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El Liderazgo proactivo y acción personal

dianapasosEnsayo29 de Enero de 2016

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Liderazgo proactivo y acción personal  

INTRODUCCIÓN

Intentaremos  abrir vías de reflexión sobre un tema que merece ser tratado con mayor extensión, ya que es el núcleo del liderazgo relacional  

El grado de desarrollo de las siguientes competencias de eficacia personal son algunas de las que determinan el nivel de liderazgo personal de un directivo.  

Estas competencias son:

  • Proactividad
  • gestión personal
  • desarrollo personal  
  • y acción personal  

Y ese auto liderazgo es la condición para poder generar relaciones sanas con las demás personas y poderlas liderar. De hecho, esas competencias son las raíces que posibilitan que nuestra vida dé frutos abundantes.  

Si no somos capaces de dirigir nuestra propia vida, ¿cómo vamos a ser capaces de liderar a otras personas? Como dice el viejo aforismo: «nadie da lo que no tiene».  

Se trata de ir mejorando constantemente este grupo de competencias que empiezan por el autoconocimiento  y se van forjando en la toma de decisiones prudenciales desde el autocontrol, la integridad y la proactividad.  

Hay que ir pasando del estado de inconsciencia -en el que ni tan siquiera se percibe la necesidad de mejorar o cambiar-, al estado de la acción -en el que la persona sabe hacia dónde debe dirigir sus esfuerzos y es capaz de hacerlo.  

En el terreno de la gestión personal es importante no perder de vista que la ausencia de avance implica, casi siempre, un retroceso. Pero, además, la propia capacidad de una persona para mejorar, aprender y desarrollar sus habilidades y competencias depende fundamentalmente de su actitud no sólo hacia el trabajo o la organización de la que forma parte, sino de su actitud ante la propia vida -que puede ser un poderoso motor o un obstáculo casi infranqueable.  

INTELIGENCIA EMOCIONAL

Daniel Goleman acuñó el término «inteligencia emocional» para designar una competencia indispensable en el directivo:

La capacidad de dirigir sus emociones  (algo susceptible de ser desarrollado a lo largo de toda la vida).

Ya Aristóteles, hace más de veinticinco siglos, afirmaba que todos podemos enfadarnos, pero que muy pocos son capaces de enfadarse:

en el momento adecuado,  con la persona adecuada,  por el motivo adecuado,  en el tono adecuado...  

De hecho, la sabiduría popular de nuestras abuelas también conocía esta realidad, aunque no le hubiera puesto ese nombre.  

Cualquier cambio profundo requiere una recomposición de hábitos arraigados en el pensar, en el sentir y en la conducta.  

El aprendizaje emocional requiere, además, un cambio en el plano neurológico: debilitar la costumbre existente y, a la vez, reemplazarla por otra mejor.  El verdadero escenario para dicho aprendizaje será, pues, la vida misma.  

Goleman ha hecho clásico el término IE, que recoge cinco grupos de habilidades emocionales básicas:  

Conciencia de sí mismo (reconocer nuestros propios sentimientos), autocontrol (ser capaces de autorregularnos),  automotivación (ser proactivos ante las más diversas situaciones),  empatia (reconocer los sentimientos de los demás),  y habilidades sociales (manejar adecuadamente nuestras relaciones con los demás).  

Subraya así la importancia de dos tipos de inteligencia que van más allá del clásico coeficiente intelectual y que son la base para un verdadero liderazgo:  la inteligencia intrapersonal (la calidad de mi relación conmigo mismo) la inteligencia interpersonal (la calidad de mi relación con los demás).  

En estudios posteriores, el mismo Goleman presenta evidencia empírica de que conforme se avanza hacia niveles jerárquicos más altos en la organización, la eficacia del líder está cada vez más relacionada con la posesión de estas inteligencias.

En este sentido, Stephen Covey, unos años antes, ya apuntaba a dos grupos de hábitos necesarios para ser personas maduras y generar relaciones sanas con los demás.  

El primer grupo de hábitos a desarrollar, que él denomina «victoria privada» tiene como objetivo pasar :  

de ser dependientes del entorno (paradigma del tú)  a conseguir ser autónomos -él dice independientes- (paradigma del yo).    

Y, para ello, propone ser proactivo, empezar con un fin en la mente y hacer primero lo primero.  

Al segundo conjunto de hábitos que nos permiten pasar a ser interdependientes (paradigma del nosotros) lo denomina «victoria pública» (pensar en ganar/ganar, buscar sinergias, y buscar primero comprender y luego ser comprendido).

