Silencio Entre Lo Visible E Invisible Mayte Vieta
mari19655 de Julio de 2015
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EL SILENCIO ENTRE LO VISIBLE Y LO INVISIBLE
La intención es abordar la frontera que el arte genera entre lo visible y lo invisible, cuya frontera estaría en el “silencio”, una presencia observada en algunas obras plásticas donde es posible constatar un estado de suspensión o ensimismamiento de las figuras. Se trata de una especie de desdoblamiento, un reflejo en el espejo (una reflexión) que permite el doble juego de observarse, interno y externo; y entre ambas proyecciones, nace el silencio… Estas observaciones llevaron a la recuperación de lo que, para este análisis se ha llamado imágenes cristal: tras el silencio melancólico que en estas piezas envuelve a personajes y objetos, llega la sensación de un diálogo profundo, una conexión entre las figuras: ese ir hacia el abismo, una suerte de agujero negro que todo lo atrae, pero que en este caso no es negro, sino cristalino. En esta ocasión abordaremos la instalación Silencio de Mayte Vieta, artista española contemporánea, presentada en 2001 en el Museo de Alicante; en ella el silencio viene dado por el regreso al líquido amniótico, comienzo de la vida, proceso de regeneración, ir hacia las profundidades del mar y de lo humano, reencuentro con el inicio, la pausa dada por la mirada del espectador, quien se ubica, al momento de la contemplación, en la frontera entre la posibilidad de la mirada y lo invisible.
Cada obra de arte contiene su propio silencio, la subjetividad de la obra de arte nos indica la autorrepresentación, desde la mirada introspectiva del artista y del observador, marcando una distancia y a la vez una unidad; el hilo conductor es la mirada subjetiva de ambos, vivida desde la experiencia, se vuelve un autorretrato de dualidades; ese es el hilo conductor que enlaza el silencio entre el cuerpo que observa y el representado.
En el caso de la instalación Silencio, Mayte Vieta parece crear espacios metafísicos donde lo innombrable se representa desde su propia apariencia; desde un cuerpo que se presenta simple y llanamente, un cuerpo en sí.
La obra consiste en una serie de fotografías donde aparece la propia artista; en ella vemos varias posturas, no solo físicas sino emocionales, de una mujer desnuda dentro del agua.
Con facilidad podemos hacer el símil con el líquido amniótico, sobre todo a partir de la fotografía donde se observa a la mujer de espaldas en posición casi fetal, como cayendo o flotando; bien podría estar muerta, pero toda la escena nos remite a este principio de vida. Aquí estaría una primera frontera del cuerpo, marcada por el silencio de la muerte y la oscuridad del vientre materno.
Frente a esta pieza se produce un deja vu, esta sensación de lo vivido, lo ya experimentado; hay un efecto de transferencia, de retorno al origen, al útero materno. Pero además del líquido amniótico, se halla la referencia al agua, que luce más bien fría; y entonces aparece la dualidad entre la luz y la oscuridad, el calor y el frío, dualidades y equilibrio, como la naturaleza romántica:
En realidad la fascinación del romántico por la Naturaleza está directamente relacionada con la “doble alma” de ésta: se siente atraído, sí, por la promesa de totalidad que quiere ver en su seno y, como tal, recibe el impulso de sumergirse en ella; pero, al mismo tiempo, no está menos atraído –terroríficamente atraído, podríamos decir– por la promesa de destructividad que la Naturaleza lleva consigo… (Argullol, 1987:91).
En la obra de Mayte se respira esta duplicidad; el cuerpo se halla indefenso ante lo inconmensurable, pero a la vez se siente esa relajación, esa pertenencia a lo que se conoce, fluye como un pez, como sirena…
Esta autora parece proponer la simbolización de la vida y la muerte, el sumergirse en sí mismo, el penetrar en su propia esencia para explicar su condición primera y su proceso de fin; el abismo se encuentra más allá de lo visible, es inmenso, insondable y aterrador.
En esta línea de ideas, hallamos una analogía entre el agua y el espejo. En el espejo, por un lado, se proyecta una imagen que no es real, la materialidad se disuelve en el reflejo; y por su parte el agua también crea una atmosfera diferente, donde se transforma la percepción, la sensación, y la persona se sumerge en sí. Y tanto en el espejo como en el agua se produce la idea de ensimismamiento.
El espejo es un atributo que aparece en el ritual mistérico. Es símbolo de la ilusión porque lo que se refleja ahí no existe, pero también es conocimiento porque “al mirarme en él conozco quién y cómo soy”. La actividad cognoscitiva es encerrar al mundo en un espejo y reducirlo a esa imagen que yo poseo. Dionisos se ve en el espejo y ve el mundo. Su ser se refleja, el dios se expresa en la apariencia. (Chapa, 2011).
