Ensayos De Octavio Paz
GaboCool22 de Octubre de 2013
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Octavio Paz
El ritmo
Aparecido en El arco y la lira, México, Fondo de Cultura Económica,
1995.
Las palabras se conducen como seres caprichosos y autónomos. Siempre
dicen "esto y lo otro" y, al mismo tiempo, "aquello y lo de más
allá". El pensamiento no se resigna; forzado a usarlas, una y otra vez
pretende reducirlas a sus propias leyes; y una y otra vez el lenguaje se
rebela y rompe los diques de la sintaxis y del diccionario. Léxicos y
gramáticas son obras condenadas a no terminarse nunca. El idioma
está siempre en movimiento, aunque el hombre, por ocupar el centro
del remolino, pocas veces se da cuenta de este incesante cambiar. De
ahí que, como si fuera algo estático, la gramática afirme que la lengua
es un conjunto de voces y que éstas constituyen la unidad más simple,
la célula lingüística. En realidad, el vocablo nunca se da aislado; nadie
habla en palabras sueltas. El idioma es una totalidad indivisible; no lo
forman la suma de sus voces, del mismo modo que la sociedad no es
el conjunto de los individuos que la componen. Una palabra aislada es
incapaz de constituir una unidad significativa. La palabra suelta no es,
propiamente, lenguaje; tampoco lo es una sucesión de vocablos dispuestos
al azar. Para que el lenguaje se produzca es menester que los
signos y lo sonidos se asocien de tal manera que impliquen y transmitan
un sentido. La pluralidad potencial de significados de la palabra
suelta se transforma en la frase en una cierta y única, aunque no siempre
rigurosa y unívoca, dirección. Así, no es la voz, sino la frase u
oración, la que constituye la unidad más simple del habla. La frase es
una totalidad autosuficiente; todo el lenguaje, como un microcosmo,
vive en ella. A semejanza del átomo, es un organismo sólo separable
por la violencia. Y en efecto, sólo por la violencia del análisis gramatical
la frase se descompone en palabras. El lenguaje es un universo de
unidades significativas, es decir, de frases. [1]
[1] La lingüística moderna parece contradecir esta opinión. No obstante,
como se verá, la contradicción no es absoluta. Para Roman Jakobson, "la
palabra es una parte constituyente de un contexto superior, la frase, y simultáneamente
es un contexto de otros constituyentes más pequeños, los morfemas
(unidades mínimas dotadas de significación) y los fonemas". A su vez
los fonemas son haces o manojos de rasgos diferenciales. Tanto cada rasgo
diferencial como cada fonema se constituyen frente a las otras partículas en
una relación de oposición o contraste: los fonemas "designan una mera alteridad".
Ahora bien, aunque carecen de significación propia, los fonemas "participan
de la significación" ya que su "función consiste en diferenciar, cimentar,
separar o destacar" los morfemas y de tal modo distinguirlos entre sí. Por
su parte, el morfema no alcanza efectiva significación sino en la palabra y
ésta en la frase o en la palabra-frase. Así pues, rasgos diferenciales, fonemas,
morfemas y palabras son signos que sólo significan plenamente dentro de un
contexto. Por último, el contexto significa y es inteligible sólo dentro de una
clave común al que habla y al que oye: el lenguaje. Las unidades semánticas
(morfemas y palabras) y las fonológicas (rasgos diferenciales y fonemas) son
elementos lingüísticos por pertenecer a un sistema de significados que los
engloba. Las unidades lingüísticas no constituyen el lenguaje sino a la inversa:
el lenguaje las constituye. Cada unidad, sea en el nivel fonológico o en el
significativo, se define por su relación con las otras partes: "el lenguaje es
una totalidad indivisible" (Nota de 1964).
Basta observar cómo escriben los que no han pasado por los aros del
análisis gramatical para comprobar la verdad de estas afirmaciones.
