Teoría Del Caso
juanbra3516 de Septiembre de 2012
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Capítulo II
Teoría del Caso
1. El juicio: una cuestión estratégica
Como hemos señalado en la introducción de este libro, litigar juicios orales es un ejercicio
profundamente estratégico. Esta es una idea incómoda para nuestra cultura jurídica
tradicional, pues siempre hemos concebido al juicio penal como un ejercicio de
averiguación de la verdad; y siendo así, ¿cómo podría el juicio ser una cuestión estratégica?
No hay nada estratégico acerca de la verdad, diría un jurista clásico: o el imputado mató a
la víctima, o no la mató; o robó el banco, o no lo robó; ¿qué lugar tiene aquí la estrategia
como no sea más bien un intento por, precisamente, ocultar o distorsionar la verdad? Esta
es, más o menos, la postura que subyace a nuestra cultura tradicional.
Sin embargo, incluso cuando uno concuerde con que el mejor valor del juicio penal es
distinguir quién es culpable de quién es inocente –descubrir la verdad, dirían algunos– lo
cierto es que esa verdad se encuentra en un pasado que, lamentablemente, nadie puede
visitar. Los hechos que componen el delito y sus circunstancias suelen ser de enorme
complejidad y, entre lo uno y lo otro, para un gran número de causas lo más probable es
que nunca sepamos realmente qué fue exactamente lo que ocurrió. Incluso en aquellos
casos que parecen simples o respecto de los cuales hay pruebas muy poderosas, hay zonas
de la “verdad” que probablemente nunca lleguemos a conocer: qué estaba exactamente en
la mente de las personas cuando realizaron esas conductas; cuáles fueron sus motivaciones;
qué factores ocultos a la prueba determinaron los hechos tal y como ocurrieron.
Lo cierto es que respecto del delito y sus circunstancias lo mejor que tenemos es un
conjunto de versiones acerca de lo que “realmente ocurrió”. El imputado tiene una versión,
la víctima tiene la suya, la policía lo propio, y lo mismo cada uno de los testigos. En
ocasiones se trata de versiones completas, en ocasiones se trata de versiones parciales; en
ocasiones dichas versiones se construyen sobre la base de información ‘dura’, en ocasiones
solo sobre la base del prejuicio o el error. Esta parece ser una realidad difícil de evitar en el
juicio penal: cuando se trata de averiguar qué fue lo que ocurrió, lo máximo que tenemos es
un conjunto de versiones en competencia, heterogéneas, fragmentadas, parciales y
disímiles. Todos querríamos que fuera distinto, porque nos gustaría pensar que a través del
juicio podemos suprimir el error y distinguir siempre claramente al culpable del inocente.
Pero, de hecho, cuando los jueces fallan hacen esto mismo: construyen una versión acerca
de lo que “verdaderamente ocurrió” y aceptamos esa versión como la versión oficial. En
ocasiones hacen esto adoptando completamente la versión de una de las partes, en
ocasiones lo hacen tomando porciones de las versiones de cada una de ellas. Pero, desde
luego, nadie puede pretender que cuando el juez dicta una sentencia ella ha descubierto
necesariamente la verdad; los no pocos casos en que hemos condenado a inocentes o
liberado a culpables parecen hablar alto en contra de esa idea.
Si esto es así, entonces, el juicio es un ejercicio profundamente estratégico, en un específico
sentido: la prueba no habla por sí sola. La prueba debe ser presentada y puesta al servicio
de nuestro relato, nuestra versión acerca de qué fue lo que realmente ocurrió. Nuestra
cultura jurídica, desde siempre fuertemente influenciada por una idea más bien simplista de
“la verdad” asociada al procedimiento inquisitivo, ha operado tradicionalmente como si la
prueba ‘hablara por sí misma’. Eso, en el proceso inquisitivo, se refleja en todo el modo de
presentar la prueba. Por ejemplo, en la forma en que declaran los testigos –
espontáneamente y no bajo las preguntas de alguien, al menos inicialmente– como si los
testigos no tuvieran más que ‘contar la verdad’ acerca de lo que percibieron y como si eso
que percibieron no estuviera al servicio de una particular versión de las muchas en
competencia; lo mismo ocurre cuando los objetos y documentos ingresan al debate
simplemente por ser recolectados, sin que nadie los ponga en el contexto de un relato.
