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Capitulo VIII

danslou16 de Febrero de 2014

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Capítulo VIII. El compadre Feliciano

Las huellas del autobús amarillento se borraron primero en el polvo de

las sabanas y luego en el lecho arenoso de los ríos sin agua, pero no

en el corazón de Sebastián. Cuando dijo «Hay que hacer algo» en el

patio de las Villena, no lo dijo por decir, sino porque lo escuchaba como

mandato imperioso de su condición humana. Tratando de desentrañar

una expresión concreta de ese «algo» en el aroma del mastranto, en

el grito de los alcaravanes, en el espejo sucio de las charcas, iba de

Parapara a Ortiz, de Ortiz a Parapara, a ver a Carmen Rosa, de ver a

Carmen Rosa, por las mismas trochas de antaño pero sacudido por un

ímpetu nuevo y avasallador.

Carmen Rosa lo oía hablar de cosas que nunca le preocuparon en el

pasado, de cuya existencia no se había percatado él cabalmente hasta

el instante en que se detuvo un autobús de presos frente a la bodega

de Epifanio:

No

es posible soportar más. A este país se lo han cogido cuatro

bárbaros, veinte bárbaros, a punta de lanza y látigo. Se necesita no

ser hombre, estar castrado como los bueyes, para quedarse callado,

resignado y conforme, como si uno estuviera de acuerdo, como si uno

fuera cómplice.

Y otro domingo:

Los

estudiantes dejaron sus casas y sus libros y sus novias, para

hundirse en los calabozos de la Rotunda y del Castillo, para que los

mataran de un tiro, para que los mandaran a morirse en Palenque.

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Sería un crimen dejarlos solos.

Y al domingo siguiente:

Los

que mandan son cuatro, veinte, cien, diez mil. Pero los otros, los

que soportamos los planazos y bajamos la cabeza, somos tres millones.

Yo sí creo que se puede hacer algo. Yo no soy un iluso, ni un poeta

de pueblo, sino un llanero que se gana la vida con sus manos, que ha

criado becerros, que ha domado caballos. Y sé que se puede hacer algo.

A Carmen Rosa le preocupaba hondamente ese estado de ánimo de

Sebastián, pero se limitaba a escucharlo emocionada y un poco triste.

¿Qué podía hacer Sebastián solo, desarmado, habitante de una región

palúdica y sin gente, contra la implacable, todopoderosa, aniquiladora

maquinaria del gobierno? Era como si una brizna de paja pretendiese

detener la marcha de un tractor, o como si una mariposa amarilla, de

esas del Llano, intentara atajar con sus alas el empuje del viento. Pero

de nada valía exponer tales razones a Sebastián. Carmen Rosa había

llegado a conocerlo y sabía que cuando adoptaba una resolución y esa

resolución le echaba raíces en la mirada terca, ya nada ni nadie podían

torcer el camino que iba a tomar.

Un lunes no enrumbó el caballo hacia Parapara sino por la ruta de El

Sombrero, a comprar dos vacas, dijo. Pero al regreso no mencionó

las dos vacas. Carmen Rosa adivinó en el brillo de los ojos que algo

trascendental le había ocurrido. Sebastián se lo contó al atardecer, a la

sombra del cotoperí:

Hay

un complot para asaltar la China y librar a los estudiantes. Ya

están comprometidos varios soldados y caporales de la guarnición del

presidio. Y en El Sombrero hay treinta hombres armados dispuestos a

secundarlos. Mi compadre Feliciano es uno de ellos. Cuando yo le hablé

de mi resolución de hacer algo, cuando le dije lo que te he dicho a ti

tantas veces, me lo contó todo.

Y

después que tomen el presidio y pongan en libertad a los

estudiantes, ¿qué van a hacer? El gobierno mandará un ejército de

miles de hombres para aplastarlos...

Todo

está previsto interrumpió

Sebastián con vehemencia.

Después

que se tome el presidio, los estudiantes, los treinta hombres de El

Sombrero, los soldados de la guarnición y los presos comunes que

quieran acompañarlos, formarán un contingente para unirse a Arévalo

Cedeño que anda alzado por los Llanos.

¿Y cómo encuentran a Arévalo?

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Buscándolo,

mi amor, buscándolo. Y si no lo encuentran, tomarán el

camino de Apure para llegar hasta Colombia con los estudiantes sanos

y salvos.

¿Y tu compadre Feliciano está metido en ese asunto?

Mi

compadre Feliciano y yo también. Hay que hacer algo, Carmen

Rosa.

