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Una Mirada Clinica


Enviado por   •  25 de Octubre de 2013  •  1.776 Palabras (8 Páginas)  •  218 Visitas

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Una mirada clínica

El maestro, como otros profesionales, se prepara para realizar su quehacer, pero no para enfrentar problemas impredecibles de la vida de sus alumnos. La actividad educativa confronta al maestro sistemáticamente con un orden de problemas que no son sólo los suyos, que no son estrictamente magisteriales, sino sociales, políticos o relacionados con la familia de los niños que son sus alumnos: un niño que llega a clases con marcas de maltrato físico, una niña que se duerme porque nunca le dan de desayunar, un niño agresivo que padece el abandono de sus padres, etc. Frente a estos problemas el maestro no puede “hacer oídos sordos”, ni permanecer indiferente.

El lugar que ocupa el maestro es neurálgico porque es un lugar donde se articulan diferentes discursos institucionales el político, el religioso, el educativo y el de la institución familiar. Estos discursos son un “caldo” de contradicciones inimaginables. En ese caldo se cuece, día con día, la práctica educativa. Pero hay otro discurso que el maestro se presta a escuchar: el de cada familia. Una cosa es el discurso de la institución familiar, entendido en el sentido sociológico —las tradiciones, las costumbres, los roles sociales de hombres y mu­jeres de la comunidad donde trabaja, la ideología, los mitos, etc.—. Y otra muy distinta es el discurso de la familia de cada niño con el que se relaciona aunque este último nivel está permeado por el primero. Lo que nos interesa es ubicar cómo esos lugares sociales de hombres y mujeres son tamizados de manera diferente por cada familia. Martina era una niña que con frecuencia llegaba tarde a la escuela porque su madre pensaba que, por ser mujer, tenía que ir a comprar las tortillas o ayudarla en la cocina.

Cada vez que suponemos un saber a alguien, hay transferencia.[34] La producción del saber está atravesada, de cabo a rabo, por el amor. No digo esto como un comentario romántico, sino como un fenómeno que se produce y reproduce, y que reclama toda nuestra atención. Cuando odiamos no queremos saber nada del otro, de nosotros mismos ni de ese odio. En cambio, cuando amamos, estamos ansiosos por saber acerca del otro, queremos saber también de nosotros, del lugar que ocupamos en la vida de esa persona y de lo que esa persona quiere de nosotros.

El maestro es alguien a quien se le supone un saber sobre el niño; los padres establecen transferencia con él y esperan que les diga o les explique lo que le pasa al niño. Sin embargo, el maestro no sabe de la vida del niño; conoce algunos detalles pero no sabe la significación que el proceso educativo tiene para el niño. Tampoco el psicoanalista sabe de la vida del niño ni de su historia, ni de lo que las distintas circunstancias significan para él. Eso es imposible. Reconocer que no sabemos lo que le pasa al otro es el primer obstáculo que hay que sortear para dar lugar a algo nuevo. Cuando nos anticipamos a contestar nuestras propias preguntas, ponemos un tapón en la boca del niño o de los padres. La pregunta del maestro ha de apuntar a lo que no se sabe, aunque quizás tampoco lo sepan los padres o el niño. Pero el solo hecho de preguntar localiza una cuestión por resolver. Es mucho lo que un docente puede hacer y tiene gran importancia.

En la escuela el maestro se encuentra con experiencias de amor y odio; dado que ¿les alguien que cuenta para el niño, estos fenómenos son inevitables. El amor y el odio no necesariamente los motiva el maestro por sus rasgos, sino por lo que representa para cada quien. Aunque sus rasgos no pasen inadvertidos, representarán algo distinto para cada sujeto. Para que la transferencia no sea un obstáculo en los progresos escolares del niño, es importante una buena escucha.

Ser una buena escucha no significa tener “las” respuestas, sino lo contrario: no tenerlas, no satisfacer la demanda que siempre es demanda de otra cosa. El maestro tiene la posibilidad de preguntar a sus alumnos qué es lo que no entienden, lo que no saben, lo que les resulta contradictorio, y también puede mostrar interés en lo que les pasa, o en su sufrimiento; advertir esta preocupación no es poco para el niño, menos aún si proviene de “su” maestro. Es importante cuidar el tono de las preguntas para evitar que el niño se sienta examinado, o angustiado por no poder responder.

La escucha se puede producir en cualquier momento del día, incluso al salir a recreo; no tiene que ser algo planeado ni debe esperarse que dé un determinado fruto o lleve a una determinada conclusión. A veces es bastante con dejarle al niño planteada una pregunta que no formulamos, o una contradicción que advertimos.

—Te he visto muy callado últimamente, antes participabas mucho, ¿cómo te sientes?

—No entiendo por qué sí en las clases participas tan bien, en el examen no pudiste contestar, ¿qué te pasó?

Puede ocurrir que el niño no conteste o que quizás tampoco sepa qué le pasa. Pero la sola pregunta planteada le producirá ciertos efectos.

Con mucha frecuencia, cuando preguntamos a los niños sobre algo de sí mismos, contestan: “no sé”, “déjame” “no me molestes” o bien “pregúntale a mi mamá”, y tienen

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