PROACTIVIDAD

Todo este conjunto de habilidades requiere adquirir el hábito de la proactividad, consecuencia del esfuerzo consciente y racional de usar la libertad frente a cualquier estímulo, a fin de que nuestra respuesta no sea automática como la de los perros de Pavlov.  

Viktor Frankl, neurocirujano judío que sobrevivió a los campos de concentración nazis, torturados y sometidos a innumerables humillaciones sin saber nunca si el siguiente paso sería la cámara de gas, explica cómo un día empezó a tomar conciencia de la libertad última, ésa que sus carceleros no podían quitarle.  

Ellos podían hacer lo que quisieran con su cuerpo, pero Frankl era un ser autoconsciente, capaz de ver su propia participación en los hechos y capaz de decidir en su interior de qué modo podía afectarle todo aquello.  

Entre el estímulo externo y la respuesta estaba su libertad para cambiar esa respuesta.

Un excelente modo de descubrir cuan proactivos somos (vs. reactivos a lo que pasa en nuestro entorno) es preguntarnos a qué dedicamos nuestro tiempo y energía.

Todos tenemos un montón de temas que nos preocupan: la salud, los hijos, el trabajo, la inflación, el hambre en el mundo, la guerra nuclear... Es lo que Covey denomina nuestro círculo de preocupación.  

Cuando revisamos las cosas que están dentro de ese círculo es obvio que sobre algunas de ellas no tenemos ningún control real, mientras que respecto a otras sí podemos hacer algo.  

Si circunscribimos estas últimas en un subconjunto del primero, tendremos nuestro círculo de influencia.

Las personas proactivas centran sus esfuerzos en el círculo de influencia real y, como consecuencia de la energía que le imprimen, ese círculo se va ampliando cada vez más. Al tiempo, los temas que estaban en el círculo de preocupación —sin capacidad de influir en ellos- van disminuyendo.  

Por el contrario, las personas reactivas centran sus esfuerzos en el círculo de preocupación (los defectos de los demás, los problemas mundiales y demás circunstancias sobre las que no tienen ningún tipo de control).  

De ello resulta angustia, sentimientos de culpa e impotencia. Todo esto, combinado con la desatención de las áreas en las que sí podrían hacer algo, les lleva a una reducción de su círculo de influencia (por otorgar a las cosas que no están en su interior el poder de controlar su mente y sus energías).  

El círculo de preocupación está lleno de «tener» (si tuviera un buen jefe, si tuviera una casa más grande, si tuviera un doctorado, si tuviera un hijo más dócil, si tuviera...).  

El círculo de influencia está lleno de "ser" (puedo ser más paciente, ser cariñoso, ser más sensato, más creativo, más cooperativo...).  

El centro está, en este caso, en nuestro carácter, el que vamos conformando con nuestras decisiones mejorando esa parte del «problema» que somos nosotros mismos.  

Si pensamos que el problema está ahí fuera, le otorgamos el poder de controlarnos. Pero nuestra felicidad no tiene que depender de que cambie lo de fuera. Empecemos por cambiar nosotros, nuestra actitud; trabajemos sobre nuestros defectos, seamos distintos, y así, además, pondremos las bases para poder provocar un cambio positivo en nuestro entorno.

Vemos, pues, que al elegir nuestra respuesta a las circunstancias, influimos poderosamente sobre las mismas y sobre nuestra capacidad de seguir influyendo en un círculo cada vez más amplio.  

Para guiar ese esfuerzo, y todos los que nos encaminen a mejorar nuestro desarrollo personal, hemos de centrarnos en lo que es factible en cada momento. En

este sentido, es bueno recordar la oración de Marco Aurelio:  

«Señor, dame valentía para cambiar aquello que debo cambiar, paciencia para aceptar lo que no puedo cambiar, y, sobre todo, sabiduría para distinguir lo uno de lo otro.»  

Nuestra libertad interior de elegir es lo que nos diferencia del reino animal. No estamos determinados por la naturaleza o por el entorno. Sólo estamos condicionados.  

Los seres humanos somos centros de libertad; para que la libertad sea operativa hay que ejercerla a través de la racionalidad, juzgando en cada ocasión qué conviene hacer, no dejándonos llevar por lo que más apetece en cada momento.  

De hecho, es en esos momentos de conflicto entre lo que me apetece y lo que veo racionalmente que conviene cuando nos jugamos nuestros grados de libertad futura para la siguiente decisión. Veamos esto con algo más de detenimiento.

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