Ya lo presentía la muchacha desde las primeras palabras, desde

la mañana cuando vislumbró un resplandor extraño en los ojos de

Sebastián. Se había comprometido, en efecto, con los conspiradores. El

asalto había de producirse cuatro o cinco semanas después. Sebastián

volvería a El Sombrero al aproximarse la fecha y se incorporaría a los

treinta hombres que había mencionado el compadre Feliciano.

Expusieron parte del plan al señor Cartaya y a la señorita Berenice. Se

podía confiar en ellos ilimitadamente. Sin embargo, Sebastián omitió

lo del complot para librar a los estudiantes y se limitó a decirles que

las guerrillas de Arévalo andaban por los Llanos y que él había decidido

salir en su busca para sumarse a la montonera. Desde hacía tiempo

constituían los cuatro tácitamente un pequeño comité revolucionario

que comentaba con esperanzado entusiasmo las noticias aisladas que

hasta Ortiz llegaban atravesando sabanas pardas y linfas cerdosas: «El

general Gabaldón se alzó en Santo Cristo»; «Norberto Borges respondió

en los Valles del Tuy»; «Los desterrados venezolanos tomaron a

Curazao e invadieron por Coro»; «Se espera una expedición en grande,

con barco y todo, que viene de Europa». El señor Cartaya había

mantenido durante largo tiempo correspondencia en tinta simpática con

el doctor Vargas, orticeño, revolucionario y bragado, cuando éste se

hallaba en el destierro.

La señorita Berenice, no obstante su total adhesión a la insurgencia

cívica de los estudiantes de Caracas, no obstante su indignada congoja

por saberlos presos y engrillados, se mostraba en desacuerdo absoluto

con esos alzamientos armados y mucho más aún con el proyecto de

Sebastián.

La

guerra civil gemía

con un horror casi supersticiosoes

la causa de

todos nuestros males. Si Ortiz está en escombros, si la gente ha huido,

si la gente se ha muerto, todo pasó por culpa de las guerras civiles.

Dicen que fue el paludismo, que fue el hambre, que fue la ruina de la

agricultura y de la ganadería. Pero, ¿quién trajo el hambre? ¿quién

trajo el paludismo? ¿quién arrasó los conucos? ¿quién acabó con el

ganado?

Y se respondía ella misma:

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La

guerra civil. Aquí había mosquitos siempre y nos picaban siempre

sin que nos diera paludismo. Pero los soldados jipatos que venían en

campaña desde el Llano se paraban en Ortiz. Y se paraban en Ortiz

los que iban a perseguir las revoluciones de Oriente y los que venían

de Oriente en revolución. Ésas fueron las sangres que envenenaron a

nuestros mosquitos, que nos trajeron la perniciosa y la muerte.

Era difícil interrumpirla entonces:

Las

guerras civiles reclutaron a nuestros hombres jóvenes, pisotearon

y arrancaron nuestras maticas de maíz y frijoles, mataron nuestras

vacas y nuestros becerros y nos dejaron el paludismo para que acabara

con lo poquito que quedaba en pie.

El señor Cartaya esperó pacientemente en aquella ocasión el final del

discurso y luego arremetió en defensa de la insurrección:

Berenice

(era la única persona en el pueblo que la llamaba Berenice a

secas), Berenice, yo no soy partidario de la guerra civil como sistema,

pero en el momento presente Venezuela no tiene otra salida sino echar

plomo. El civilismo de los estudiantes terminó en la cárcel. Los hombres

dignos que han osado escribir, protestar, pensar, también están en la

cárcel, o en el destierro, o en el cementerio. Se tortura, se roba, se

mata, se exprime hasta la última gota de sangre del país. Eso es peor

que la guerra civil. Y es también una guerra civil en la cual uno solo

pega, mientras el otro, que somos casi todos los venezolanos, recibe los

golpes.

Pero no se rindió fácilmente la señorita Berenice. Volvió a insistir una y

otra vez acerca de las calamidades que las guerras civiles acarreaban,

acerca de la estéril consumación de aquellos sacrificios.

Y

ahora se van a llevar al novio de Carmen Rosa concluyó

desolada.

A

mí no me lleva nadie, señorita Berenice. Yo voy por mi cuenta dijo

Sebastián.

Finalizada la reunión del comité en la casa de las Villena, Sebastián

acompañó a la señorita Berenice hasta la puerta de la escuela. Desde el

umbral le preguntó la maestra:

¿Entonces usted está resuelto a irse con Arévalo de todos modos?

Así

lo pienso respondió

Sebastián con firmeza.

La señorita Berenice lo dejó solo un instante y regresó con un pesado

paquete cuidadosamente envuelto. Al abrirlo más tarde, a la

...

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