UN HOMBRE EN QUIEN NO CONFIAR
miqueas1999Informe27 de Noviembre de 2012
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UN HOMBRE EN QUIEN NO CONFIAR
.La luz de la habitación había adquirido una tonalidad rojiza que lanzaba un sucio resplandor ocre sobre la pared. Ahora toda la estancia parecía más pequeña, como si la oscuridad de los márgenes los hubiese encerrado en ese pequeño círculo alrededor del fuego. Ya era de noche.
A medida que la mujer relataba aquella historia, John había mostrado una expresión pensativa; con el ceño fruncido recorría los objetos más cercanos, volvía una y otra vez la vista sobre la pequeña mesa, las tazas, los cigarrillos...
Un nuevo asombro se había abierto
paso en él mientras escuchaba a la anciana, y por momentos, aquel segundo relato había conseguido perturbarlo. Era una mujer muy ingeniosa. Mucho más de lo que él había pensado. Eso no era obra de una aficionada. Además... estaba claro que había jugado su mismo juego, y de una manera brillante. Aquello era extraordinario.
Entonces se le ocurrió.
Ésa era la idea que necesitaba para su novela:
El escritor y su vecina. Él la visita y decide contarle la idea de su próxima novela, la historia de un asesinato destinado a encubrir a otro, el verdadero. En ese relato su vecina es la víctima y él el asesino. Pero él deja entrever que tal vez no se trata de una ficción. Lo hace porque aquella mujer lo irritó esa tarde, o por la simple y perversa vocación de provocar miedo, que también lo había llevado a ser un escritor de novelas de suspenso. Lo que él no esperaba, es que después ella hiciera lo mismo...
Esa idea le gustaba mucho más que la anterior. La misma señora Greenwold, sin saberlo, se la había dado. Y se preguntó nuevamente: ¿acaso aquella mujer era una escritora?
-¡Vaya!, en realidad comienzo a pensar que es usted una verdadera escritora de novelas policiales -dijo sin disimular su entusiasmo.
-Me alegra saber que se ha divertido -dijo ella, tras lo cual se incorporó, y dando media vuelta, se perdió en las sombras de la sala.
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-Tomaré lo que usted dice como un cumplido
-agregó mientras John veía la silueta de la anciana alejarse unos pasos y abrir una pequeña vitrina. Ahora regresaba. En su mano izquierda sostenía dos largas agujas de acero de las que pendía un breve tejido color ciruela unido a su ovillo; una pequeña pelota de lana que se cayó al suelo. Rápido, como si escapase de la luz, rodó por la alfombra hasta detenerse a unos metros de donde se encontraban. Desde allí apenas se distinguía su forma pequeña y redonda. Sus miradas se cruzaron un segundo, antes de que él se levantase a recogerlo.
Apenas se incorporó vio a la anciana con el atizador en una mano. En la otra, apretadas contra su pecho, del tejido sobresalían las agujas. Ella sonreía:
-Oh, lo lamento...
-No es nada -él extendió su mano alcanzándole el ovillo, pero ella no lo tomó. En su lugar le señaló la mesa y dijo:
-Déjelo allí, yo añadiré algunos leños a la chimenea.
No dejaremos que el fuego muera... -apenas inclinada, sin dejar de mirarlo, agregó un leño al fuego y apartó algo de ceniza hacia un costado- La vejez me ha proporcionado placeres que, en verdad, de joven nunca sospeché que serían para mí tan importantes. Sencillamente no podría imaginar mi vida sin el tejido... y las novelas -dijo, sentándose para dar comienzo a su labor:
-Es extraño... nos pasamos la vida deseando cosas importantes, aquello que siempre resulta difícil conseguir. Pero cuando somos viejos sólo necesitamos
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muy poco, pequeños hábitos que para alguien joven serían apenas accesorios.
John, aún excitado por el relato de la anciana, y también por la idea que acababa de ocurrírsele para su novela, sintió que tenía que preguntárselo:
-Ya está bien señora Greenwold, ahora dígamelo:
¿es usted una escritora, verdad?
La anciana sonrió:
-Veo que insiste usted con eso señor Bland, pero temo que no lo soy. ¿Sabe?, realmente me hubiese gustado escribir esa historia. Le aseguro que tener esa ocupación no estaría nada mal para una mujer en los últimos años de su vida -hizo una pausa-. Eso me recuerda que es una pena que no le hayan interesado mis relatos.
-¡Oh!, lamento haberla decepcionado, yo... -de repente John no sabía qué decir. La admiración que la señora Greenwold le había despertado, pero más que nada un repentino sentimiento de gratitud por ser la artífice de su nueva historia, hacían que su fastidio ahora le resultase lejano, absurdo. Tampoco había conseguido amedrentarla demasiado contándole la idea de su asesinato, pensó, pero ahora sentía que aquello había sido algo cruel.
Ella hizo un gesto con la cabeza, como restando importancia a la cuestión:
-No se preocupe, no insistiré con eso.
