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Abismos y palacios. El paisaje romántico en La cautiva

irenemora114 de Julio de 2015

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Abismos y palacios. El paisaje romántico en La cautiva

Un paisaje nunca está allí. Percibir y representar un territorio es convertirlo en un paisaje, es encontrar las palabras para narrarlo o las imágenes que estabilizarán una serie de signos confusos en el espacio ordenado de la placa fotográfica. Por eso, la historia del paisaje es, también, la historia de la mirada. Eso que el siglo XIX llama desierto argentino nunca estuvo allí, apareció en “La cautiva”, el poema romántico que Esteban Echeverría publicó en 1837. “La cautiva” narra dos historias. La primera transcurre sobre el fondo de los conflictos históricos y políticos que, luego, darán lugar a la oposición entre civilización y barbarie. Es la historia de un recorrido de ida, cuando una mujer, capturada por un malón, cruza las fronteras hacia el más allá de la civilización y se transforma luego, en el relato de una vuelta que fracasa cuando la mujer decide hacer el recorrido inverso e intentar regresar al espacio urbano. La otra historia, es un relato quieto que ahonda la relación entre el sujeto estético y la Naturaleza, entre la representación y sus materiales. Lo que enmarca ambas historias es la relación con el paisaje. En el entramado necesario entre una y otra historia, se construye ese dispositivo geográfico, estético, político y cultural que el siglo XIX llamará el desierto argentino. Primer relato Calladas soledades “La cautiva” comienza con una frase que titula la primera parte del texto: “El desierto”. El desierto –sabemos– no es ni una geografía seca ni un espacio deshabitado; es el lugar que ocupa el indígena. El término desierto anuda una geografía específica –la pampa argentina–, un espacio determinado por ciertos límites topológicos –la frontera, la zona fuera del dominio del gobierno central– y se constituye como dispositivo cultural y político: una representación del vacío necesaria para el vaciamiento militar y el exterminio del indígena. Las escrituras del desierto operan sobre el paisaje –transformando la pampa o la llanura en desierto– como un modo de borrar la otredad. El poema se abre con un espacio que parece, naturalmente, estar hecho para permanecer vacío: El Desierto inconmensurable, abierto, y misterioso a sus pies se extiende; triste el semblante, solitario y taciturno.

Luego de la décima estrofa, que termina con los versos “el silencio reinó”, y luego del blanco visual, una nueva serie de versos da entrada al malón en territorio y en el poema: Entonces, como el ruido, que suelen hacer el tronido cuando [retumba lejano se oyó en el tranquilo llano sordo y confuso clamor El pasaje de una estrofa a la otra y del silencio al trueno que retumba tiene la contundencia de la argumentación. Lejos de ser una presencia estable que habita el territorio –y que a la manera sarmientina, al ser descalificada transformaría el territorio en desierto–, los indios aparecen como una irrupción en un espacio que ya era –y que debería seguir siendo– desierto. En este espacio vacío –es decir, carente de habitantes pero también de sonidos, de palabras–, la presencia indígena es literalmente, un ruido, no inteligible, no lingüístico y, por lo tanto, similar al sonido animal.“La cautiva” no narra un espacio para luego vaciarlo a través de la analogía, sino que propone antes un territorio literalmente desierto, una geografía mítica inmovilizada en el “quinto día de la creación”, en el que la presencia humana no está dada, sino que irrumpe como contingencia o perturbación del orden natural. Es la “insensata turba” que “con su alarido” casi animal, “perturbaba,/ las calladas soledades” . El malón es “como el torbellino [que] hiende el espacio”: no es tanto un atentado a la civilización, como una herida en el paisaje mismo.

