La era de la imagen global
Vicente1689Informe27 de Mayo de 2016
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CAPITULO VI
La era de la imagen global
1. EL «GRAN EXPERIMENTO»:
Siguiendo con el cine, en una película reciente, no demasiado «buena», por lo que tampoco es preciso recordar su título, un personaje afirmaba: «En 1938 sólo había dos opciones. O eras fascista y conquistabas el mundo, o eras comunista y lo salvabas.»
Esa confrontación terrible, áspera y violenta, fue el signo central de los años treinta. Una época que, hoy: en perspectiva, podemos ver como un tiempo de transición entre la Primera Gran Guerra, cerrada en falso, y el comienzo en 1939 de la Segunda Guerra Mundial.
Durante mucho tiempo, el predominio del horizonte artístico de la vanguardia restringió el análisis y la consideración de las manifestaciones estéticas de ese período. Quizás no sea independiente del agotamiento histórico de las propuestas vanguardistas, la posibilidad de una reconsideración del arte de las dictaduras, durante años situado al margen de las líneas dominantes del arte occidental.
El tiempo de las dictaduras fue una época compleja y abigarrada. Además del arte experimental y vanguardista, las dictaduras de la época fueron poniendo en pie un arte «oficial», que tuvo su importancia en aquel momento histórico. Pero que, sobre todo, al ponerse al servicio directo del poder político, al dejarse utilizar como propaganda, contribuyó decisivamente junto a la estetización de la participación política de las masas, a lo que desde nuestra perspectiva actual podemos llamar el gran experimento: la utilización comprehensiva de todos los soportes estéticos y artísticos para conseguir la cohesión y dominación de las masas sociales.
Nunca antes en la historia lo estético había sido utilizado de forma tan intensa como medio de poder. Pero lo importante, además, es que esa utilización anticipaba la mucho más sofisticada, compleja y sutil que vendría después, eso sí, con una diferencia decisiva en el marco de regímenes de democráticos. Y que convertiría los soportes estéticos en instrumento canta para la universalización del consumo, haciendo de la propia política un elemento más de consumo, y de la vida pública y del conjunto de la cultura un espectáculo (cfr. Debord, 1967 y 1968)
Todo ello tuvo su anticipación, convulsiva y desgarrada, en el gran experimento del tiempo de las dictaduras. La inestabilidad social conducía a dos polos alternativos, conservación o revolución, que en sus planteamientos extremos, podríamos decir: «de vanguardia», cristalizaron históricamente en esa oposición fascismo o comunismo, a la que hacía referencia nuestro personaje de película. En ese clima de crisis generalizada de formas de poder basadas en el consenso social, los regímenes políticos de la época se construyen sobre la idea de la necesidad de un poder fuerte, lo que daría paso a la formación de sistemas totalitarios, que se plasmaron también como universos sociales y políticos no sólo alternativos, sino concurrentes, en lucha. Todo hablaba de guerra y todo, por desgracia, anticipaba la guerra terrible que habría de venir.
En ese clima, el arte queda subordinado a la política de una forma completa. El vanguardismo «formalista», como se decía entonces, fue simplemente prohibido en la Unión Soviética. En Alemania, los nazis también "prohibieron y eliminaron cualquier signo vanguardista en las artes, apoyándose en una pseudoidea particularmente repugnante, la del «arte degenerado» (Entartete Kunst), de la que sería expresión toda la vanguardia en su conjunto. Por último, no deja de ser significativo que el surrealismo, que había nacido en 1924 considerándose en sí mismo una revolución, se pusiera en 1930 «al servicio de la revolución».
En el mismo tiempo histórico, en la España en guerra civil, los artistas del Pabellón de la República en la Exposición Internacional de 1937: Pablo Picasso, Joan Miró, Julio González, o el gran escultor Alberto..., se contraponen con los intelectuales y artistas alineados con los militares sublevados, como por ejemplo Salvador Dalí. Muchos grandes escritores y artistas, de ambos «bandos», acabarían conociendo la muerte o el exilio.
Con no pocas contradicciones, la Italia fascista fue la única dictadura de la época que permitió un cierto espacio a la vanguardia. Estuvieron activos figuras como Mario Sironi. Arturo Martini, Giorgio Morandi o Giorgio de Chirico y su hermano Alberto Savinio. Pero también Lucio Fontana, Renato Guttuso o los escultores Giacomo Manzú y Marino Marini. Particularmente destacables son los proyectos arquitectónicos de Adalberto Libera, Enrico del Debbio, Ernesto Lapadula o Luigi Moretti.
