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MÉXICO BÁRBARO

arv100113 de Abril de 2015

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Capítulo V

En el valle de la muerte

Visité Valle Nacional a fines de 1908 durante una semana y me detuve en todas las grandes haciendas. Pasé tres noches en varios de sus cascos y cuatro más en uno u otro de los pueblos. Lo mismo que en Yucatán, visité la región bajo el disfraz de un probable comprador de fincas, y logré convencer a las autoridades y a los propietarios de que disponía de varios millones de dólares listos para su inversión. En consecuencia, evité hasta donde fue posible que estuvieran en guardia. Igual que en Yucatán, pude conseguir información no sólo por lo que vi y oí de los esclavos, sino también por lo que me dijeron los propios amos. En realidad, tuve más suerte que en Yucatán porque me hice amigo de jefes y policías, al grado de que nunca llegaron a sospechar de mí; sin duda, algunos de ellos esperaban que llegase por allí un buen día con unos cuantos millones en la mano, listo para pagarles por sus propiedades el doble de su valor.

A medida que nos aproximábamos a Valle Nacional, notábamos en la gente mayor horror por la región. Ninguno había estado allí, pero todos habían oídos rumores; algunos habían visto a los supervivientes y la vista de esos cadáveres vivientes había confirmado tales rumores. Al bajar del tren en Córdoba vimos que cruzaba el andén una procesión de 14 hombres; dos adelante y dos detrás de la fila, con rifles, y los diez restantes con los brazos amarrados a la espalda y las cabezas bajas. Algunos iban andrajosos, otros vestían bien y varios llevaban pequeños bultos colgados del hombro.

- ¡Camino del Valle! -murmuré. Mi compañero afirmó con un movimiento de cabeza, y pocos momentos después desapareció la procesión; había entrado por una puerta estrecha del lado opuesto de la calle, en una caballeriza situada estratégicamente para que los desterrados pasaran allí la noche.

Después de la cena me mezclé con la gente que había en los hoteles principales de la ciudad, y representé tan bien mi papel de inversionista que conseguí cartas de presentación de un rico español para varios esclavistas del Valle.

- Lo mejor es que vaya usted a ver al jefe político de Tuxtepec, tan pronto como llegue allí - me aconsejó el español-. Es amigo mío. Muéstrele mi firma y le hará pasar sin dificultades.

Cuando llegué a Tuxtepec seguí el consejo de este señor; tuve tanta suerte que Rodolfo Pardo, el jefe político, no sólo me autorizó el paso, sino que me dio una carta personal para cada uno de los subordinados que tenía a lo largo del camino, como eran los presidentes municipales de Chiltepec, Jacatepec y Valle Nacional, a quienes daba instrucciones para que abandonasen sus asuntos oficiales, si ello fuera necesario, para atender mis deseos. Así fue como pasé los primeros días en el Valle de la Muerte en calidad de huésped del presidente; además, éste me asignó una escolta especial de policías para que no sufriera ningún contratiempo durante las noches que estuve en el pueblo.

En Córdoba, un negro contratista de obras que había vivido en México durante 15 años, me dijo:

- Los días de la esclavitud no han pasado todavía. No, todavía no han pasado. Ya llevo aquí largo tiempo y tengo una pequeña propiedad. Yo sé que estoy bastante a salvo, pero a veces tengo temores...; sí señor, le aseguro que paso miedo.

A la mañana siguiente, temprano, mientras me vestía, miré por el balcón y vi a un hombre que caminaba por mitad de la calle, con una reata amarrada al cuello y a un jinete que iba detrás de él sujetando el otro extremo de la cuerda.

- ¿Adónde llevan a ese hombre? -le pregunté al sirviente-. ¿Lo van a ahorcar?- Ah, no. Lo llevan a la cárcel -me respondió-. Es la manera más fácil de apoderarse de ellos. En uno o dos días estará en camino de Valle Nacional. Todos los individuos a quienes arrestan aquí van a Valle Nacional... todos, menos los ricos.

- Quisiera saber si esa cuadrilla que vimos anoche irá en el tren de hoy -me dijo mi compañero De Lara, camino de la estación.

No estuvo en duda mucho tiempo. Apenas nos hubimos sentado, vimos a los diez esclavos y a sus guardianes, los rurales, desfilando hasta el coche de segunda clase que estaba junto al nuestro; tres de los prisioneros iban bien vestidos y sus fisonomías denotaban inteligencia poco común; dos de los primeros eran muchachos de buen aspecto, menores de20 años, uno de los cuales rompió a llorar cuando el tren se puso en marcha lentamente hacia el temido Valle.

Penetramos en el trópico, en la selva, en la humedad y en el perfume de las tierras bajas que se conocen como tierra caliente. Bajamos una montaña, después pasamos por el borde de una profunda cañada, desde donde más abajo vimos plantaciones de café, platanares, árboles de caucho y caña de azúcar; más tarde llegamos a una región donde llueve todos los días excepto a mediados del invierno. No hacía calor -verdadero calor, como en Yuma-, pero los pasajeros sudaban copiosamente.

