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JUAN SALVADOR GAVIOTA Richard Bach


Enviado por   •  17 de Octubre de 2013  •  8.357 Palabras (34 Páginas)  •  343 Visitas

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JUAN SALVADOR GAVIOTA

Richard Bach

Amanecía, y el nuevo sol pintaba de oro las ondas de un mar tranquilo.

Chapoteaba un pesquero a un kilómetro de la costa cuando, de pronto, rasgó el

aire la voz llamando a la Bandada de la Comida y una multitud de mil gaviotas se

aglomeró para regatear y luchar por cada pizca de comida. Comenzaba otro día

de ajetreos.

Pero alejado y solitario, más allá de barcas y playas, está practicando Juan

Salvador Gaviota. A treinta metros de altura, bajó sus pies palmeados, alzó su

pico, y se esforzó por mantener en sus alas esa dolorosa y difícil posición

requerida para lograr un vuelo pausado. Aminoró su velocidad hasta que el viento

no fue mas que un susurro en su cara, hasta que el océano pareció detenerse allá

abajo. Entornó los ojos en feroz concentración, contuvo el aliento, forzó aquella

torsión un... sólo... centímetro... más...

Encrespáronse sus plumas, se atascó y cayó.

Las gaviotas, como es bien sabido, nunca se atascan, nunca se detienen.

Detenerse en medio del vuelo es para ellas vergüenza, y es deshonor.

Pero Juan Salvador Gaviota, sin avergonzarse, y al extender otra vez sus alas en

aquella temblorosa y ardua torsión -parando, parando, y atascándose de nuevo-,

no era un pájaro cualquiera.

La mayoría de las gaviotas no se molesta en aprender sino las normas de vuelo

más elementales: como ir y volver entre playa y comida. Para la mayoría de las

gaviotas, no es volar lo que importa, sino comer. Para esta gaviota, sin embargo,

no era comer lo que le importaba, sino volar. Más que nada en el mundo, Juan

Salvador Gaviota amaba volar.

Este modo de pensar, descubrió, no es la manera con que uno se hace popular

entre los demás pájaros. Hasta sus padres se desilusionaron al ver a Juan

pasarse días enteros, solo, haciendo cientos de planeos a baja altura,

experimentando.

No comprendía por qué, por ejemplo, cuando volaba sobre el agua a alturas

inferiores a la mitad de la envergadura de sus alas, podía quedarse en el aire más

tiempo, con menos esfuerzo; y sus planeos no terminaban con el normal chapuzón

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al tocar sus patas en el mar, sino que dejaba tras de sí una estela plana y larga al

rozar la superficie con sus patas plegadas en aerodinámico gesto contra su

cuerpo. Pero fue al empezar sus aterrizajes de patas recogidas -que luego

revisaba paso a paso sobre la playa- que sus padres se desanimaron aún más.

-¿Por qué, Juan, por qué? -preguntaba su madre-. ¿Por qué te resulta tan difícil

ser como el resto de la Bandada, Juan? ¿Por qué no dejas los vuelos rasantes a

los pelícanos y a los albatros? ¿Por qué no comes? ¡Hijo, ya no eres más que

hueso y plumas!

-No me importa ser hueso y plumas, mamá. Sólo pretendo saber qué puedo hacer

en el aire y qué no. Nada más. Sólo deseo saberlo.

-Mira, Juan -dijo su padre, con cierta ternura-. El invierno está cerca. Habrá pocos

barcos, y los peces de superficie se habrán ido a las profundidades. Si quieres

estudiar, estudia sobre la comida y cómo conseguirla. Esto de volar es muy bonito,

pero no puedes comerte un planeo, ¿sabes? No olvides que la razón de volar es

comer.

Juan asintió obedientemente. Durante los días sucesivos, intentó comportarse

como las demás gaviotas; lo intentó de verdad, trinando y batiéndose con la

Bandada cerca del muelle y los pesqueros, lanzándose sobre un pedazo de pan y

algún pez. Pero no le dio resultado.

Es todo inútil, pensó, y deliberadamente dejó caer una anchoa duramente

disputada a una vieja y hambrienta gaviota que le perseguía. Podría estar

empleando todo este tiempo en aprender a volar. ¡Hay tanto que aprender!

No pasó mucho tiempo sin que Juan Salvador Gaviota saliera solo de nuevo hacia

alta mar, hambriento, feliz, aprendiendo.

El tema fue la velocidad, y en una semana de prácticas había aprendido más

acerca de la velocidad que la más veloz de las gaviotas.

A una altura de trescientos metros, aleteando con todas sus fuerzas, se metió en

un abrupto y flameante picado hacia las olas, y aprendió por qué las gaviotas no

hacen abruptos y flameantes picados. En sólo seis segundos volo a cien

kilómetros por hora, velocidad a la cual el ala levantada empieza a ceder.

Una vez tras otra le sucedió lo mismo. A pesar de todo su cuidado, trabajando al

máximo de su habilidad, perdía el control a alta velocidad.

Subía a trescientos metros. Primero con todas sus fuerzas hacia arriba, luego

inclinándose, hasta lograr un picado vertical. Entonces, cada vez

...

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