En Moscú, el final forzado de la vanguardia, dramáticamente representado en la reconversión figurativa de Kasimir Malevich, se confronta con los pintores figurativos del stalinismo: Alexander Deineka, Isaac Brodsky, Pavel Filonov. El gran poeta Vladímir Maiakovski se había suicidado el 14 de abrírdéT930. El 28 de enero de 1936, apareció en Pravda un artículo titulado «Caos en lugar de música», sobre la ópera de Dimitri Shostakóvich Lady Macbeth de Mtsensk, estrenada dos años antes, que truncaría dramáticamente la trayectoria del compositor. En 1938, Serguéi Eisenstein rueda Alexander Nevsky, con música de Prokófiev. El poeta Osip Mandelshtam moriría en un campo de Siberia en 1938. Una de las grandes figuras de la vanguardia teatral, Vsiévolod Méyerhold, fue fusilado en 1940. El sueño arquitectónico y urbanístico de «la construcción del socialismo» daría paso a la rigidez burocrática y neoclásica de la arquitectura estalinista.
Y en Alemania, junto a los grandes artistas «degenerados», forzados al exilio o al silencio: Paul Klee, Otto Dix, Max Beckmann, Oskar Kokoschka o John Hartfietd, entre otros, podemos considerar el alcance del escultor Arno Breker o de la fotografía y el cine de Leni Riefenstahl.
Fueron tiempos terribles, durísimos, en toda Europa, y obviamente no sólo para los artistas, para todos los seres humanos. Es probable que sólo después del final de la guerra fría, y cuando ha pasado ya más de medio siglo del término de la guerra, podamos empezar a estar en condiciones de elaborar una valoración más equilibrada sobre las distintas obras y artistas. Para ello es, en todo caso, fundamental la reconstrucción del trasfondo cultural e histórico. En ese contexto, y con el desgarramiento de las débiles democracias parlamentarias de la época, la oposición fascismo/comunismo se convirtió en el elemento decisivo.
Y no es ajena a esta oposición el contraste entre vanguardismo y tradicionalismo en las artes. La gran explosión de las vanguardias se inició con el siglo. Las dictaduras de los treinta, independientemente de su signo político, pretendieron un «retorno al orden» como vía de utilización de la cultura y las artes para sus fines propagandísticos.
En la Exposición Internacional de 1937, en París, el pabellón alemán de Hans Hoffmann, rematado por el águila con la cruz gamada nazi, y el italia4 no, coronado por una serie de estatuas que representaban las corporaciones fascistas, no estaban muy lejos del pabellón soviético de Borís Iofan, culminado con las figuras de acero de una campesina y un trabajador llevando la hoz y el martillo, de la escultora Vera Mukhina. El contraste es sumamente expresivo.
En una primera aproximación, podría pensarse que se trata sólo de las relaciones que las dictaduras establecen con el arte, de la manera en que lo subordinan e instrumentalizan. Pero la cosa va más allá. Las modificaciones de las artes en aquel período, su transformación en fenómenos estéticos de masas, están en la raíz de los cambios que el arte ha experimentado desde la posguerra hasta la actualidad.
El primer factor a tener en cuenta es el desbordamiento de los géneros artísticos tradicionales, el desarrollo de toda una serie de otras formas de expresión destinadas a incidir sobre las masas, buscando desencadenar su\ respuesta social. La arquitectura y el cine, los carteles y los destiles, las manifestaciones y las canciones, los uniformes y los estandartes... se unen a la literatura, la pintura y la escultura en una vocación de obra artística total, que tiene al conjunto de la sociedad de masas como destinatario y actor.
Esa noción de obra artística total (Gesamkunstwerk), de filiación romántica, había sido convertida por Richard Wagner en el núcleo estético de su concepción del drama musical. Pero, como ha hecho notar Rafael Argullol (1991, 108), cuando desplazando a Fausto (el artista), con Hitler y los nazis, Mefistófeles se convierta en protagonista, esa idea de la obra de arte total se pone al servicio del Estado y acaba generando una experiencia apocalíptica: «Por eso Hitler se atreve a llegar a tanto como criminal y, digámoslo de una vez, como artista. Como él simulador sin precedentes que arrastra furiosamente al mundo hacia la consumación del simulacro.»
Es en ese clima en el que surge la idea moderna de propaganda: la utilización persuasiva de los medios de comunicación, en estrecha síntesis con todo tipo de procedimientos estéticos, para suscitar la adhesión emotiva, incondicional, del individuo.
Pocos escritores y artistas pudieron mantenerse al margen, en los convulsos años treinta, de los imperativos políticos. Pero la capacidad para transferir las posiciones éticas y políticas a una obra .autónoma marca la estatura de los artistas. El caso más representativo puede ser el Guernica (1937), de Pablo Picasso.
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