La prueba debe ser presentada. Debe ser ofrecida al interior de un relato. Debe ordenarse al
servicio de la versión para la cual está siendo ofrecida. No estamos diciendo que haya que
inventarla, fabricarla o tergiversarla. Cuando decimos que la litigación de juicios es un
ejercicio estratégico no queremos implicar ninguna versión de ‘diez recetas para engañar al
tribunal’. Todo lo contrario: queremos decir que si ese tribunal tiene alguna chance de dar
con lo que realmente ocurrió –de dar con la verdad– ello depende de que las partes puedan
presentarle un relato coherente, claro, completo y creíble acerca de los hechos. Decimos
que este es el método del sistema acusatorio. Sería una fortuna que pudiéramos contar con
mejor información para decidir si una persona cometió o no el delito; sería una fortuna que
para cada juicio pudiéramos tener información objetiva, imparcial, completa, una cámara de
video que grabe claramente cada delito y el estado mental de todos los participantes en él.
Pero no tenemos eso. Lo que tenemos son versiones en competencia. Siendo así, resulta
completamente determinante que podamos mostrar al tribunal con toda claridad y
credibilidad nuestra versión de los hechos, y eso es una cuestión estratégica en términos de
cómo obtener de la prueba la información –real– que la prueba contiene y como estructurar
esa información de modo que los jueces obtengan lo que necesitan de ella para fallar
correctamente. El abogado es en este sentido un mensajero de cierta información; y no
importa qué tan bueno sea el mensaje, ni qué tan significativo: si el mensajero es malo, el
mensaje no llega. La información más determinante de un testigo puede naufragar en un
mar de datos irrelevantes, superabundancia u hostilidades con el abogado; o, al contrario,
este detalle que habría hecho que los jueces se convencieran acerca de la culpabilidad o
inocencia, puede pasar completamente desapercibido. Tal vez es posible que el testigo
llegue a mencionar dicho detalle, pero para entonces tal vez los jueces ya no estén
escuchando.
La labor del abogado es, pues, hacer que llegue el mensaje, y el mecanismo natural de
transmisión es el relato. Pero al litigante no le bastará –para ser bueno– tan solo que su
historia sea entretenida o interesante, sino que ella deberá transmitir al tribunal que se trata
de la versión más fidedigna de los hechos y la interpretación legal más adecuada y justa.
El litigante en el juicio oral, en fin, debe narrar. Narrar y persuadir. Esa será su principal
tarea y su más primordial objetivo. Está tarea no está entregada nada más al talento
intuitivo y personal de cada litigante, y demostrar eso será precisamente la labor de las
páginas que siguen. Sin duda los juicios orales imponen exigencias fuertes a la intuición del
litigante: por muy exhaustiva que sea nuestra preparación, jamás podremos anticipar con
precisión lo que ocurrirá durante el juicio, las respuestas inesperadas de los testigos, las
maniobras de la contraparte, las observaciones de los jueces o la aparición de nueva
evidencia. Sin embargo, la importancia atribuida al instinto y al carácter histriónico de los
abogados no se corresponde con lo que comúnmente ocurre en un juicio oral, y más bien
contribuye a que descuidemos el imprescindible esfuerzo por una preparación meticulosa.
La intuición y el talento escénico de los litigantes está sometido a una larga lista de
restricciones que, partiendo con las mismísimas reglas del ritual procesal, pasan por la
valoración de la prueba, los esfuerzos competitivos de la contraparte por acusar las
carencias o excesos en que uno vaya a incurrir, y los esfuerzos por transmitir a los jueces la
idea de que se tiene un verdadero caso y que la información es fidedigna.
El juicio oral es vertiginoso y no reserva ninguna piedad para los abogados que no sepan
exactamente qué deben hacer en el momento oportuno. Confiar y abandonarse a la intuición
y al talento es un error, que por lo general acaba en una sentencia desfavorable para el
abogado que confió en que podría improvisar sobre la marcha. Gran parte del “arte” del
litigio en juicio oral consiste en técnicas que pueden aprenderse del mismo modo en que se
aprende cualquier otra disciplina. Es cierto que sus resultados no siempre gozan de la
misma precisión, pero ello no desmiente el hecho de que el arte de ser un buen litigante
puede ser adquirido y transmitido. Conocer y utilizar estas técnicas nos proporcionará una
base sólida para formular las decisiones intuitivas que el juicio oral de todos modos
demandará de nosotros.
2. La narración de historias en juicio: proposiciones fácticas vs. teorías jurídicas
El juicio oral puede ser caracterizado
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