Mision Diplomatica
bambambam7 de Noviembre de 2012
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Misión Diplomática
Daniel F. Galouye
—¡Pero nosotros no somos malarkianos! —Las manos del Secretario de Comercio Munsford se agitaron impacientemente, pero su gesto se perdió en el inmenso despacho.
El funcionario sentado tras el escritorio observó a Munsford y al Secretario de Asuntos Interplanetarios.
—Los malarkianos siempre gastan este tipo de bromas —dijo.
El Secretario de Comercio se envaró rígidamente y adoptó una expresión de ultrajada dignidad que encajaba perfectamente con sus escasos cabellos grises.
—No se trata de ninguna broma, señor.
—Nosotros somos solarianos —explicó Bradley Edgerton, con una legítima irritación—. Para ser más exactos, somos...
—Para mí, tienen ustedes aspecto de malarkianos —gruñó el funcionario sin mover un pulgar, mientras que un peso apoyado sobre su escritorio comenzaba a levitar y luego caía pesadamente por sí mismo sobre la mesa como para rubricar su escepticismo.
Los humanos se esforzaron en no mirar. Aquel personaje estaba lleno de cosas extrañas como aquella.
—Para ser más exactos —puntualizó obstinadamente el Secretario de Asuntos Interplanetarios—, somos solcensirianos, que es el nombre compuesto por el cual designamos los tres sistemas que habitamos: Sol, Centauro y Sirio. Hasta estos últimos tiempos, ignorábamos completamente la existencia de la Gran Comunidad Galáctica.
El funcionario se echó atrás en su sillón, y sus protuberantes ojos facetados se clavaron en la pared opuesta. Una de las excrecencias en forma de zarcillo sobre su frente se estremeció. Era una orden. Inmediatamente, un ayudante se materializó junto al escritorio.
—Mire lo que sabemos sobre tres sistemas llamados: Sol, Centauro y Sirio —ordenó el funcionario—. Quiero informes completos acerca de su posición y de la fecha del primer contacto.
El ayudante asintió y desapareció.
Edgerton se agarró al borde del escritorio.
—¡Pero no van a encontrarlos en sus archivos! Es por eso por lo que estamos aquí. Queremos inscribirnos para beneficiarnos de los privilegios comerciales.
—Toveen afirma que poseemos una fortuna en materias primas extraordinariamente buscadas —se apresuró a añadir Edgerton—. Y tenemos tanto que ganar con esta aproximación.
Sus ojos se posaron en la pared, que se volvió transparente bajo la imperceptible presión de su mirada. Visiblemente intimidado, contempló las estilizadas espirales de las torres, las gigantes rampas y la enorme extensión de Megalópolis... una ciudad al lado de la cual las más modernas metrópolis solcensirianas parecían una vulgar aldea provinciana.
El funcionario les dirigió una interrogadora mirada.
—¿Quién es Toveen?
Munsford se relajó, satisfecho finalmente que la conversación adquiriera algo de sentido.
—Toveen es un comerciante independiente. Una nueva ruta lo llevó a atravesar uno de nuestros sistemas, donde se topó con una nave centauriana.
—Nos habló de la Comunidad —encadenó Edgerton—, y puso su asimilador lingüistico para la Gran Galaxia a nuestra disposición. Fue él quien nos trajo hasta aquí en su nave.
Munsford apoyó sus manos sobre la mesa en un gesto de impaciencia.
—Ahora, ¿va usted a inscribirnos?
—¡Oh, no puedo hacerlo! —declaró el funcionario con voz cortante—. Esto no es más que la División de Rasgos Raciales del Departamento de Coordinación Galáctica. Supongo que tienen que ir ustedes a la Oficina de Convenciones Comerciales.
Megalópolis era inmensa y prodigiosa, y cubría completamente la superficie de Centralia... una poderosa construcción de dimensiones colosales que simbolizaba el triunfo del Hombre Galáctico sobre su entorno estelar. Era un lugar que acogía a los representantes de un millar de razas distintas. Una maravilla de colores fantásticos y de sólidos funcionales, toda ella jardines y magníficas fuentes, edificios de atrevida arquitectura y grandiosas estatuas... productos de una tecnología que la pobre ciencia solcensiriana ni siquiera podía concebir.
Para Munsford, era una mezcla de poder y esplendor capaz de inspirar terror. Sentía que se le helaban los sentidos. Edgerton, con el mentón en la mano, miraba morosamente a través de las ventanas del deslizador de superficie que avanzaba sin esfuerzo a lo largo de la rampa ultrarrápida.
