bailara, nos acostábamos
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