Problemas De Impresión Flexo
leandroesviza9 de Mayo de 2014
12.188 Palabras (49 Páginas)266 Visitas
Sábado 14 de mayo de 2005
Temas de debate
Por JOSEPH RATZINGER
Nació en Marktl am Inn, diócesis de Passau, en abril de 1927. El actual papa Benedicto XVI fue ordenado sacerdote en 1951 y en 1953 completó su doctorado en teología, en la Universidad de Munich. Junto con su desarrollo teórico e intelectual, Ratzinger cumplió una larga carrera en el Vaticano, junto a Juan Pablo II. Fue prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, presidente de la Comisión Teológica Internacional y decano del Colegio Cardenalicio. Ratzinger es doctor honoris causa por las universidades de Lublin, Navarra y Lima, entre otras.
En aceleración del tiempo de la evolución histórica en la que nos encontramos hay, a mi entender, ante todo dos factores característicos de un fenómeno que hasta ahora se había venido desarrollando lentamente: por un lado, la formación de una sociedad global en la que los distintos poderes políticos, económicos y culturales se han vuelto cada vez más interdependientes y se rozan e interpenetran recíprocamente en sus respectivos espacios vitales; por el otro, está el desarrollo de las posibilidades humanas, del poder de crear y destruir, que suscita mucho más allá de lo acostumbrado la cuestión acerca del control jurídico y ético del poder. Por lo tanto, adquiere especial fuerza la cuestión de cómo las culturas en contacto pueden encontrar fundamentos éticos que conduzcan su convergencia por el buen camino y puedan construir una forma común, jurídicamente legitimada, de delimitación y regulación del poder.
El eco que ha encontrado el proyecto de ética global presentado por Hans Küng muestra, en cualquier caso, que la cuestión está abierta. Y eso no cambia aunque se acepte la perspicaz crítica que Spaemann dirige a ese proyecto (1), ya que a los dos factores mencionados anteriormente se añade otro: en el proceso del encuentro y la interpenetración de las culturas se han quebrado, en gran parte, una serie de certezas éticas que hasta ahora resultaban fundamentales.
La cuestión de qué es realmente el bien, especialmente en el contexto dado, y por qué hay que hacer el bien, aunque sea en perjuicio propio, es una pregunta básica que sigue careciendo de respuesta.
Me parece evidente que la ciencia como tal no puede generar una ética, y que, por lo tanto, no puede obtenerse una conciencia ética renovada como producto de los debates científicos. Por otro lado, es indiscutible que la modificación fundamental de la imagen del mundo y el ser humano a consecuencia del incremento del conocimiento científico ha contribuido decisivamente a la ruptura de las antiguas certezas morales.
Por lo tanto, sí existe una responsabilidad de la ciencia hacia el ser humano como tal, y especialmente una responsabilidad de la filosofía, que debería acompañar de modo crítico el desarrollo de las distintas ciencias y analizar críticamente las conclusiones precipitadas y certezas aparentes acerca de la verdadera naturaleza del ser humano, su origen y el propósito de su existencia o, dicho de otro modo, expulsar de los resultados científicos los elementos acientíficos con los que a menudo se mezclan, y así mantener abierta la mirada hacia las dimensiones más amplias de la verdad de la existencia humana, de los que la ciencia sólo permite mostrar aspectos parciales.
Poder sometido a la fuerza de la ley
En un sentido concreto, es tarea de la política someter el poder al control de la ley a fin de garantizar que se haga un uso razonable de él. No debe imponerse la ley del más fuerte, sino la fuerza de la ley. El poder sometido a la ley y puesto a su servicio es el polo opuesto a la violencia, que entendemos como ejercicio del poder prescindiendo del derecho y quebrantándolo. Por eso es importante para toda sociedad superar la tendencia a desconfiar del Derecho y de sus ordenamientos, pues sólo así puede cerrarse el paso a la arbitrariedad y se puede vivir la libertad como algo compartido por toda la comunidad. La libertad sin ley es anarquía y, por ende, destrucción de la libertad. La desconfianza hacia la ley y la revuelta contra la ley se producirán siempre que ésta deje de ser expresión de una Justicia al servicio de todos y se convierta en producto de la arbitrariedad, en abuso por parte de los que tienen el poder para hacer las leyes.
La tarea de someter el poder al control de la ley nos lleva, en fin, a otra cuestión: ¿de dónde surge la ley, y cómo debe estar configurada para que sea vehículo de la justicia y no privilegio de aquellos que tienen el poder de legislar?