-Pues déjeme decirle que sus relatos han sido admirables, yo... estoy impresionado. Tal vez no pueda escribirlos, pero tiene usted la imaginación de un escritor, créame.
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Ella pareció hacer caso omiso a ese halago. En su lugar lo miró, y después de un breve silencio, dijo:
-Ahora déjeme a mí hacerle esa pregunta señor Bland: ¿es usted un escritor?
A John aquello lo tomó de sorpresa. Ella prosiguió:
-Compréndame, no quiero decir que no lo sea, pero, debo decirlo, temo que ha despertado mis dudas...
Él echó la cabeza hacia atrás, frunciendo el entrecejo:
-Pero... ¿por qué le mentiría?
-Oh... lo mismo me pregunté yo, señor Bland:
¿por qué mentía usted?
John advirtió que algo en la expresión de la anciana había cambiado. No le gustaba aquello, y no le gustaban las palabras de esa mujer:
-Discúlpeme, no sé de qué está hablando -trató de que el tono de su voz fuese natural, aunque se sentía molesto:- Pero escucharé con gusto sus razones para pensar eso.
-Le diré. -Ella continuó distraídamente, mientras retomaba su labor:- Cuando vino a mi casa hoy y se presentó como un escritor, un escritor de novelas de misterio, le confieso, me entusiasmé. Usted sabe, soy una aficionada a esos libros y, por supuesto, se me ocurrió contarle aquel viaje, esa noche en el tren. Era una historia fantástica para alguien que escribe sobre asesinatos; el relato de un misterio verdadero, algo real, contado por uno de sus protagonistas, aquello... no de-
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jaría de entusiasmarle. Estaba segura. -Hizo una pausa, y su rostro adquirió una expresión de extrañeza:
-Pero nada de eso sucedió: no mostró usted el menor interés por esa historia. ¿Era posible algo así? En verdad no esperaba eso -alzó sus ojos y lo miró. Los ojos de la señora Greenwold eran muy azules:
-¿Sabe?, la confianza no es una de mis virtudes, señor Bland. Fue entonces que me asaltó aquella pequeña duda: tai va usted no fuese realmente un escritor.
John permanecía quieto, con su cabeza apenas apoyada sobre el respaldo del sillón. Ella pareció volver a concentrarse en el tejido:
-Sé que parece una tontería, pero verá, la duda... la duda actúa de una manera muy extraña. Usted sabe, no hace falta demasiado, basta un detalle... y de repente uno cae en la cuenta de que las cosas pueden ser de una manera muy distinta. Pensé... pensé en su visita en el mismo día de la mudanza. Ahora comenzaba a sonar extraño. Además... aquí hay muchos libros, usted los vio al entrar. Para una anciana que pasa sus días leyendo, un vecino que se dedica a escribir novelas podría resultar muy atractivo. Eso no es algo difícil de imaginar, ¿verdad?
John comenzó a impacientarse:
-¿Qué está tratando de decirme?
-Trato de explicarle cómo funciona la duda, señor Bland, eso es algo de lo que usted sabrá mejor que yo, ¿verdad? Claro, si es que se dedica a las novelas policiales.
Él decidió no contestar. Aquello había comenzado a intrigarlo:
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-¿Era usted un escritor? Y si no lo era, ¿por qué había mentido? Ésas eran mis dudas. Fue entonces que me vino su expresión al preguntarle si ya tenía la idea de su próxima novela. Usted había dicho que no, pero pareció titubear antes de responderme, lo recordaba muy bien.
-Fue usted muy observadora -acotó John, algo irónicamente. Claro que recordaba aquello.
-No me detuve en ello entonces -ella prosiguió-, pero ahora tenía motivos para dudar de su respuesta.
Por eso decidí tenderle esa pequeña trampa, tal vez funcionase... “seguramente la idea para su próxima novela es más interesante, ¿verdad?”-hizo un silencio-. Y resultó que había usted mentido. No iba a dejar pasar ese descuido suyo: por supuesto, le pedí que me contase el argumento de su novela.
Ahora John miraba las puntas de las agujas, brillantes y veloces, que aparecían y desaparecían a través del tejido. Esas manos eran veloces. John no se había fijado en las manos de la señora Greenwold: blancas y gordas, repletas de anillos que parecían incrustados en sus dedos. Se preguntó por qué aquella mujer comenzaba a inquietarlo. También observó que el atizador había quedado al lado del sillón, muy cerca de su anfitriona.
Ella continuó hablando:
-Claro, tal vez eso no tuviera importancia. Supongo que hay escritores que prefieren no hablar de lo que aún no han escrito, sin embargo... ahora parecía usted dispuesto a hacerlo -sus palabras se tornaron cada vez más pausadas.- Fue entonces que me preguntó si es-
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peraba a alguien. Era una pregunta extraña si sólo iba a contar apenas una idea. También mencionó -y recién entonces me enteré- que usted ya me había visto antes, aquí. Y finalmente supe que, según el plan
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