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Pensamiento Y Cultura

yussim8 de Diciembre de 2013

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UNIDAD 1

FILOSOFÍA Y CULTURA EN MÉXICO.

EL pensamiento filosófico en México.

1. el problema de la Originalidad y autenticidad de la filosofía mexicana y latinoamericana.

Augusto Salazar Bondy

Samuel Ramos (1897-1959).

2. La filosofía de los antiguos mexicanos

3. La filosofía colonial siglos XVI y XVII.

4. La ilustración en la filosofía mexicana siglo XVIII (LOS JESUITAS )

(Diaz de Gamarra, álzate y bartolache.

5. filosofía independiente. Siglo XIX.

El liberalismo

Pensamiento de José María luis mora.

6. el ateneo de la juventud . Antonio caso y jose vasconcelos.

7. Samuel ramos y la cultura mexicana

UNIDAD II

NACIONALISMO E IDENTIDAD CULTURAL

Hablar del nacionalismo como construcción cultural quiere decir que es

producto de una red de interacciones sociales, donde los individuos tienen

en común una serie de significados a los que les otorgan una importancia

específica. Cada nación tiene una forma cultural particular. Una parte

importante de esta forma es su cuerpo geográfico (identificación del territorio)

y la representación del mismo: la representación cartográfica, la identificación

del paisaje nacional y la elección de nombres para cada lugar al interior del

territorio nacional. Esta construcción cultural está marcada por relaciones de

poder y por un proceso constante de imposición, acomodamiento y resistencia.

La palabra “nacionalismo” es capaz de evocar diversas imágenes. La importancia de la defensa del territorio nacional en conflictos internos y externos, como ante movimientos secesionistas o durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918). El sentimiento que unió a la población en contra de los gobiernos coloniales alrede- dor del mundo, como en África. La centralidad de los monumentos históricos para la nación, expresada en discursos oficiales y en el imaginario popular, como en el caso de México y sus monumentos nacionales.

Procesos históricos tan divergentes poseen dos elementos en común. Cada miem- bro de cada nación es parte de una comunidad imaginada. Cada comunidad imaginada posee un cuerpo geográfico nacional: un territorio cargado de signi- ficados y susceptible de ser representado.

En 1983, Benedict Anderson (1993) publicó su libro sobre el nacionalismo Comu- nidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, que constituyó un parteagüas en la forma de entender el nacionalismo: ya no como un fenómeno puramente político sino como uno de índole cultural. Esto formó parte de un movimiento más amplio dentro de la historia social hacia otros temas tales como los grupos subalternos entre muchos otros.

Situar al nacionalismo o el sentimiento de nación como un artefacto o construc- ción cultural permite entender las pasiones que genera, sin que por ello se eli- mine al Estado o al poder, como veremos más adelante. Cuando hablamos del nacionalismo como construcción cultural queremos decir que es producto de una red de interacciones sociales, donde los individuos tienen en común una serie de significados a los que les otorgan una importancia específica. Cada nación tiene una forma cultural particular.

La nación como comunidad imaginada implica que sus integrantes nunca podrán conocer al resto, de manera que deben imaginarlos, con una cultura nacional propia, gracias a una serie de instrumentos como la novela, el periódico o el censo. Esta nación tiene también como características la de ser limitada, pues no aspira a contener al resto de la población mundial, y la de ser soberana, puesto que ejerce su poder sobre un territorio dado (Anderson, 1993: 23).

La necesidad de fijar el territorio y de representarlo gráficamente con un mapa es lo que crea el cuerpo geográfico de la nación. Este concepto de “cuerpo geográ- fico” es propuesto por Thongchai Winichakul en su libro Siam Mapped. A History of the Geobody of a Nation (1994). Winichakul afirma que el cuerpo geográfico se crea por la necesidad del Estado moderno de definir el territorio sobre el cual ha de ejercerse la soberanía -sobre unidades que pueden o no estar ya bajo la autoridad de la nación. No obstante, el cuerpo geográfico no es simplemente la representación en un mapa de un territorio nacional, éste constituye el punto de partida para la imaginación, discusión y proyección de la nación misma (Wini- chakul, 1994: 129).

De la confluencia de estos dos trabajos, es que partiremos para analizar la na- ción, un concepto que implica imaginar población y espacio. Es preciso aclarar que estos dos trabajos no son los únicos contemplados en nuestra discusión, sino

simplemente una forma de iniciar un diálogo con otros autores. Dado que hablar de la nación en singular es muy abstracto, construiremos una tipología de algu- nos nacionalismos existentes en los siglos XIX y XX. Esto nos permitirá ahondar en los mecanismos concretos de construcción de la idea de nación, al mismo tiempo que hacemos un ejercicio comparativo de historia mundial.