Por un lado se plantea, pues, la cuestión del origen de la ley, pero por el otro también la cuestión de cuáles son sus propias proporciones internas. La necesidad de que la ley no sea instrumento de poder de unos pocos, sino expresión del interés común de todos parece, al menos en primera instancia, satisfecha gracias a los instrumentos de la formación democrática de la voluntad popular, ya que éstos permiten la participación de todos en la creación de la ley, y en consecuencia la ley pertenece a todos y puede y debe ser respetada como tal. Efectivamente, el hecho de que se garantice la participación colectiva en la creación de las leyes y en la administración justa del poder es el motivo fundamental para considerar que la democracia es la forma más adecuada de ordenamiento político.
Y, sin embargo, a mi juicio, queda una pregunta por responder. Dado que difícilmente puede lograrse la unanimidad entre los seres humanos, los procesos de decisión deben echar mano imprescindiblemente de mecanismos como, por un lado, la delegación y, por el otro, la decisión de la mayoría, esta última de distintos grados según la importancia de la cuestión a decidir.
Pero las mayorías también pueden ser ciegas o injustas. La historia nos proporciona sobrados ejemplos de ello. Cuando una mayoría, por grande que sea, sojuzga mediante leyes opresoras a una minoría, por ejemplo, religiosa o racial, ¿pue-de hablarse de justicia o, incluso, de derecho en sentido estricto? Así, el principio de la decisión mayoritaria no resuelve tampoco la cuestión de los fundamentos éticos del Derecho, la cuestión de si existen cosas que nunca pueden ser justas, es decir, cosas que son siempre por sí mismas injustas o, inversamente, cosas que por su naturaleza siempre sean irrevocablemente justas y que, por lo tanto, estén por encima de cualquier decisión mayoritaria y deban ser respetadas siempre por ésta.
La era contemporánea ha formulado, en las diferentes declaraciones de los derechos humanos, un repertorio de elementos normativos de ese tipo y los ha sustraído al juego de las mayorías. La conciencia de nuestros días puede muy bien darse por satisfecha con la evidencia interna de esos valores. Pero esa clase de autolimitación de la indagación también tiene carácter filosófico. Existen, pues, valores que se sustentan por sí mismos, que tienen su origen en la esencia del ser humano y que por tanto son intocables para todos los poseedores de esa esencia. Más adelante volveremos a hablar del alcance de una representación semejante, sobre todo teniendo en cuenta que hoy en día esa evidencia no está reconocida ni mucho menos en todas las culturas. El islam ha definido un catálogo propio de los derechos humanos, divergente del occidental. En China impera hoy una forma cultural procedente de Occidente, el marxismo, pero eso no impide a sus dirigentes preguntarse –si estoy bien informado– si los derechos humanos no serán acaso un invento típicamente occidental que debe ser cuestionado.
Nuevas formas de poder y nuevas cuestiones en relación con su control
Cuando se habla de la relación entre el poder y la ley y de los orígenes del Derecho, debe contemplarse también con atención el fenómeno del poder mismo. No pretendo definir la naturaleza del poder como tal, sino esbozar los desafíos que se derivan de las nuevas formas de poder que se han desarrollado en los últimos cincuenta años.
En los primeros años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, imperaba el horror ante el nuevo poder de destrucción que había adquirido el ser humano con la invención de la bomba atómica.
El hombre se veía de repente capaz de destruirse a sí mismo y también de destruir su planeta. Se imponía la siguiente pregunta: ¿qué mecanismos políticos son necesarios para impedir esa destrucción? ¿Cómo pueden crearse esos mecanismos y hacerlos efectivos? ¿Cómo pueden movilizarse las fuerzas éticas capaces de dar cuerpo a esas formas políticas y dotarlas de la guerra nuclear durante un largo período fue la competencia entre los bloques de poder opuestos y su temor a desencadenar su propia destrucción si provocaban la del otro.
La limitación recíproca del poder y el temor por la propia supervivencia se revelaron como las únicas fuerzas capaces de salvar a la humanidad. Lo que nos angustia en nuestros días no es el temor a una guerra a gran escala, sino el miedo al terror omnipresente, que puede golpear eficazmente en cualquier momento y lugar. Ahora nos damos cuenta de que la humanidad no necesita una guerra a gran escala para hacer imposible la vida en el planeta. Los poderes anónimos del terror, que pueden hacerse presentes en todo lugar, son lo bastante fuertes como para infiltrarse en nuestra vida cotidiana, y ello sin excluir que elementos criminales puedan tener acceso a los grandes potenciales de destrucción y desencadenar así el caos a escala mundial desde fuera de las estructuras políticas.
Así,
...