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EL HOMBRE SIN OREJA Jean-Claude Mourlevat


Enviado por   •  15 de Diciembre de 2019  •  Trabajos  •  1.760 Palabras (8 Páginas)  •  2.663 Visitas

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EL HOMBRE SIN OREJA[1]

Jean-Claude Mourlevat

Vivía en un puerto de mar un anciano a quien le faltaba una oreja. “¿Cómo la perdiste?”-le preguntaban en la cantina donde cada noche se embriagaba, y él, de buen humor respondía:

-¡Uhh, hace tanto tiempo! –decía-, era un niño… ¡Tenía apenas nueve años!, ¡escuchen! Un circo ambulante pasó por nuestro pueblo. El boleto no era muy caro, pero éramos muy pobres y mis padres no tenían dinero para pagarme la entrada. Entonces, la noche de la función me metí por un escondite.

No supe cómo me escabullí bajo la lona del capitel, luego me senté en las gradas. El circo estaba a reventar. La música era ensordecedora; el olor de los animales, penetrante; estaba como mareado. Había caballos rodeando la pista, acróbatas voladores, perritos disfrazados. Yo estaba con la boca abierta. ¡Qué emoción para mí que nunca había visto algo parecido! En fin, el director del circo anunció el número del hombre látigo. Ya olvidé el nombre del artista; Pacito, Pancho, algo así. Caminó con aire de vaquero, iba acompañada de su ayudanta que lucía un traje de baño. ¡Clac!, ¡clac!, y comenzó el acto.

        Primero, su asistente se puso en la boca un cigarrillo de papel. ¡Clac! Con cada golpe el cigarrillo perdía un pedazo hasta que quedó una colilla minúscula. Entonces, ella levantó sus labios maquillados de rojo, como dando un beso, luego inclinó ligeramente la cabeza hacia atrás, supongo que para evitar que el látigo le pegara en la punta de la nariz. Se escuchó un tamborileo, y ¡clac!, la colilla voló.

Enseguida pidió un voluntario. Fue justo cuando vi frente a mí, del otro lado de la pista, a un compañero de la escuela. Me hacía variadas señas. ¡Yo levanté el brazo para responderle, pero todos creyeron que me estaba ofreciendo como voluntario para el acto! Me pusieron un cigarro de papel en las orejas. Un cigarrillo en cada una. ¡Clac! ¡Clac! Como para volverme sordo. La gente aplaudía. También reían, sin duda por mi cara de sorpresa.

        Y luego, de repente, escuché ¡Oooh! Se hizo un silencio en las gradas… La asistente se desvaneció, y algunas espectadoras también. Sentí algo tibio deslizarse por el cuello. Pasé la mano. Era sangre. Fue entonces cuando comprendí. Volteé al piso y vi mi oreja sobre el aserrín…

        Olvidé qué pasó después. Recuerdo que unos extraños me llevaban cargando. Recuerdo borrosamente a gente que me tomaba las manos. Sobre todo recuerdo a mi madre que lloraba y a mi padre elevando los brazos al cielo:

-¡Ah, mi niño! ¡Mi niño!

Es así como perdí la oreja. Y no vuelvan a preguntarme lo mismo.

Al día siguiente contó la historia:

-¿Mi oreja? ¡Uuuh! tenía veintisiete años. Me acababa de casar. Mi esposa era muy cariñosa, sí, ¡muy cariñosa! Yo la encontraba más que gentil, mi buena fe. Curiosamente, ante todo el mundo parecíamos muy unidos y yo creía que era sincera.

        Después llegó ella, la otra, con las pecas rosadas de su nariz; supe inmediatamente que estaba arruinado. En el primer segundo me paralizó, sí, esa chica. Le juré que estaba hecha a mi medida, desde su dedo pequeño del pie hasta sus largos cabellos morenos.

        Ella era muy joven. ¿Por qué se entregó a mí de esa manera? ¿Por qué a mí y no a otro? No lo sé. ¡Yo no era guapo! ¡Me volvió una cabra! Intentaba evitarla, pero era imposible. Me buscaba. “Te amo”, me decía, “te esperaré el tiempo que sea necesario, no tendré a nadie más que a ti”, y demás. Ella lloraba. Yo lloraba también, pues estaba enamorado. Me volvió loco…

Así pues, terminé por escribirle una larga carta a mi pobre esposa. Como nunca logré decirle la verdad, le escribí… Les juro que mis lágrimas mojaron la carta, era sincero, realmente estaba destrozado. Le explicaba que me iba con otra chica, que la vida no había sido justa y que bla bla bla. ¡Ustedes saben bien las tonterías que se pueden decir en esos casos!

        Una tarde me llené de valor y le entregué la carta. Estábamos en la cocina. Me senté en una silla frente a ella, cabizbajo, y esperé.

        Leyó en silencio, al inicio hubo calma. Luego me observó sin ninguna expresión, como si me viera por primera vez. Pensé por un instante que no ocurriría nada, que ella me diría: “bueno, si te quieres ir, pues vete”, y que yo simplemente me iría. La abrazaría por última vez y nos separaríamos como buenos amigos o casi…

        Pero no ocurrió exactamente así. En efecto, ella dobló la carta y la colocó sobre la mesa ¿y saben qué hizo después? ¡Se abalanzó sobre mí!

        

Mi silla cayó y los dos rodamos al suelo. Intenté defenderme sin conseguirlo. Luchaba contra una verdadera fiera, una pantera rabiosa. En la pelea, ella cerró su mandíbula en mi oreja y no me soltó. ¿Entienden ahora? ¡Mi esposa fue quien me arrancó la oreja con sus propios dientes! Y ahora, déjenme en paz con esa historia, no les contaré más.

Al día siguiente levantó los brazos al cielo:

-¡Me hartan con la historia de la oreja! Ya se las he contado cien veces. Fue una noche que estaba exhausto. Me dormí sobre un sartén y me la quemé. ¿Satisfechos?

...

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