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UN HOMBRE EN QUIEN NO CONFIAR


Enviado por   •  27 de Noviembre de 2012  •  Informes  •  4.395 Palabras (18 Páginas)  •  493 Visitas

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UN HOMBRE EN QUIEN NO CONFIAR

.La luz de la habitación había adquirido una tonalidad rojiza que lanzaba un sucio resplandor ocre sobre la pared. Ahora toda la estancia parecía más pequeña, como si la oscuridad de los márgenes los hubiese encerrado en ese pequeño círculo alrededor del fuego. Ya era de noche.

A medida que la mujer relataba aquella historia, John había mostrado una expresión pensativa; con el ceño fruncido recorría los objetos más cercanos, volvía una y otra vez la vista sobre la pequeña mesa, las tazas, los cigarrillos...

Un nuevo asombro se había abierto

paso en él mientras escuchaba a la anciana, y por momentos, aquel segundo relato había conseguido perturbarlo. Era una mujer muy ingeniosa. Mucho más de lo que él había pensado. Eso no era obra de una aficionada. Además... estaba claro que había jugado su mismo juego, y de una manera brillante. Aquello era extraordinario.

Entonces se le ocurrió.

Ésa era la idea que necesitaba para su novela:

El escritor y su vecina. Él la visita y decide contarle la idea de su próxima novela, la historia de un asesinato destinado a encubrir a otro, el verdadero. En ese relato su vecina es la víctima y él el asesino. Pero él deja entrever que tal vez no se trata de una ficción. Lo hace porque aquella mujer lo irritó esa tarde, o por la simple y perversa vocación de provocar miedo, que también lo había llevado a ser un escritor de novelas de suspenso. Lo que él no esperaba, es que después ella hiciera lo mismo...

Esa idea le gustaba mucho más que la anterior. La misma señora Greenwold, sin saberlo, se la había dado. Y se preguntó nuevamente: ¿acaso aquella mujer era una escritora?

-¡Vaya!, en realidad comienzo a pensar que es usted una verdadera escritora de novelas policiales -dijo sin disimular su entusiasmo.

-Me alegra saber que se ha divertido -dijo ella, tras lo cual se incorporó, y dando media vuelta, se perdió en las sombras de la sala.

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-Tomaré lo que usted dice como un cumplido

-agregó mientras John veía la silueta de la anciana alejarse unos pasos y abrir una pequeña vitrina. Ahora regresaba. En su mano izquierda sostenía dos largas agujas de acero de las que pendía un breve tejido color ciruela unido a su ovillo; una pequeña pelota de lana que se cayó al suelo. Rápido, como si escapase de la luz, rodó por la alfombra hasta detenerse a unos metros de donde se encontraban. Desde allí apenas se distinguía su forma pequeña y redonda. Sus miradas se cruzaron un segundo, antes de que él se levantase a recogerlo.

Apenas se incorporó vio a la anciana con el atizador en una mano. En la otra, apretadas contra su pecho, del tejido sobresalían las agujas. Ella sonreía:

-Oh, lo lamento...

-No es nada -él extendió su mano alcanzándole el ovillo, pero ella no lo tomó. En su lugar le señaló la mesa y dijo:

-Déjelo allí, yo añadiré algunos leños a la chimenea.

No dejaremos que el fuego muera... -apenas inclinada, sin dejar de mirarlo, agregó un leño al fuego y apartó algo de ceniza hacia un costado- La vejez me ha proporcionado placeres que, en verdad, de joven nunca sospeché que serían para mí tan importantes. Sencillamente no podría imaginar mi vida sin el tejido... y las novelas -dijo, sentándose para dar comienzo a su labor:

-Es extraño... nos pasamos la vida deseando cosas importantes, aquello que siempre resulta difícil conseguir. Pero cuando somos viejos sólo necesitamos

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muy poco, pequeños hábitos que para alguien joven serían apenas accesorios.

John, aún excitado por el relato de la anciana, y también por la idea que acababa de ocurrírsele para su novela, sintió que tenía que preguntárselo:

-Ya está bien señora Greenwold, ahora dígamelo:

¿es usted una escritora, verdad?

La anciana sonrió:

-Veo que insiste usted con eso señor Bland, pero temo que no lo soy. ¿Sabe?, realmente me hubiese gustado escribir esa historia. Le aseguro que tener esa ocupación no estaría nada mal para una mujer en los últimos años de su vida -hizo una pausa-. Eso me recuerda que es una pena que no le hayan interesado mis relatos.

-¡Oh!, lamento haberla decepcionado, yo... -de repente John no sabía qué decir. La admiración que la señora Greenwold le había despertado, pero más que nada un repentino sentimiento de gratitud por ser la artífice de su nueva historia, hacían que su fastidio ahora le resultase lejano, absurdo. Tampoco había conseguido amedrentarla demasiado contándole la idea de su asesinato, pensó, pero ahora sentía que aquello había sido algo cruel.

Ella hizo un gesto con la cabeza, como restando importancia a la cuestión:

-No se preocupe, no insistiré con eso.

-Pues déjeme decirle que sus relatos han sido admirables, yo... estoy impresionado. Tal vez no pueda escribirlos, pero tiene usted la imaginación de un escritor, créame.

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Ella pareció hacer caso omiso a ese halago. En su lugar lo miró, y después de un breve silencio, dijo:

-Ahora déjeme a mí hacerle esa pregunta señor Bland: ¿es usted un escritor?

A John aquello lo tomó de sorpresa. Ella prosiguió:

-Compréndame, no quiero decir que no lo sea, pero, debo decirlo, temo que ha despertado mis dudas...

Él echó la cabeza hacia atrás, frunciendo el entrecejo:

-Pero... ¿por qué le mentiría?

-Oh... lo mismo me pregunté yo, señor Bland:

¿por qué mentía usted?

John advirtió que algo en la expresión de la anciana había cambiado. No le gustaba aquello, y no le gustaban las palabras de esa mujer:

-Discúlpeme, no sé de qué está hablando -trató de que el tono de su voz fuese natural, aunque se sentía molesto:- Pero escucharé con gusto sus razones para pensar eso.

-Le diré. -Ella continuó distraídamente, mientras retomaba su labor:- Cuando vino a mi casa hoy y se presentó como un

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