Miramos a los exilados con curiosidad y en la primera ocasión dirigimos algunas palabras al jefe de la escolta de rurales. En Tierra Blanca nos detuvimos para cenar. Como los alimentos que los rurales compraron para sus prisioneros consistían solamente en tortillas y chile, les compramos algunas cosas más y nos sentamos a verlos comer. Poco a poco iniciamos y estimulamos la conversación con los desterrados, teniendo cuidado de conservar al mismo tiempo la buena voluntad de sus guardianes; al cabo de un buen rato ya sabíamos la historia de cada uno de ellos.

Todos eran de Pachuca, capital del Estado de Hidalgo; a diferencia de la gran mayoría de los esclavos de Valle Nacional, eran enviados directamente por el jefe político de aquel distrito. El sistema peculiar de este jefe nos lo explicó dos días más tarde Espiridión Sánchez, cabo de rurales, en la siguiente forma:

- El jefe político de Pachuca tiene un contrato con Cándido Fernández, propietario de la plantación de tabaco San Cristóbal la Vega por medio del cual se compromete a entregar cada año 500 trabajadores sanos y capaces a $50 cada uno. El jefe consigue tarifas especiales del gobierno en los ferrocarriles; los guardias son pagados por el gobierno, de modo que el viaje de cuatro días desde Pachuca le cuesta solamente $3.50 por hombre; esto le deja $46.50. De esta cantidad, tiene que pasarle algo al gobernador de su Estado, Pedro

L. Rodríguez, y algo al jefe político de Tuxtepec; pero aun así, sus ganancias son muy grandes. ¿Cómo consigue a sus hombres? Los aprehende en la calle y los encierra en la cárcel. A veces los acusa de algún delito, real o imaginario; pero en ningún caso les instruyen proceso a los detenidos. Los mantiene en la prisión hasta que hay otros más para formar una cuadrilla, y entonces los envía aquí a todos. Bueno, los hombres que pueden mandarse con seguridad a Valle Nacional ya escasean tanto en Pachuca, que se sabe que el jefe se ha apoderado de muchachos de escuela y los ha enviado aquí sólo por cobrar los $50 por cada uno.

Todos nuestros diez amigos de Pachuca habían sido arrestados y encerrados en la cárcel; pero ninguno había estado ante un juez. A dos de ellos se les acusó por deudas que no podían pagar; a uno lo habían detenido borracho; a otro, también en estado de ebriedad, por haber disparado al aire; uno más había gritado demasiado en el Día de la Independencia, el 16 de septiembre; otro había intentado abusar de una mujer; el siguiente había tenido una leve disputa con otro muchacho por la venta de un anillo de cinco centavos; otros dos habían sido músicos del ejército y habían dejado una compañía para darse de alta en otra sin permiso; y el último había sido empleado de los rurales y lo vendieron por haber visitado a dos rurales, sus amigos, que estaban en la cárcel cumpliendo sentencia por deserción.

Cuando sonreíamos con incredulidad al oír el relato del último prisionero, y preguntamos abiertamente al jefe de los guardias rurales si aquello era cierto, nos asombró con su respuesta, afirmando con la encanecida cabeza, dijo en voz baja.

- Es verdad. Mañana me puede tocar a mí. Siempre es el pobre el que sufre.

Hubiéramos creído que los relatos de estos hombres eran cuentos de hadas; pero fueron confirmados por uno u otro de los guardianes. El caso de los músicos nos interesó más. El más viejo de ellos tenía una frente de profesor universitario: tocaba la corneta y se llamaba Amado Godínez. El más joven no tenía más allá de 18 años; tocaba el bajo y se llamaba Felipe Gómez. Este último fue quien lloró en el momento de la partida.

- Nos mandan a la muerte, a la muerte -dijo entre dientes Godínez-. Nunca saldremos vivos de ese agujero.

Durante todo el camino, donde quiera que lo encontramos, decía lo mismo, repitiendo una y otra vez: Nos mandan a la muerte..., a la muerte; y siempre, al oír estas palabras, el muchacho de cara bondadosa que iba a su lado, acobardado, dejaba escapar las lágrimas silenciosamente.

En El Hule, la puerta del infierno mexicano, nos separamos de nuestros desgraciados amigos por algún tiempo. Al dejar la estación y abordar la lancha en el río vimos a los diez que iban amarrados en fila, custodiados por un rural a caballo en la vanguardia y otro detrás, desaparecer en la selva hacia Tuxtepec. Cuando llegamos a la capital del distrito, cuatro horas más tarde, los encontramos de nuevo a la luz incierta del crepúsculo. Habían adelantado a la lancha en el viaje aguas arriba, habían cruzado en una canoa y ahora descansaban por un momento en la arena de la orilla, donde sus siluetas se destacaban contra el cielo.

Rodolfo Pardo, el jefe político

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