El abismo fatal Lejos de mirar la pampa como aquello que hay que convertir en cultura, “La cautiva” reafirma la vigencia de esa dicotomía romántica que enfrenta al sujeto con la Naturaleza. Tal es así que, incluso el destino trágico de María está lejos de ser una consecuencia directa del cautiverio en manos del malón. Los indios irrumpen en la civilización, toman prisionero a Brian y cautiva a María pero una partida va a rescatarlos y ya no los encuentra porque la pareja decidió emprender, por su cuenta, el regreso a la ciudad. Es en este momento –cuando Brian y María se internan en el desierto– que se inicia el relato trágico. De hecho, menos de tres partes de las nueve que integran “La cautiva” narran el cautiverio; las otras seis restantes están dedicadas al viaje de regreso. Allí se narran las peripecias de la pareja en el desierto: la errancia “sin brújula” en la “quieta insondable llanura” , la dificultad de conseguir agua, el encuentro con un tigre, un incendio, etc. Aquella geografía que era abierta y misteriosa y no debía ser perturbada, aparece ahora cuando el poema focaliza a la pareja blanca– como un paisaje “asqueroso y vil”, como una zona contaminada –y por lo tanto inhabitable. El escenario que se despliega en la quinta parte del poema –el pajonal–, cita al pantano que ambienta ciertos relatos de terror y se caracteriza como un lugar carente de agua potable, algo que también comparte con esa geografía seca que se llama desierto. El poema reúne estas dos configuraciones geográficas –desierto y pantano– en ese “páramo yerto” en el que conviven el relato gótico de terror y las historias de viajeros que mueren de sed. Así, el desierto es una superficie ficcional que reúne fragmentos geográficos disímiles para definirse especialmente como una Naturaleza resistente al sujeto. De hecho, la estrofa que cierra el poema plantea un problema visual: María se internó en el desierto pensando que no iba a ser vista y en realidad no vio –no advirtió– que al escapar de los indios caía en otro cautiverio mayor, el de un paisaje del que parece imposible salir con vida. Como espacio vacío, como zona en la que se corre el riesgo de morir de sed o de perderse, el desierto es siempre un abismo fatal: Ciegos de amor el abismo fatal tus ojos no vieron, Y sin vacilar se hundieron. Es cierto que el poema narra el enfrentamiento entre dos culturas (el “salvajismo” de los indios que capturan mujeres y niños y la “venganza justa” del ejército que regresa a buscar a los soldados prisioneros y a liberar a los cautivos). Pero la historia trágica, el relato que termina con la muerte de la mujer y el soldado, o es solamente fruto del enfrentamiento entre civilización y barbarie, sino consecuencia del antagonismo entre el sujeto y la naturaleza romántica. Al final del poema, advertimos que María jamás dejó de ser la cautiva: se escapó de os indios para quedar presa del desierto. Con los tonos del relato de monstruos, del relato de la catástrofe o de la tragedia amorosa, “La cautiva” es un poema sobre las consecuencias de atentar –ya sea como perturbación o como desafío– contra el desierto.

Segundo relato Las armonías del viento

Ese dispositivo geográfico, estético, político y cultural que el siglo XIX llamará desierto se construye en el entramado necesario entre las dos historias que se enlazan en “La cautiva”. La primera historia narra la escisión entre el sujeto y la Naturaleza; la segunda, su reconciliación. En la primera están las presencias catastróficas o monstruosas que perturban el paisaje o los personajes trágicos que se hunden en ese “abismo fatal” que se llama desierto. En la segunda, se narra el contrapunto entre el ojo del poeta y la Naturaleza, entre la representación estética y sus materiales.“Inconmensurable, abierto/ y misterioso”, el desierto se extiende “solitario y taciturno” . Es un espacio que se nombra en el título de la primera parte y que está antes de que todo –el poema– comience. Al proponer el desierto como punto de partida, como instancia previa a toda representación y a toda presencia humana, el desierto es la pura Naturaleza, un objeto de conocimiento y al mismo tiempo, aquello que no puede ser aprehendido ni representado: Las armonías del viento, dicen más al pensamiento, que todo canto a porfía la vana filosofía pretende altiva enseñar. ¡Qué pincel podrá pintarlas sin deslucir su belleza! ¡Qué lengua humana alabarlas! Sólo el genio y su grandeza puede sentir y admirar El desierto constituye una paradoja visual y epistemológica. Por un lado, es aquello hacia lo cual el artista dirige su mirada –es fuente de saber y un objeto privilegiado de representación estética– y por otro lado, se define como una superficie infinita que no puede ser vista, es decir, no puede ser percibida, ni conocida ni representada. El desierto es la Naturaleza romántica por excelencia, lo sublime inabarcable, que escapa al saber y a la representación y, a la vez, la moviliza. Todo este conjunto de características que se atribuye al paisaje es también definitorio de la subjetividad que lo percibe. ¿Quién es capaz de ver, de aprehender, de acceder a esta Naturaleza sublime? ¿Desde qué lugar se la puede percibir? Son preguntas que se dirigen a las condiciones de posibilidad del paisaje –a las características del ojo que lo mira– y trazan analogías entre la voz poética y el punto de vista de una cámara, de las cuales no quedan rastros en la imagen, excepto el establecimiento de una mirada, el recorte de un campo de representación y la condición de posibilidad para la existencia misma de la fotografía. al como lo indica el fragmento anterior, el desierto puede ser percibido como un objeto estético sólo desde el punto de vista del genio, que es el único capaz de “sentir y admirar” el paisaje y de representarlo pictórica o verbalmente. Percibido desde una subjetividad estética, el desierto

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