Los niños son incapaces de aislar las palabras. El aprendizaje de la
gramática se inicia enseñando a dividir las frases en palabras y éstas
en sílabas y letras. Pero los niños no tienen conciencia de las palabras;
la tienen, y muy viva, de las frases: piensan, hablan y escriben en bloques
significativos y les cuesta trabajo comprender que una frase está
hecha de palabras. Todos aquellos que apenas si saben escribir muestran
la misma tendencia. Cuando escriben, separan o juntan al azar los
vocablos: no saben a ciencia cierta dónde acaban y empiezan. Al
hablar, por el contrario, los analfabetos hacen las pausas precisamente
donde hay que hacerlas: piensan en frases. Asimismo, apenas nos
olvidamos o exaltamos y dejamos de ser dueños de nosotros, el lenguaje
natural recobra sus derechos y dos palabras o más se juntan en
el papel, ya no conforme a las reglas de la gramática sino obedeciendo
al dictado del pensamiento. Cada vez que nos distraemos, reaparece el
lenguaje en su estado natural, anterior a la gramática. Podría argüirse
que hay palabras aisladas que forman por sí mismas unidades significativas.
En ciertos idiomas primitivos la unidad parece ser la palabra;
los pronombres demostrativos de algunas de estas lenguas no se reducen
a señalar a éste o aquél, sino a "esto que está de pie", "aquel que
está tan cerca que podría tocársele", "aquélla ausente", "éste visible",
etc. Pero cada una de estas palabras es una frase. Así, ni en los idiomas
más simples la palabra aislada es lenguaje. Esos pronombres son
palabras frases[1].
El poema posee el mismo carácter complejo e indivisible del lenguaje
y de su célula: la frase. Todo poema es una totalidad cerrada sobre sí
misma: es una frase o un conjunto de frases que forman un todo. Como
en el resto de los hombres, el poeta no se expresa en vocablos
sueltos, sino en unidades compactas e inseparables. La célula del
poema, su núcleo más simple, es la frase poética. Pero, a diferencia de
lo que ocurre con la prosa, la unidad de la frase, lo que la constituye
como tal y hace lenguaje, no es el sentido o dirección significativa,
sino el ritmo. Esta desconcertante propiedad de la frase poética será
estudiada más adelante; antes es indispensable describir de qué manera
la frase prosaica —el habla común— se transforma en frase poética.
Nadie puede substraerse a la creencia en el poder mágico de las palabras.
Ni siquiera aquellos que desconfían de ellas. La reserva ante el
lenguaje es una actitud intelectual. Sólo en ciertos momentos medimos
y pesamos las palabras; pasado ese instante, les devolvemos su crédito.
La confianza ante el lenguaje es la actitud espontánea y original del
hombre; las cosas son su nombre. La fe en el poder de las palabras es
una reminiscencia de nuestras creencias más antiguas: la naturaleza
está animada; cada objeto posee una vida propia; las palabras, que son
los dobles mundo objetivo, también están animadas. El lenguaje, como
el universo, es un mundo de llamadas y respuestas; flujo y reflujo,
unión y separación, inspiración y espiración. Unas palabras se atraen,
otras se repelen y todas se corresponden. El habla es un conjunto de
seres vivos, movidos por ritmos semejantes a los que rigen a los astros
y las plantas.
Todo aquel que haya practicado la escritura automática —hasta donde
es posible esta tentativa— conoce las extrañas y deslumbrantes asociaciones
del lenguaje dejado a su propia espontaneidad. Evocación y
convocación. Les mots font l’amour, dice André Breton. Y un espíritu
tan lúcido como Alfonso Reyes advierte al poeta demasiado seguro de
su dominio del idioma: "Un día las palabras se coaligarán contra ti, se
te sublevarán a un tiempo...". Pero no es necesario acudir a estos testimonios
literarios. El sueño, el delirio, la hipnosis y otros estados de
relajación de la conciencia favorecen el manar de las frases. La corriente
parece no tener fin: una frase nos lleva a la otra. Arrastrados
por el río de las imágenes, rozamos las orillas del puro existir y adivinamos
un estado de unidad, de final reunión con nuestro ser y con el
ser del mundo. Incapaz de oponer diques a la marea, la conciencia
vacila. Y de pronto todo desemboca en una imagen final. Un mundo
nos cierra el paso: volvemos al silencio.
Los estados contrarios —extrema tensión de la conciencia, sentimiento
agudo del lenguaje, diálogos en que las inteligencias chocan y brillan,
galerías transparentes que la introspección multiplica hasta el
infinito— también son favorables a la repentina aparición de frases
caídas del cielo. Nadie las ha llamado; son como la recompensa de la
vigilia. Tras el forcejeo de la razón que se abre paso, pisamos una
zona armónica. Todo se vuelve fácil, todo es respuesta tácita, alusión
esperada. Sentimos que las ideas riman. Entrevemos que pensamientos
y frases son también ritmos, llamadas, ecos. Pensar es dar
...