—Parece que no vamos a llegar a ninguna parte, Andrew —suspiró—. Llamaremos a la puerta de un despacho, luego a otra, sin llegar a encontrar jamás la correcta...
El Secretario de Comercio dio un apretón al hombro de su compañero.
—Lo conseguiremos —dijo con determinación—. Es preciso. Hay diez mil millones de hombres en casa que esperan ver abrirse ante ellos una nueva y gloriosa era.
Edgerton rió sin alegría. Se pasó la mano por su cráneo calvo, que brillaba bajo la cálida y reconfortante luz del sol naranja vivo de Centralia.
—Es curioso. Tengo la misma impresión. Somos como una tribu de salvajes de antes de la era espacial que recién acaban de descubrir la civilización y que aguardan pacientemente a que todas las maravillas de la ciencia y de la cultura se derramen sobre ellos.
Luego se volvió hacia Munsford, con el rostro tenso.
—Supongamos que no nos aceptan —dijo.
El piloto, un hombre de ropas desarregladas, descoloridas, con una cabeza color rojo cereza y los estigmas de haber recorrido muchos mundos, se volvió a medias.
—Serán aceptados... si ustedes lo desean —profetizó.
Munsford se inclinó hacia adelante.
—Pero imagine que no poseemos las calificaciones necesarias, Toveen. ¿Qué ocurrirá si no nos aceptan?
Toveen se echó a reír.
—Les aceptarán cuando sepan de todo ese carbono y esa silicona.
—Imagino —admitió Munsford— que el único problema es ir a llamar a la puerta correcta para que la mecánica se ponga en marcha.
El piloto lanzó al vehículo por una estrecha rampa ascendente que trepaba en una interminable espiral en torno a un edificio en forma de aguja. Luego frenó y se detuvo ante una imponente puerta que gravitaba sobre ellos.
—Creo que la Oficina de Convenciones Comerciales es aquí. —Descendió con ellos y conectó el piloto automático, que se encargó de estacionar el vehículo—. Esperen aquí, voy a comprobar. —Toveen desapareció bajo la bóveda de la entrada. Munsford y Edgerton se acercaron a la resplandeciente pared de metal para no entorpecer la circulación de los peatones que avanzaban por las cintas móviles.
Esa cinta que maravillaba tanto al Secretario de Comercio era un prodigioso triunfo de la ciencia mecánica. Aunque en apariencia ininterrumpida hasta el infinito, parecía hacer una especie de alto ante la entrada, manteniendo pese a todo la misma velocidad en los dos sentidos a uno y otro lado de la puerta.
Extirpándose de la cinta, la mirada de Munsford vagó, fascinada, a lo largo de las rampas y de las espiras y de las volutas de las torres que oscurecían el cielo y sumían las calles al nivel del suelo en una densa penumbra.
El Secretario de Asuntos Interplanetarios le dio un codazo. Miró a su alrededor, consciente de pronto de su asombrado aire de hombre rústico acabado de desembarcar de un planeta de tercera zona. Quiso sustraerse de las miradas divertidas de los numerosos megalopolitanos. Edgerton tuvo un gesto azorado hacia el público cuya atención habían atraído.
—Sin duda nos estamos comportando como los residentes de los satélites cuando vienen a Nueva Tierra por primera vez.
—Teniendo en cuenta que somos diplomáticos solcensirianos —admitió Munsford—, supongo que deberíamos sacudirnos la paja enredada en nuestros cabellos.
Se preguntaron si sus ajustadas levitas, sus pantalones a rayas y sus guantes de ante no contribuirían, en contraste con las ropas llenas de color y originalidad de quienes les rodeaban, a acentuar su aspecto de extranjeros.
Edgerton echó una mirada a sus polainas y su bastón.
—Miremos las cosas cara a cara, Andrew —dijo con voz abatida—. Nos va a ser difícil sostener honorablemente nuestra dignidad en Centralia.
—Un día, Bradley, formaremos parte de ella —prometió Munsford—. Un día, los súbditos solcensirianos deambularán por Megalópolis con la misma hastiada indiferencia que cualquier otro ciudadano galáctico.
En aquel momento hubo un violento ruido de choque.
Munsford miró por encima de la barrera de la plataforma de aterrizaje. Dos vehículos cargados de pasajeros habían entrado en colisión sobre una rampa, bastante más abajo, y de ellos no quedaba más que un montón de retorcida chatarra mezclada con cuerpos parcialmente mutilados. La circulación se interrumpió con un chirrido de frenos mientras un vehículo oficial caía desde el cielo desembarcando hombres y equipo. Los cuerpos hechos papilla fueron retirados
...