La nación

Anderson ha definido la nación o el sentimiento de ser parte de una como una comunidad política imaginada, inherentemente limitada y soberana, como ya mencionamos antes. Dicha comunidad está caracterizada por una idea de cama- radería horizontal, que hace posible dejar de lado momentáneamente diferencias de clase y de género. Así, los mexicanos se imaginan a sí mismos como iguales dentro de la nación, aunque su sociedad esté marcada fuertemente por la in- equidad económica, de género y étnica. Basta ver la brecha entre clases altas y bajas, entre mujeres y hombres en algunos ámbitos y entre la población mestiza y la indígena.

Los elementos que permiten tal tipo de comunidad son una nueva concepción del tiempo: homogéneo y vacío, donde la frase “mientras tanto” se torna clave. De manera sencilla, esto quiere decir que “mientras tanto” nos permite pensar que, de manera paralela a nuestra lectura de este texto, el resto de los mexicanos está ocupado en otras tareas. Esta concepción del tiempo se hace evidente en la novela y el periódico, cuya lectura refrenda en el lector la pertenencia a una comunidad. Tal como dice Anderson, el filipino que hubiera leído Noli Me Tangere, novela escrita por José Rizal, o el mexicano que hubiera leído El periquillo sarniento de José Fernández de Lizardi habrían sido capaces de “reconocer” ese entorno y esa gente en el siglo XIX. Lo mismo los lectores de los periódicos que entienden que las noticias allí contenidas pertenecen al ámbito nacional y que, de hecho, las comprenden porque forman parte de él. Si abrimos un periódico mexicano somos capaces de seguir, por ejemplo, las confrontaciones políticas entre partidos, pero qué ocurre cuando abrimos un periódico colombiano. ¿Entendemos el sistema político? ¿Sabemos cuáles son los principales partidos políticos?

En ambos casos, novela y periódico, asistimos a un proceso de imaginación de una comunidad, que, por ser tan grande, precisa de estos ejercicios para confor- marse y confirmarse día a día (Anderson, 1993: 43-48).1

Anderson ha propuesto la existencia de una serie de formas modulares o modelos de la nación desde el siglo XIX y hasta el periodo contemporáneo. En este recorri- do histórico, él empieza a principios del siglo XIX con Latinoamérica y llega hasta la primera mitad del siglo XX en Asia y África. La primera forma habría surgido durante los procesos de independencia de Latinoamérica, cuando se pensó por primera vez que los integrantes de las unidades administrativas iberoamericanas eran ciudadanos: estas unidades se habían convertido en patrias. Los movimien- tos de independencia dirigidos por líderes criollos como Miguel Hidalgo o Simón Bolívar son nacionales: ellos imaginan a indígenas, negros y mestizos como con- nacionales.

¿Por qué surgió la idea del nacionalismo en estos movimientos antes que en el resto del mundo? De entrada, dice Anderson, podríamos aducir que el senti- miento de unidad se vio favorecido por la presión de la centralización efectuada por las Reformas borbónicas y, que hubo la influencia de la Ilustración y de la Independencia de EUA y de la Revolución Francesa. No obstante, esto no explica que los proyectos fueran viables, ni que surgieran ya apelativos como “peruanos” para designar a poblaciones diversas, ni las dificultades experimentadas por los grupos criollos. Aunque eventualmente como clase quedaran en el poder, muchos individuos perdieron su posición de clase (Anderson, 1993: 81-83). La respuesta debe buscarse, de acuerdo con Anderson, en el hecho de que las colonias eran unidades administrativas con una existencia de tres siglos, que sus funcionarios recorrían el territorio a lo largo de sus carreras lo cual generaba una idea de per- tenencia común, que su recorrido era acompañado por el de la documentación oficial en una lengua específica, el castellano. Todo esto, en su conjunto, había posibilitado la aparición de patrias (Anderson, 1993: 84-89).

La segunda forma habría surgido en la Europa del siglo XIX: un nacionalismo popular fincado en lenguas nacionales impresas y que contaba ya con un modelo –el criollo-, lo que hizo que la nación se convirtiera “en algo capaz de ser cons- cientemente deseado desde el principio del proceso” (Anderson, 1993: 102). Este deseo se verá expresado, entre otras formas, en mapas que, a diferencia

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