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EL CUENTO ENVENENADO DE ROSARIO FERRÉ

tiagolandia28 de Junio de 2011

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Rosario Ferré

EL CUENTO ENVENENADO

Y el rey le dijo al sabio Ruyán:

-Sabio, no hay nada escrito,

-Da la vuelta a unas hojas más. El rey giró otras páginas más y

no transcurrió mucho tiempo sin que circulara el veneno rápidamente

por su cuerpo, ya que el libro estaba envenenado. Entonces

el rey se estremeció, dio un grito y dijo:

-El veneno corre a través de mí.

de Las mil y una noches

Rosaura vivía en una casa de balcones sombreados

por enredaderas tupidas y se pasaba la vida

ocultándose tras ellos para leer libros de cuentos.

Rosaura. Rosaura. Era una joven triste,

que casi no tenía amigos; pero nadie podía adivinar el

origen de su tristeza. Como quería mucho a su padre, cuando

éste se encontraba en la casa se la oía cantar y reír por

pasillos y salones, pero cuando él se marchaba al trabajo

desaparecía como por arte de magia y se ponía a leer

cuentos.

Sé que debería levantarme y atender a los deudos, volver a

pasar la bandeja de café por entre mis clientas y la del

cognac por entre sus insufribles esposos, pero me siento

agotada. Lo único que quiero ahora es descansar los pies, que

tengo aniquilados; dejar que las letanías de mis vecinas se

desgranen a mi alrededor como un interminable rosario de

tedio. Don Lorenzo era un hacendado de caña venido a

menos, que sólo trabajando de sol a sol lograba ganar lo

suficiente para el sustento de la familia. Primero Rosaura y

luego Lorenzo. Es una casualidad sorprendente. Amaba

aquella casa que la había visto nacer, cuyas galerías sobrevolaban

los cañaverales como las de un buque orzado a toda

vela. La historia de la casa alimentaba su pasión por ella,

porque sobre sus almenas había tenido lugar la primera

resistencia de los criollos a la invasión hacía ya casi cien

años. Al pasearse por sus salas y balcones, don Lorenzo

sentía inevitablemente encendérsele la sangre y le parecía

escuchar los truenos de los mosquetes y los gritos de guerra

de quienes en ella habían muerto en defensa de la patria. En

los últimos años, sin embargo, se había visto obligado a

hacer sus paseos por la casa con más cautela, ya que los

huecos que perforaban los pisos eran cada vez más numerosos,

pudiéndose ver, al fondo abismal de los mismos, el

corral de gallinas y puercos que la necesidad le obligaba a

criar en los sótanos. A pesar de estas desventajas, a don

Lorenzo jamás se le hubiese ocurrido vender su casa o su

Vuelta.

hacienda. Como la zorra del cuento. se encontraba convencido

de que un hombre podía vender su piel, su pezuña y hasta

sus ojos, pero que la tierra, como el corazón, jamás se vende.

No debo dejar que los demás noten mi asombro, mi

sorpresa. Después de todo lo que nos ha pasado, venir ahora

a ser víctimas de un pila de escritorcito de mierda. Como si

no me bastara con la mondadera de mis clientas. “Quién la

viera y quien la vio”, las oigo que dicen detrás de sus

abanicos inquietos, “la mona, aunque la vistan de seda,

mona se queda”. Aunque ahora ya francamente no me

importa. Gracias a Lorenzo estoy más allá de sus garras,

inmune a sus bájame un poco más el escote, Rosa, apriétame

acá otro poco el zipper, Rosita, y todo por la misma

gracia y por el mismo precio. Pero no quiero pensar ya más

en eso.

Al morir su primera mujer, don Lorenzo se sintió tan

solo que, dando rienda suelta a su naturaleza enérgica y

saludable, echó mano a la salvación más próxima. Como

náufrago que, braceando en el vientre tormentoso del mar,

tropieza con un costillar de esa misma nave que acaba de

hundirse bajo sus pies, y se aferra desesperado a ella para

mantenerse a flote, así se asió don Lorenzo a las amplias

caderas y aún más pletóricos senos de Rosa, la antigua

modista de su mujer. Restituida la convivencia hogareña, la

risa de don Lorenzo volvió a retumbar por toda la casa y se

esforzaba porque su hija también se sintiera feliz. Como era

un hombre culto, amante de las artes y de las letras, no

encontraba nada malo en el persistente amor de Rosaura

por los libros de cuentos. Aguijoneado sin duda por el

remordimiento, al recordar cómo la niña se había visto

obligada a abandonar sus estudios a causa de sus malos

negocios, le regalaba siempre, el día de su cumpleaños, un

espléndido ejemplar de ellos.

