El Gato Negro
Enviado por juan369 • 16 de Octubre de 2012 • 3.348 Palabras (14 Páginas) • 1.410 Visitas
“EL GATO NEGRO”, Edgar Allan Poe
No espero ni remotamente que se conceda el menor crédito a la
extraña, aunque familiar historia que voy a relatar. Sería verdaderamente
insensato esperarlo cuando mis mismos sentidos rechazan su propio
testimonio. No obstante, yo no estoy loco, y ciertamente no sueño. Pero,
por si muero mañana, quiero aliviar hoy mi alma. Me propongo presentar
ante el mundo, clara, sucintamente y sin comentarios, una serie de
sencillos sucesos domésticos. Por sus consecuencias, estos sucesos me han
torturado, me han anonadado. Con todo, sólo trataré de aclararlos. A mí
sólo horror me han causado, a muchas personas parecerán tal vez menos
terribles que estrambóticos. Quizá más tarde surja una inteligencia que de
a mi visión una forma regular y tangible; una inteligencia más serena, más
lógica, y, sobre todo, menos excitable que la mía, que no encuentre en las
circunstancias que relato con horror más que una sucesión de causas y de
efectos naturales.
La docilidad y la humanidad fueron mis características durante mi niñez.
Mi ternura de corazón era tan extremada, que atrajo sobre mí las burlas de
mis camaradas. Sentía extraordinaria afición por los animales, y mis
parientes me habían permitido poseer una gran variedad de ellos. Pasaba
en su compañía casi todo el tiempo y jamás me sentía más feliz que
cuando les daba de comer o acariciaba. Esta singularidad de mi carácter
aumentó con los años, y cuando llegué a ser un hombre, vino a constituir
uno de mis principales placeres. Para los que han profesado afecto a un
perro fiel e inteligente, no es preciso que explique la naturaleza o la
intensidad de goces que esto puede proporcionar. Hay en el desinteresado
amor de un animal, en su abnegación, algo que va derecho al corazón del
que ha tenido frecuentes ocasiones de experimentar su humilde amistad,
su fidelidad sin límites. Me casé joven, y tuve la suerte de encontrar en mi
esposa una disposición semejante a la mía. Observando mi inclinación
hacia los animales domésticos, no perdonó ocasión alguna de
proporcionarme los de las especies más agradables. Teníamos pájaros, un
pez dorado, un perro hermosísimo, conejitos, un pequeño mono y un gato.
Este último animal era tan robusto como hermoso, completamente negro y
de una sagacidad maravillosa. Respecto a su inteligencia, mi mujer, que en
el fondo era bastante supersticiosa, hacía frecuentes alusiones a la antigua
creencia popular, que veía brujas disfrazadas en todos los gatos negros.
Esto no quiere decir que ella tomase esta preocupación muy en serio, y si
lo menciono, es sencillamente porque me viene a la memoria en este
momento. Plutón, este era el nombre del gato, era mi favorito, mi
camarada. Yo le daba de comer y él me seguía por la casa adondequiera
que iba. Esto me tenía tan sin cuidado, que llegué a permitirle que me
acompañase por las calles.
Nuestra amistad subsistió así muchos años, durante los cuales mi
carácter, por obra del demonio de la intemperancia, aunque me
avergüence de confesarlo, sufrió una alteración radical. Me hice de día en
día más taciturno, más irritable, más indiferente a los sentimientos ajenos.
Llegué a emplear un lenguaje brutal con mi mujer. Más tarde, hasta la
injurié con violencias personales. Mis pobres favoritos, naturalmente,
sufrieron también el cambio de mi carácter. No solamente los abandonaba,
sino que llegué a maltratarlos. El afecto que a Plutón todavía conservaba
me impedía pegarle, así como no me daba escrúpulo de maltratar a los
conejos, al mono y aun al perro, cuando por acaso o por cariño se
atravesaban en mi camino. Mi enfermedad me invadía cada vez más, pues
¿qué enfermedad es comparable al alcohol?, y, con el tiempo, hasta el
mismo Plutón, que mientras tanto envejecía y naturalmente se iba
haciendo un poco desapacible, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal
humor.
Una noche que entré en casa completamente borracho, me pareció que el
gato evitaba mi vista. Lo agarré, pero, espantado de mi violencia, me hizo
en una mano con sus dientes una herida muy leve. Mi alma pareció que
abandonaba mi cuerpo, y una rabia más que diabólica, saturada de
ginebra, penetró en cada fibra de mí ser. Saqué del bolsillo del chaleco un
cortaplumas, lo abrí, agarré al pobre animal por la garganta y
deliberadamente le hice saltar un ojo de su órbita. Me avergüenzo, me
consumo, me estremezco al escribir esta abominable atrocidad.
Por la mañana, al recuperar la razón, cuando se hubieron
...