LIBRO DE LAS MOSCAS
MACKDITA29 de Noviembre de 2012
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Esta mañana me incomodó una mosca que entró de repente en la habitación. Armado de aquel matamoscas que tantas veces me ha permitido descargar mi fastidio hacia ellas cuando irrumpen zumbando en mi cuarto y fastidian mi privacidad, me dirigí, velozmente, hacia la ventana y, de un golpe certero sobre el cristal, pude deshacerme de ella… Mi mirada se detuvo en la pequeña figura que, desorientada y solitaria, caminaba sobre los cristales de la ventana antes de morir.
Por unos segundos, me vino un escalofrío al recordar lo vivido días atrás por un amigo al que rescaté de una horrible pesadilla.
Cuando Gilberto llegaba al pequeño cuarto de alquiler que había conseguido en el barrio América hacía pocos meses, siempre se encontró con un ambiente pesado. Al entrar en la casa, sus largos, oscuros y fríos corredores despedían un extraño olor a encierro. Le llamaba la atención que en el trayecto hacia su cuarto, siempre revoloteaban a su alrededor, varias moscas grandes, negras, bastante torpes y pesadas, que se congregaban a los lados de las cuarteadas y húmedas paredes. Un día cruzó la puerta del pequeño cuarto de estudiante, dejó las pocas compras sobre la improvisada mesa que hacía las veces de escritorio y sacando el tarro de insecticida comenzó a vaciarlo con toda su furia apuntando a todo lo que a su paso revoloteaba.
Muchas moscas caían ante los chorros disparados desde el pulverizador, sin embargo, no parecían tener fin. El lugar por el que penetraban se hizo evidente cuando descubrió junto a la entrada del pequeño cuarto un orificio en el que se arremolinaba una masa de muchas de ellas; el agujero se comunicaba con una esquina de la habitación que daba a un pequeño patio lleno de escombros, separado tan solo por una roída mampara. Desesperado, disparó varios chorros de veneno dentro de aquella entrada.
¡Error! Fue el comienzo del fin.
Decenas de ellas, comenzaron a lanzarse al exterior de su madriguera chocando con cuadros, lámparas y cristales de las ventanas que daban al pequeño patio; ni siquiera el pedazo de madera que servía de tapa al hueco por donde salían evitaba que formaran un nubarrón dentro de la casa. Misteriosamente, la puerta se cerró con violencia, Gilberto entre gritos, tenía que dar manotazos al aire para impedir sus ataques desesperados. Me contó que, incluso, alcanzó a oír una risa satírica que se alejaba presurosamente por las escaleras de la vieja casa.
Los zumbidos enloquecedores crecían en la habitación, las moscas se arremolinaban enloquecidas con cada segundo que pasaba y el líquido del recipiente se extinguía. En ocasiones, éstas se estrellaban en su cara, se enredaban en su pelo mientras que cientos giraban en el piso agonizantes.
Ahora, con el recipiente ya vacío, ensayaba golpes al aire tratando de llegarle al menos a alguna de ellas, pero la extraña batalla parecía no tener fin.
Lleno de angustia se lanzó con movimientos bruscos hasta la pequeña puerta revestida de remiendos de maderas y clavos retorcidos. Era como si la nube de horrorosas moscas pegadas a su cuerpo hubiera moldeado una masa humana que ahora, casi impotente, buscaba una salida; sus manos llenas de moscas llegaron hasta el picaporte sin poder conseguir abrir la puerta, pues, la llave atascada en la cerradura, con el maniobrar angustiado, se ablandó hasta romperse.
El piso de madera que, con esmero, había limpiado y lustrado esa mañana para recibir a una visita, tan solo reflejaba el horror de una figura desesperada que retrocedía hasta la esquina del pequeño cuartucho donde sentía que las paredes se juntaban haciendo más angustiosa su
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