Esto se está poniendo interesante. La manera de contar

que tiene el autor me da risa, parece un firulí almidonado,

un empalagoso de pueblo. Yo definitivamente no le simpatizo.

Rosa era una mujer práctica, para quien los refinamientos

del pasado representaban un capricho imperdonable, y

aquella manera de ser la malquistó con Rosaura. En la casa

abundaban, como en los libros que leía la joven, las muñecas

raídas y exquisitas, los roperos hacinados de rosas de repollo

y de capas de terciopelo polvoriento y los candelabros de

cristales quebrados, que Rosaura aseguraba haber visto en

las noches sostenidos en alto por deambulantes fantasmas.

Poniéndose de acuerdo con el quincallero del pueblo, Rosa

fue vendiendo una a una aquellas reliquias de la familia, sin

sentir el menor resquemor de conciencia por ello.

El firulí se equivoca. En primer lugar, hacía tiempo que

Lorenzo estaba enamorado de mí (desde mucho antes de la

muerte de su mujer, junto a su lecho de enferma, me

desvestía atrevidamente con los ojos) y yo sentía hacia él

una mezcla de ternura y compasión. Fue por eso que me casé

con él y de ninguna manera por interés, como se ha insinuado

en este relato. En varias ocasiones me negué a sus

requerimientos y, cuando por fin accedí, mi familia lo consideró

de plano una locura. Casarme con él, hacerme cargo de

las labores domésticas de aquel caserón en ruinas, era un

especie de suicidio profesional, ya que la fama de mis creaciones

resonaba, desde mucho antes de mi boda, en las

boutiques de modas más elegantes y exclusivas del pueblo.

En segundo lugar, vender los cachivaches de aquella casa no

sólo era saludable sicológica sino también económicamente.

En mi casa hemos sido siempre pobres y a orgullo lo tengo.

Vengo de una familia de diez hijos, pero nunca hemos

pasado hambre, y el espectáculo de aquella alacena vacía,

pintada enteramente de blanco y con un tragaluz en el techo

que iluminaba todo su vértigo, le hubiese congelado el

tuétano al más valiente. Vendí los tereques de la casa para

llenarla, para lograr poner sobre la mesa, a la hora de la

cena, el mendrugo de pan de cada día.

Pero el celo de Rosa no se detuvo aquí, sino que empeñó

también los cubiertos de plata, los manteles y las sábanas

que en un tiempo pertenecieron a la madre de Rosaura y su

frugalidad llegó a tal punto que ni siquiera los gustos moderadamente

epicúreos de la familia se salvaron de ella. Desterrados

para siempre de la mesa quedaron el conejo en

pepitoria, el arroz con guinea y las palomas salvajes, asadas

hasta su punto más tierno por debajo de las alas. Esta última

medida entristeció grandemente a don Lorenzo, que amaba,

más que nada en el mundo, luego de a su mujer y a su hija,

esos platillos criollos cuyo espectáculo humeante le hacía

expandir de buena voluntad los carrillos sobre sus comisuras

risueñas.

¿Quién habrá sido capaz de escribir una sarta tal de

estupideces y de calumnias? Aunque hay que reconocer que

el título le va a las mil maravillas; bien se ve que el papel

aguanta todo el veneno que le escupan encima. Las virtudes

económicas de Rosa la llevaban a ser candil apagado en la

casa pero fanal encendido en la calle. “A mal tiempo buena

cara, y no hay por qué hacerle ver al vecino que la desgracia

es una desgracia”, decía, cuando se vestía con sus mejores

galas para ir a misa, y obligaba a don Lorenzo a hacer lo

mismo. Abrió un comercio de modistilla en los bajos de la

casa, que bautizó ridículamente “El Alza de la Bastilla”,

dizque para atraerse a una clientela más culta, y allí se

pasaba las noches enhebrando hilos y sisando telas, invirtiendo

todo lo que sacaba de la venta de los objetos de la

familia en los vestidos que elaboraba para sus clientas.

Acaba de entrar a la sala la esposa del Alcalde. La saludaré

sin levantarme, con una leve inclinación de cabeza. Lleva

puesto uno de mis modelos exclusivos, que tuve que rehacer

por lo menos diez veces, para tenerla contenta, pero aunque

sé que espera que me le acerque y le diga lo bien que le

queda, haciéndole mil reverencias, no me da la gana de

hacerlo. Estoy cansada de servir de incensario a las esposas

de los ricos del pueblo. En un principio les tenía compasión:

verlas languidecer como flores asfixiadas tras las galerías de

...

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