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Los Hilos Del Alma Y De La Vida


Enviado por   •  25 de Octubre de 2013  •  8.467 Palabras (34 Páginas)  •  529 Visitas

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Los hilos del alma y de la vida

1.- Nuestra esencia

La casa es representativa del paisaje rural mexicano. La recia puerta de madera, a dos hojas, se abre a un corredor empedrado. Las fuertes paredes de adobe están aplanadas y pintadas de blanco desde hace varios años. En la esquina derecha, a la sombra, se esconde el brocal de un pozo de agua clara, protegido a su vez por el techo de antiguas vigas y cintas de madera sobre las que, en forma descendente, se acomodaron, a dos aguas, rojas tejas de barro que dan frescura en las horas de calor y emiten un agradable olor a tierra cocida cuando cae la lluvia.

El corredor da a un patio cuadrado interior. La casa, propiamente dicha, se extiende al poniente y al sur; por sus estrechas ventanas protegidas por marcos de madera torneados se aprecia el perfil del Xinantécatl, considerado como el mudo centinela del valle, medio escondido por las nubes; las milpas de maíz se pierden en el horizonte y en el camino real que está en las inmediaciones pasan algunas recuas que se dirigen a cruzar el río cercano que constituye el eje de la vida campesina.

Frente a las habitaciones de la casa, se abre un pasillo enmarcado por una pared baja que apuntala los morillos que soportan el peso del tejado; intercaladas hay macetas de barro donde florecen geranios y malvones que atraen a laboriosos insectos. Hay que seguir el pasillo, subir un escalón y dar vuelta a la izquierda para llegar a la cocina de humo que se cierra a ratos con una sencilla puerta de madera que carece de aldaba.

Doña Petrita Castañeda está en el interior. Durante la mañana ha estado haciendo tortillas en el clecuil que Tomás -su finado esposo- construyó hace muchos años. A sus espaldas, a la mitad de la pared, incrustado en los gruesos adobes hay un tinajero en el que guarda sus trastes: ollitas y cazuelas de barro, jarros y platos hondos. Hay algunas sillas de madera basta y tule tejido que armoniza con las flores coloridas que una mano desconocida pintó sobre el respaldo cuando las hizo –acaso- en el cercano pueblo de Tultepec, y al fondo de la cocina, hay un montón de huazoles, el zacate seco de maíz que sirven para alimentar al fuego.

La cocina no tiene ventanas pero el techo está dispuesto de modo tal que propicia el paso del aire y la luz del sol, sembrando en el ambiente una grata penumbra que contrasta con el calor del medio día. Admiro el rebozo de Tenancingo que lleva cruzado sobre el pecho, echadas las puntas sobre sus hombros para que no se quemen en el fogón, sus trenzas blancas por los años, sus enaguas largas pero cómodas, los zapatitos bajos de tela y la blusa que ella misma confeccionó, adornándola con franjitas de deshilado.

La saludamos dándole un beso en la mano a modo de respeto, tal y como lo hacían “los antigüitas” y nos sentamos no en las sillas, sino en la gavilla de zacate desde donde, a ratos, le pasamos varas que se queman en el clecuil, mientras ella empieza a contarnos “cosas de sus tiempos”, cosas que a ella le tocó vivir y que recuerda nítidamente, comenzando por la forma en que su madre, doña Sabina, le enseñó a llevar las tareas de la casa, empezando por el tejido y la costura, para que aprendiera a “ser mujercita”.

2.- El hilado

Escucho su voz pausada y tranquila que nos cuenta de aquellos días en los que, sentada en el patio de la casa paterna, bajo un enorme cedro que con su sombra hacía agradables las horas de sol, su madre, doña Sabina –matrona sumamente respetada por haber ayudado a las mujeres a traer niños al mundo, los que al crecer se convirtieron en hombres de bien- comenzó a enseñarle a usar un telar de cintura, siguiendo una antigua tradición que –le decía- en tiempos ancestrales era exclusiva de las mujeres y se tenía en gran estima a la hora de casarse porque equivalía a saber administrar el hogar.

Sus palabras van adquiriendo un tono particular que traspasa los límites del tiempo y nos hacen olvidar que afuera el sol corre por el cielo; al cabo de un rato, los tonos azulados y dorados del fuego que arde en el clecuil se van quedando dormidos y las volutas de humo que se desprenden del zacate que se quema, se expanden con serenidad en el aire.

Salvo las palabras de doña Petrita, todo alrededor se ha ido quedando en silencio y nos percatamos de un velo traslúcido que ha comenzado a envolvernos de un modo mágico; es entonces, cuando de la acogedora penumbra y de los bordes de ese manto inmaterial salen personajes que se acercan y nos toman de la mano, invitándonos a realizar un viaje al pasado y aunque hablan un dialecto antiguo, de alguna manera intuimos que han venido a enseñarnos algo que no debemos olvidar.

Las ancianas manos de dona Petrita se mueven de vez en cuando y pareciera que dibujaran y tejieran con el humo cuadros espontáneos que cobran vida y formas difusas al principio, pero que van reconstruyendo pasajes que nos muestran una tradición milenaria que ha tenido continuidad hasta nuestros días, y aunque a veces no nos percatemos de su importancia, resulta de gran valía para entender lo que somos, para aprender a amar y a respetar lo que nos ha sido heredado, vinculándonos armoniosamente con la naturaleza de la que sólo somos una parte.

Como si se tratara de un códice vivo, las volutas forman la figura de Xochiquetzal “la flor preciosa”, de quien la tradición oral cuenta que fue la primera en aprender a hilar y a tejer en telar de cintura, guiada por la diosa Tlazolteótl-Toci, patrona del henequén y del algodón, si bien hay noticias de que Ix-chel “la de las trece madejas de tela a colores” era la diosa maya, señora del tejido, la medicina y los partos, mientras que su hija Ixchebelyax lo era de las bordadoras.

Pero, hundiéndonos en el polvo de los siglos, encontramos que antes de ellas, las primeras evidencias del arte textil que se desarrolló lentamente en América, demuestran que los primeros habitantes del territorio que hoy es México aprendieron a aprovechar las fibras vegetales aportadas por la naturaleza para cubrir su cuerpo.

Unos 1,500 años antes de Cristo, los habitantes de Aridoamérica utilizaron las plantas del desierto, como agaves, yucas, palmas y una especie llamada yerba de perro, para elaborar fibras burdas, de las que se han hallado evidencias en algunas cuevas del centro y norte del país. Las fibras del maguey, del que se obtuvo el henequén o ixtle, así como pieles de animales como el conejo y las plumas de aves preciosas se usaron en el altiplano.

En el sureste de Oaxaca se trabajaron el chichicaxtle y el amate, en tanto que en las zonas tropicales predominó el algodón que era de dos tipos: uno blanco y otro de tono café conocido como coyuchi; esta fibra llegó a ser

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