Así, volvemos a la idea de la sirena, pues a través del agua es posible ver a un personaje, reflejado en sí mismo, en ese estado donde se halla sumergido en el silencio y puede contemplarse, puede verse más allá de lo cotidiano, puede observarse, describirse de otra manera, encontrarse a sí mismo de otro modo que no es el habitual.
Mirarse al espejo, manifestarse, expresarse: eso, y nada más, es el conocimiento. Pero ese conocimiento del dios es precisamente el mundo que nos rodea, somos nosotros. Nuestra corporeidad, la sangre que pulsa en nuestras venas, ése es el reflejo del dios. No hay un mundo que se refleje en un espejo y se convierta en conocimiento del mundo; ese mundo, incluidos nosotros que lo conocemos, es, ya en sí mismo, una imagen, un reflejo, un conocimiento. (Colli, 1998; citado por Chapa, 2011).
También el sueño se transluce en esta pieza; este reflejo de lo que somos, este ver dentro de nuestro pensamiento, en el silencio de la inconsciencia. Hallamos en lo invisible una imagen, una visión más profunda, como la obra de Vieta, donde a veces el juego de espejos, estas fosas de imágenes, parecen jalar al personaje que se mantiene indefenso, llevado por las mareas de la vida o de sus pasiones, pero hay también una fotografía donde la mujer se arroja al fondo por voluntad propia. Topamos con la imagen del descenso; el grado cero, el estado primario de pensamiento, el comienzo, el encuentro con uno; ése es el silencio donde las cosas afloran cobrando un yo, un ser en sí. Al zambullirse expresa la artista una toma de decisión.
El descenso como toma de decisión se vuelve una imagen simbólica de los grandes procesos de contradicción: fin y nacimiento, destrucción y creación, dolor y placer… disolución de fronteras. (Argullol, 1987:100).
Así, vemos un cuerpo en distintos instantes de reflexión que se traducen en diferentes momentos de “estar dentro”, distintos estados o formas de transformación, como hacer equilibrios en la línea divisoria de dos mundos, entre el cuerpo y el espíritu, entre el ser y sus posibilidades, entre lo que ya fue y lo que será.
Este descenso es una suerte de iniciación, simboliza la muerte, aquí se puede ver la continuidad del ser, que es contradicción, caos y oscuridad. Es el paso hacia otra vida, a otra realidad donde no hay valores que trasciendan la existencia: no hay un sentido último. De aquí surge la angustia, característica muy importante de esta corriente. Jean Paul suelta el grito: “No hay Dios”, Esta forma originaria de representarse la realidad en imagen es la que puede dar paso a la poesía. Por eso, en el romanticismo, la palabra abre de nuevo ese espacio, rompe con la cotidianidad profana y sugiere el abismo. (Chapa, 2011).
El equilibrio viene dado por el cuerpo y el agua, volviéndose una sola esencia pero a la vez marcando su distancia, y participando íntimamente de su materialidad, el cuerpo es acariciado por el agua. El asistente al espectáculo participa de las sensaciones, se logra con esta instalación traspasar los límites de la imagen y hacernos uno con ella, finalmente todo es ilusión y espejo, o mejor dicho, somos una reflexión de nosotros mismos, donde nos mantenemos aparte, en solitario, cada uno en sí.
Esta misma idea de estar en sí se encuentra en una obra que es donde comienza el interés por esta investigación “La Tempestad” de Giorgione. Se trata de una “unidad aislada” donde en cada elemento del cuadro se descubre algo que por lo pronto llamaré la cosidad de la cosa, entendido esto como la esencia del ser que se halla en cada uno de los elementos representados; la naturaleza imponente en esa desolación, en ese desierto donde la soledad crea un equilibrio entre lo pétreo y lo húmedo. Es decir, esta cosidad se refiere a una especie de radiografía de la cosa, la parte interna, la cual, aunque sea una en sí misma, independiente y aislada, tampoco le resta importancia a los demás elementos del cuadro, cada quien, cada cosa en sí misma, ni más ni menos, sólo está, sólo es en sí, y en esa singularidad “convive” (aunque no lo sepa) con las otras esferas, cada una en su mundo particular, cada una un mundo peculiar, un universo. Así, el silencio es ese “algo” en común, unido por la mirada sensible de quien observa, el espectador, quien, finalmente también se encuentra en aislamiento, en su propia esfera silenciosa…
La plástica, muchas veces, es un “reflejo” del artista, un humano, quien tal vez no “coloca” el silencio de modo consciente, pero ahí está, surge como algo que nos acompaña: nuestro reflejo, nuestra reflexión, el silencio primordial, esa esfera o capullo de cristal donde podemos contemplarnos, crearnos para recrearnos y, al fin, o de nuevo, recomenzar, nacer con ese primer grito de dolor pero de vida, con la fuerza del rayo que anuncia el sonido impetuoso del trueno, el que traerá la lluvia y con ella
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