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Capitulo VIII


Enviado por   •  16 de Febrero de 2014  •  2.879 Palabras (12 Páginas)  •  392 Visitas

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Capítulo VIII. El compadre Feliciano

Las huellas del autobús amarillento se borraron primero en el polvo de

las sabanas y luego en el lecho arenoso de los ríos sin agua, pero no

en el corazón de Sebastián. Cuando dijo «Hay que hacer algo» en el

patio de las Villena, no lo dijo por decir, sino porque lo escuchaba como

mandato imperioso de su condición humana. Tratando de desentrañar

una expresión concreta de ese «algo» en el aroma del mastranto, en

el grito de los alcaravanes, en el espejo sucio de las charcas, iba de

Parapara a Ortiz, de Ortiz a Parapara, a ver a Carmen Rosa, de ver a

Carmen Rosa, por las mismas trochas de antaño pero sacudido por un

ímpetu nuevo y avasallador.

Carmen Rosa lo oía hablar de cosas que nunca le preocuparon en el

pasado, de cuya existencia no se había percatado él cabalmente hasta

el instante en que se detuvo un autobús de presos frente a la bodega

de Epifanio:

No

es posible soportar más. A este país se lo han cogido cuatro

bárbaros, veinte bárbaros, a punta de lanza y látigo. Se necesita no

ser hombre, estar castrado como los bueyes, para quedarse callado,

resignado y conforme, como si uno estuviera de acuerdo, como si uno

fuera cómplice.

Y otro domingo:

Los

estudiantes dejaron sus casas y sus libros y sus novias, para

hundirse en los calabozos de la Rotunda y del Castillo, para que los

mataran de un tiro, para que los mandaran a morirse en Palenque.

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Sería un crimen dejarlos solos.

Y al domingo siguiente:

Los

que mandan son cuatro, veinte, cien, diez mil. Pero los otros, los

que soportamos los planazos y bajamos la cabeza, somos tres millones.

Yo sí creo que se puede hacer algo. Yo no soy un iluso, ni un poeta

de pueblo, sino un llanero que se gana la vida con sus manos, que ha

criado becerros, que ha domado caballos. Y sé que se puede hacer algo.

A Carmen Rosa le preocupaba hondamente ese estado de ánimo de

Sebastián, pero se limitaba a escucharlo emocionada y un poco triste.

¿Qué podía hacer Sebastián solo, desarmado, habitante de una región

palúdica y sin gente, contra la implacable, todopoderosa, aniquiladora

maquinaria del gobierno? Era como si una brizna de paja pretendiese

detener la marcha de un tractor, o como si una mariposa amarilla, de

esas del Llano, intentara atajar con sus alas el empuje del viento. Pero

de nada valía exponer tales razones a Sebastián. Carmen Rosa había

llegado a conocerlo y sabía que cuando adoptaba una resolución y esa

resolución le echaba raíces en la mirada terca, ya nada ni nadie podían

torcer el camino que iba a tomar.

Un lunes no enrumbó el caballo hacia Parapara sino por la ruta de El

Sombrero, a comprar dos vacas, dijo. Pero al regreso no mencionó

las dos vacas. Carmen Rosa adivinó en el brillo de los ojos que algo

trascendental le había ocurrido. Sebastián se lo contó al atardecer, a la

sombra del cotoperí:

Hay

un complot para asaltar la China y librar a los estudiantes. Ya

están comprometidos varios soldados y caporales de la guarnición del

presidio. Y en El Sombrero hay treinta hombres armados dispuestos a

secundarlos. Mi compadre Feliciano es uno de ellos. Cuando yo le hablé

de mi resolución de hacer algo, cuando le dije lo que te he dicho a ti

tantas veces, me lo contó todo.

Y

después que tomen el presidio y pongan en libertad a los

estudiantes, ¿qué van a hacer? El gobierno mandará un ejército de

miles de hombres para aplastarlos...

Todo

está previsto interrumpió

Sebastián con vehemencia.

Después

que se tome el presidio, los estudiantes, los treinta hombres de El

Sombrero, los soldados de la guarnición y los presos comunes que

quieran acompañarlos, formarán un contingente para unirse a Arévalo

Cedeño que anda alzado por los Llanos.

¿Y cómo encuentran a Arévalo?

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Buscándolo,

mi amor, buscándolo. Y si no lo encuentran, tomarán el

camino de Apure para llegar hasta Colombia con los estudiantes sanos

y salvos.

¿Y tu compadre Feliciano está metido en ese asunto?

Mi

compadre Feliciano y yo también. Hay que hacer algo, Carmen

Rosa.

...

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